Javier Rioyo
Siento cambiar de música, me divertían esas canciones tan horteramente nuestras, al menos de algunos como yo. Si Nietszche era un admirador de la zarzuela, al menos de "La Gran Vía", yo puedo ser un fan de las canciones de Leonardo Favio. La verdad es que algún día tengo que hacer confesión de mis malos gustos. Pensándolo bien, ¿a quién le importa lo que yo digo?, ¿a quién le importa lo que yo hago?… Bueno, seamos serios, al menos disimulemos un poco. No es fácil estando en Valencia, sin duda la capital de España del kitsch. No solo en música -absolutamente imbatible desde sus bandas, pasodobles, moros, cristianos, tórtolas, conchas piqueres, brunos lomas, festivales de Benidorm, raimones, ninos bravos y todos esos seguidores desde el pop a los coñazos de chimos bayos y los del ruido de discotecas pastilleras. Valencia es la gran madre, la gran matrona capaz de criar a sus pechos toda clase de músicas. Me gusta Valencia.
Un poco antes de llegar a mi hotel -en plena plaza del Ayuntamiento, cerca del lugar de trabajo de esa política tan insólita, tan callejera y tan tapada, tan peculiar y tan lejos de mis votos, como es la simpática alcaldesa Rita Barberá- me tropecé con bastantes policías y frente a ellos un grupo mínimo, no llegarían a cuatro decenas, de jóvenes que muy serios, muy formales y muy rodeados, que gritaban unos, más o menos, acompasados cánticos de protesta, apoyados por una pancarta que les recordaba la letra: "En Valencia també cremen la Monarquía". No entendía nada. Me hizo gracia que aquel grupo tan pequeño, aquellos formales rebeldes, fueran tan lanzados incendiarios, tan voluntaristas, tan optimistas que pensaran terminar con la monarquía. No me parecía la forma más educada, incluso no me parecía nada bien pero entendí que quemar a la monarquía era una metáfora. Y eso de quemar es tan valenciano que me pareció muy fallera la propuesta, aunque bastante excéntrica.
Llegué al hotel y comprendí todo, se acaba de celebrar el juicio contra unos jóvenes separatistas catalanes que habían quemado la foto de los Reyes. Había olvidado aquél inocente acto de quema simbólica de la institución en una foto. Y mucho más había olvidado que algún juez les había condenado, o al menos lo había intentado. Hoy, recurrida la sentencia, se había considerado aquello como una falta. No como un delito. Por lo tanto, aquellos "faltones" estaban en la calle, quizá con una multa, pero como mucha más publicidad de la que hubieran soñado.
¿En Valencia se podría condenar por quemar algún político en sus Fallas? ¿Están prohibidas las quemas falleras de la familia real? ¿Y estará prohibido quemar al Papa? ¿Y quemar a Giordano Bruno? ¿Y a Ramón LLull?
No sé qué me pasa, llego a Valencia y tengo unas indisimuladas ganas de quemar a unos cuántos, que no sé yo. Me callo. No quiero llegar al delito. Me conformo con las faltas.