Javier Rioyo
Sigo a Millás desde su prehistoria de escritor. Todavía trabajaba en Iberia, aunque no creo que mucho y era capaz de ordenar escribiendo muchos desórdenes de nuestra vida tan pequeña por fuera, tan complicada por dentro. Es algo mayor que yo, pero no importa, sabe mucho más y mira mucho mejor. Y escribe, casi cada día, como a uno le gustaría escribir. Por aquello, por esto y por muchas cosas más, me alegro de su Premio Nacional de Narrativa. La misma novela que, ahora hace un año, fue premiada con el controvertido Planeta. Una novela que es puro Millás. Esa marca que reconocemos en sus columnas, en sus reportajes, en su narrativa y en su memoria de unos años que estaban llenos de miedos, de oscuridades, de amenazas y de otras historias para no dormir que nos hicieron descreer de casi todo. Millás, en El mundo, que así se llama la novela tan agraciada, contaba nuestros temores. Los mismos, o parecidos, infiernos de los que nos salvamos. Duraron varias generaciones y todavía son, y serán, alimento de muchas de nuestras novelas. En sus páginas encontramos la verdad de aquellas mentiras. Cuando cuenta su historia también cuenta la nuestra.
"…El infierno quedaba a la vuelta de la esquina, se podía ir dando un paseo, a veces bastaba tropezar en una piedra para caer en él. Si esa noche te habías masturbado y morías, ibas al infierno. Si habías chupado un caramelo antes de comulgar y morías, ibas al infierno. Si te atacaba en medio de la clase de Lengua un pensamiento impuro y morías, ibas al infierno… Era más fácil terminar en el infierno que en la prisión, pese al premonitorio ‘acabarás en la cárcel’ de las madres de la época. Afortunadamente la confesión ponía el marcador a cero."
Salimos de aquel mundo. Nos enteramos, quizá un poco tarde, de que la vida iba en serio. Y que el infierno eran los otros. También nosotros. Y aquí seguimos, supervivientes y condenados.