Javier Rioyo
Es fácil sentirse bien cerca de Mario Vargas Llosa. He tenido la suerte de compartir historias, comidas, teatros, conversaciones, partidos de fútbol o largas sobremesas. Pero sobre todo soy uno más de esa inmensa tribu que practica un ritual ya bastante antiguo, uno de esa comunidad que recibe placer con la pagana comunión de ser su lector. Un viejo y renovado pecado que cumple ya tantas orgías como penitencias que consiguen hacer perdonar el recuerdo de algunos fracasos. Un gozo en el que no se han instalado las sombras ni en los momentos de mayores desacuerdos intelectuales, sociales o políticos. Su capacidad seductora es tanta que vence toda defensa. Mario está allí dónde toda prevención queda derrotada ante la verdad de sus mentiras.
La alegría de su premio me llegó en una ciudad que no le es ajena, Las Palmas. La ciudad había recibido un poco antes la buena noticia de su paso adelante en la candidatura para capital cultural europea. Ciudad de artistas, escritores y poetas que celebraba- aunque fuera póstumamente- el Premio Nacional de Poesía a José María Millares, otro navegante. Otro pasajero de un mundo de crédulos en que el poder de la palabra nos puede servir para cambiar de opinión o para cambiar las instituciones. Alegres días de una ciudad que tuvieron su culminación con el premio Nobel al amigo Vargas. Horas en la terraza del Hotel Santa Catalina, con ese toque de lujoso lugar de un burgués barrio limeño o de algún lugar colonial del sur hermoso e injusto, un hermoso lugar para brindar con "piscos en hielo" en la compañía de los amigos cinéfilos de la Asociación Vértigo. Gentes que cada año por estas fechas se empeñan en hacer desaparecer las lejanías entre las dos orillas.
A la mañana siguiente, con nuestra suave resaca de piscos, nos acercamos a un sorprendente y hermoso lugar prehispánico de Gáldar que llaman "Cueva pintada". No hace mucho tiempo que fue visitado por Mario Vargas Llosa. Se interesó por la vida de aquellos antepasados de la Edad Media que habían dejado la huella de sus vidas, de sus ritos y de sus policromadas pinturas. Y compartió su tiempo con los trabajadores y expertos en aquél lugar dónde vivieron unos trogloditas, nuestros semejantes, nuestros hermanos. Allí permanece el recuerdo de su visita en fotos con gorra de visitante a esos restos de lejanos habitantes prehispánicos. Y allí sigue su recuerdo fotográfico, sonriente y amable, en el recuerdo de todos los que conservan, cuidan y limpian los restos de esas vidas pasadas.
De todos menos de uno. De una. Ya no mirará su fotografía una de las trabajadoras de la limpieza. Ya no volverá esa mujer madura, presumida y preocupada por mantener su cuerpo moreno y sin grasas. Nadie se volverá a encontrar a la sonriente mujer de la limpieza que cada día limpiaba la foto de Vargas Llosa que sonríe desde las estanterías del laboratorio. Era una chica soltera, querida por sus compañeros, por su familia y por su perro. Todos la llamaban Yaiza, ese nombre prehispánico que eligió para borrar un pasado que no quería recordar. Todos la llamaban Yaiza menos la prensa, la policía y la burocracia mortuoria. Ellos se empeñaron en decir que era un hombre, un varón con otro nombre, con otra identidad y con otro sexo. Yaiza también perdió después de muerta. Yaiza, la que nunca olvidó la visita de Vargas Llosa, la que quitaba el polvo de su foto, la que hubiera querido ser como esa protagonista de sus "travesuras de una niña mala", era ahora ese "hombre ahogado en la costa". Yaiza, sin su perrito, con su secreto, su desnudez y su fatalidad, volvió a ser un "varón fallecido en Arucas".
Tenía cuarenta y cinco años, se bañaba y tomaba el sol a escondidas, avergonzada de ese sexo que nunca quiso, de esa parte masculina con la que nunca estuvo conforme. Estaba acostumbrada a buscar los lugares solitarios de la costa, las calas escondidas, los riscos dónde nadie se acercaba por temor a las olas. En un lugar de esa costa, cerca de su trabajo, de su casa, de la ciudad y su perro, cerca del mar dónde soñaba su viaje a Tánger, su próxima operación, su cambio de sexo para que nadie dudara que ella podía ser Yaiza, que ella podría ser una traviesa mujer madura y mala como de esa novela de Vargas Llosa. No pudo ser, el día que Vargas Llosa tuvo el Nobel, la mañana neoyorquina dónde Mario Vargas Llosa tuvo que cambiar la planificación de su día. Ese día no pudo escribir sobre el joven estudiante, el violinista suicida porque sus homófonos compañeros se habían burlado de su homosexualidad. Ese día fue también el último de Yaiza, que murió por huir de las risas, de las burlas de los que no entendían que su sexo no era el que parecía. Que ella, de verdad, siempre quiso ser como esa niña mala. La buena de Yaiza creía que el paraíso estaba en la otra esquina. Que se fue como en ese poema de Padorno, "cuando el mundo desconoce tu rostro y se hunde silencioso en el mar"
Una historia que tengo que contar a Mario Vargas Llosa.