Javier Rioyo
En Capri el tiempo transcurre lentamente, como el Internet en mi habitación de un hotel de lujo que no pagaré. Por suerte, profesión y oficio, de vez en cuando me cuelo en esta vida de los ritos del lujo. Siempre me siento un impostor aunque no me arrepiento de mi impostura. Entre el mundo de los ricos hay que saber disimular algunas cosas y soportar su gusto convencional. Además de disimular su mala, o al menos extraña, educación.
En la isla, en las islas del Golfo de Nápoles, han vivido muchos de los escritores que me han conmovido, emocionado o que he podido admirar. La mayoría eran invitados por amigos ricos, por mecenas, que querían disfrutar de sus sensibilidades, de su compañía con la intención de que algo "se les pegara". No suele suceder. Los unos seguían en sus riquezas; los otros en sus complejidades, sus versos o sus novelas.
Ahora, a los periodistas, a los escritores, nos llevan en pequeñas manadas. Nos dejan asomarnos por unos días en las vidas lentas de tiempos más lentos que conocieron aquellos que fueron Auden, Neruda o Montale. Ahora los mecenas son políticos del turismo en la Italia de Berlusconi, firmas de perfumes o cámaras de comercio. Los tiempos no siempre cambian para ser mejores. La nostalgia es inútil. Y decir la verdad, tampoco ahora merece la pena. La verdad es peligrosa, o como decía nuestro querido jesuita, el esencial y preciso, el culto cínico llamado Gracián: "Decir la verdad es como hacer una sangría en el corazón".
Sigo en Capri, es pronto y no estoy para muchas verdades. Prefiero hermosas mentiras.