Javier Rioyo
Leo unos cuántos libros a la semana. Algunos con esfuerzo, la verdad. Suelo repartir con cierto equilibrio -¡que extraña palabra!, apenas la reconozco como mía- mis lecturas entre ensayos, poesía y narrativa. También “miro” algunos libros, cada vez más libros fotográficos, catálogos, algún comic. Me cuesta mucho desprenderme de ellos. Incluso, de los que son leídos con esfuerzo. Alguna vez ya hemos hablado de esta enfermedad cuasi crónica de los libros y el espacio que ocupan en nuestras vidas. El espacio mental, y el espacio físico. Dos problemas distintos y ninguna solución verdadera. Felizmente muchos de los libros leídos, no sé si demasiados, con el tiempo se esconden, se diluyen y casi desaparecen de nuestros recuerdos. Y sin embargo otros nos siguen acompañando, nos ven envejecer mientras ellos permanecen inmutables, como si no pasaran los años, el tiempo, ni el olvido por ellos.
Esta semana, por caminos distintos, han regresado a mi vida, dos libros, mejor dicho, dos lecturas que nunca se fueron del todo. Dos libros que no envejecen. Al menos dos libros que vuelvo a leer con el placer de aquellos años, de aquél tiempo perdido de cuando fuimos tan jóvenes.
Yo leí a Proust en la “mili”. Aquella puta, castigada y encarcelada mili. Puteada por dos frentes, por los estertores del franquismo y por los etarras que cada vez era más banda desalmada y sin sentido. Proust y otras lecturas, por ejemplo Bomarzo, Scott Fitzgerald, Borges… y otros tan poco cercanos a la milicia como aquellos poetas de la “generación del 50”, la generación del alcohol, que también me entretuvieron aquellos días.
Ahora he recuperado uno de los más clásicos acercamientos de Borges a la obsesión y el misterio de la literatura, de la imitación literaria, Pierre Menard, autor del Quijote. Acabo de comprar una edición muy peculiar de la historia del Ingenioso Hidalgo, por Pierre Menard. A Borges, que sobre Menard escribió en Nimes en 1939, le hubiera parecido que recuperaba su tiempo. Con Menard, con Cervantes y con él mismo, el otro, el joven Borges.
El otro libro, también reducido, también de bolsillo, de “cuaderno”-así se llamaba la colección cuando lo compramos la primera vez-, es asimismo un homenaje, una no disimulada imitación de su admirado Proust, por el admirable Llorenc Villalonga. El libro se llama Dos pastiches proustianos. También ha sido capaz de devolvernos a los años tan jóvenes, de tan voraces lecturas. Felizmente el apetito por cierta literatura no se termina con los años. Se rescata la introducción de Villalonga, se añaden un prólogo de José Carlos Llop y un epílogo situacionista del editor Herralde, que añaden valor a éste oportuno rescate. Nos pasan los años por algunos libros. Y lo digo en la semana en que Cien años de soledad cumple sus primeros 40 años.