Javier Rioyo
Otra vez me veo ordenando la biblioteca. Las estanterías de la casa. Haciendo huecos donde ya no cabe nadie más. Intentando retirar, donar, prescindir o cambiar libros que crees que son prescindibles. Me cuenta prescindir de los libros, aunque sean manifiestamente prescindibles -y no hablo de los libros basura, ni de autoayuda, ni de tantos otros que ni siquiera hay que permitirles la entrada a casa-, aunque quizá nunca más los vuelva no ya a leer sino abrir, pasear rápidamente por ellos. Me cuesta. Algunos amigos se ríen porque conservo, por ejemplo, nueve libros dedicados de un autor menor. No entienden que no me decida a mandarlos al lugar del descanso que muchos se merecen. O que los mande a pasear a la cuesta de Moyano.
Una vez conté que un amigo crítico, uno de los más destacados críticos españoles, que recibía muchos libros y naturalmente tenía un serio problema de espacio en casa, cada semana hacía un ejercicio de desprendimiento. Un divertido juego de condenar o apartar de tu vida, de tu casa, lo que crees que no te debe interesar. Los cambiaba por otros en la cuesta de Moyano, arrancaba la página de dedicatoria y el libro salía casi intocado a los estantes de los libreros de segunda mano. Después le dijeron que con la firma los valoraban un poco más. Ahora se encuentran sus libros desechados con cariñosas y cercanas dedicatorias del autor. Es menos sentimental, menos cobarde o más sincero que yo.
Yo sé que hay muchos prescindibles. Que cuando haces el canon más sincero te sobran tantas novelas, tantos ensayos, incluso tantos libros de poesía -me cuesta más prescindir de los poetas- que siempre se podría hacer espacio en la biblioteca. Todo se puede reducir. ¿Cuántos libros serían suficientes para no perdernos lo fundamental? ¿Con cuántos libros se hace una biblioteca suficiente para un curioso y universal lector? Una vez me dijo Vargas Llosa que con dos mil libros un buen lector tendría cubiertos más que dignamente todas necesidades culturales. Hace mucho pasamos de esa cifra, hace mucho nos dimos cuenta que tenemos más de lo que podremos leer y, sin embargo, no paramos. Seguimos por acumulación. Por avidez. Por avaricia. Por posesión incontrolada. Por vanidad. Por entretenimiento. Juego. Decoración… No tengo ni idea. Pero seguimos.
No una vez, muchas veces, me han preguntado, ¿pero los has leído todos? Suelo dar una respuesta convencional, casi pidiendo perdón. Pero recuerdo la genial respuesta de Cabrera Infante a su amigo Andy García. El famoso actor se presentó en la casa londinense de Guillermo Cabrera Infante, ciertamente muy llena de libros. También de música y objetos de variada cubanidad, pero sin duda eran los libros de las altas estanterías los que dominaban la decoración de la casa. Andy se quedó mirando, y con sorpresa y admiración, volvió a repetir la tópica pregunta: ¿Los has leído todos?…No se esperaba Guillermo una pregunta tan manida de su admirado compatriota. Tardó unos segundos y con su serio y rápido humor, contestó: “Solamente una vez”…Y cambiaron de música.
Y yo, tantos de los que conservo, ni siquiera una vez. Me lo tengo que mirar.