Javier Rioyo
¿Me alegra que Dylan sea premio Príncipe de Asturias? No lo sé. Además, como no vendrá a recoger el premio, nunca sabré si su visita, su paseo entre monárquicos, civiles y demás sociedad que se da cita en Oviedo, será tranquila, rápida, amable, antipática o no será. Lo siento por los ilusionados “dylanianos”, pero que Bob Dylan acepte recibir el premio, que resista las ceremonias, me parece más difícil, aún más que un rico entre en el reino de los cielos. ¿O ya los dejan entrar? ¿O siempre entraron y me estaban engañando? ¿O el cielo es también una parcela suya?
Me resulta simpática esa jornada, con las gaitas, el teatro tan burgués, la ciudad de provincia lanzada a la calle, el enorme culo/ escultura que saluda a los invitados, la sidra y esa colección de estatuas, bustos y cabezones que hacen que a la muy noble ciudad de Oviedo -aquella Vetusta de Clarín- la llamen la ciudad del Belén, por tantas figuritas. Eso lo dicen sus vecinos, los de Gijón, a los que los de Oviedo llaman “culo mollaos”. Cosas de provincias.
Ojalá me equivoque. Ojalá Dylan esté allí, entre Leticia, el Príncipe, los principescos, sus compañeros premiados y los guapos invitados. Pero no consigo ver esa foto. Y eso que con Dylan hemos visto fotos que nunca hubiéramos imaginado. Pero la mejor de todas, para mí, fue la del concierto genuflexión ante un Papa que se dormía con sus canciones. Era el Papa Woytila, que no se molestó demasiado en disimular su aburrimiento ante las canciones y los gestos de nuestro “papa negro”.
Y es que nuestro judío imprevisible, el cantante que más tiempo hemos seguido en nuestra vida, ese flaco, raro e independiente que no se doblegaba ante nadie, se agachó ante el “rey de Roma”. Yo estaba en Italia, en el pueblo de Fellini. Recuerdo que en aquellos días concentramos tanta energía cabreada los seguidores de Dylan que un terremoto estuvo a punto de cargarse los frescos maravillosos de la basílica de Asís. Pensé que era un castigo de la naturaleza, una venganza de los descreídos y seguidores de Dylan. Después pensé que no podía pensar aquellas tonterías porque no soy creyente. Y también dejé de creer en Dylan. Pero volví a creer en él. Mi última peregrinación fue en el concierto de Alcalá de Henares. Hace dos años, en el Palacio Episcopal, uno de los lugares centrales de la historia de España, y del Renacimiento. Dylan no se inmutó. Comió en el comedor de los arzobispos, de los reyes, de la putrefacta corte de otros anteriores a los Borbones. No hizo caso a su entorno, Cantó, también sin saludos ni concesiones, maravillosamente al estilo dylaniano. No le importaba casi nada. Nos puso en nuestro lugar. Demostró su grandeza. También su frialdad. No le importaban reyes, ni lacayos. Ni premios, ni castigos… Ahora será Príncipe de Asturias. Que lo veamos.