Javier Rioyo
Vayan a ver La lluvia amarilla a la sala pequeña del Teatro Español de Madrid. Si no pueden esperen que pase por algunos de sus teatros cercanos. No van a salir más optimistas, ni más alegres, ni más divertidos. No. Si es eso lo que necesitan no hace falta que se molesten. Si, por el contrario, quieren ver teatro en su expresión más desnuda, emocionante y verdadera. Si además no les importa enfrentarse a la soledad de un hombre. A la soledad, al final, al olvido y a la muerte; sí se atreven a mirar de frente esa fatal compañía de los seres humanos, entonces sí, entonces tienen que ver "La lluvia amarilla"
No sabía cómo aquella novela de hace más de veinte años funcionaría en versión teatral. Sí que estaba viva como novela. Pues también está viva, y doliente, en obra teatral. En poco más de una hora, con un excelente actor, Chema de Miguel Bilbao. Acompañado- imprescindible compañía- de un músico excepcional, Francisco Lumbreras y gracias a la dramaturgia, la adaptación, la dirección, la escenografía, el vestuario y otros cuantos oficios más, se puede uno sentir trasladado en el tiempo a un mundo que se termina, a un final que ninguno querríamos vivir.
El autor, Julio Llamazares, dice que con esta experiencia de ver su creación trasladada al lenguaje teatral, asiste "con la curiosidad de un niño que ve cómo su juguete pasa de pronto a manos de otros". No importa, es otro juguete distinto. Es un juguete que también le gustaría haber tenido al niño Julio. Un juguete llamado teatro que de vez en cuando nos ofrece obras tan serias, tan verdaderas, tan necesarias. Eso sí, ni una puñetera risa. Eso otra tarde, otra obra, otro juguete.