Javier Rioyo
Esta noche iré al teatro para ver la versión dramatizada de la novela La lluvia amarilla, la novela de Julio Llamazares. Una novela que ya ha cumplido 20 años y que sigue viva. No tantas novelas españolas de los últimos 20 años tienen tanta vida. Se reedita, se lee en colegios y ahora pasa al teatro. Intemporal como la soledad, el aislamiento y el mundo desaparecido de su historia. El hombre es un animal que conoce, convive y se enfrenta a la soledad. Muchas veces puede ser, o sentirse, como el animal más solo de la tierra. La segunda novela de Llamazares -la primera es una historia de supervivientes, de hombres agrupados para sobrevivir a la miseria de la derrota, para vencer el miedo en lo profundo del monte, Luna de lobos– es el monólogo del último habitante de un pueblo abandonado. Un pueblo de la montaña de Huesca, un pueblo que es también la metáfora de un mundo en extinción, de un mundo rural que ha desaparecido o que se ha convertido en el aislamiento universal, uniformado, que han importado las nuevas formas de vivir, de comunicarnos o incomunicarnos.
Es curioso cómo Julio Llamazares, escritor que vive su día a día en la ciudad, que no está aislado, que no se espanta del caos contemporáneo, que ve la televisión, va al cine, al fútbol, habla con su móvil o se comunica por la red, siempre ha estado interesado por el pasado en sus miradas literarias. Desde su primer libro de poemas, La lentitud de los bueyes hasta su último libro, el excelente viaje por las catedrales españolas, sus paisajes y paisanajes, llamado La rosas de piedra (Alfaguara, 2008). Incluso su última novela, El cielo de Madrid, pertenece ya a la memoria de un tiempo pasado, los años de la llamada "movida madrileña", casi tan lejanos como los años de los maquis.
Todavía conserva su memoria infantil de la nieve. La memoria de un niño del lado septentrional de Iberia. De ese lado donde habitaban los osos, donde las montañas se cubrían de nieve gran parte del año y los hombres eran cazadores. Nació en un pueblo que ya no existe, Vegamián, ahogado por las aguas de un pantano que construyó el recordado Juan Benet. Vive en el centro de Madrid pero no olvida que viene de aquellas tierras, de aquél mundo en el que los hombres batallaban para la supervivencia, un mundo del que Estrabón hablaba así en su geografía:
"Todos los montañeses son sobrios, beben agua. Duermen en el suelo y llevan el pelo largo como las mujeres, atándose en la frente una cinta para el combate…"
Nada que ver con Julio, que bebe cerveza, vino o lo que le apetezca, que nunca durmió en el suelo, y aunque mantiene el pelo largo, nunca usó cinta para sus combates…Y es que los geógrafos de antes eran imaginativos como los cronistas de Indias, como los mejores novelistas de nuestros tiempos, se inventan gentes y sucesos que son pura fantasía, al tiempo que, sin ellos saberlo, bien pudieran ser los verdaderos.