Javier Rioyo
Estoy harto de que se muera todo el mundo. Incluso los que son como Pepín Bello. No me importa que casi tuviera ciento cuatro años. No hay derecho. No molestaba, no ocupaba mucho sitio y era la mejor memoria lúcida de un país que solo existe en los libros, en algunas fotos y en poemas, canciones, músicas y otros restos de aquella pandilla que pasó por la Residencia de Estudiantes, se hicieron de una generación en el año 27, ganaron la República y perdieron la guerra. Pepín Bello, mi amigo más mayor, era el último de aquella extravagancia española. Un ser atípico que nunca hizo mucho más que ser amigo de los que más hubiera uno deseado conocer. No es pequeño mérito. Hoy, me quedo un poco más solo. Desde hace meses era más raro poderle ver, pero cada vez que estábamos con él sabíamos que teníamos unas horas de risas, inteligencia, felicidad y recuerdos conquistados. Me han robado uno de los mejores paisajes españoles. Con él terminan muchas cosas. Entre otras termina el vivo recuerdo de unas gentes y de un país que fue mejor. También se acordaba del otro, del peor, del cruel, estúpido y asesino que también fue nuestro país.
Como me hubiese reído de eso tan "putrefacto" como la letra de un himno de España. No está Pepín para reírnos. Nos tendremos que acostumbrar a la injusticia de que también los inmortales terminan por morir. Me gustaría hacer un anaglifo, pero me falta la gallina. Perdón por la tristeza.