Javier Rioyo
Nunca escribí diarios. No me gusto como para tener que dejar esos rastros. Tampoco quiero acordarme en el futuro de qué era lo que me pasaba por la mentira de la escritura tal hora, de tal día del año aquél. Creo que lo más parecido a un diario son estos textos que casi mantienen su diaria cita por el empeño -amable y educado de Basilio Baltasar- y también porque hay quien me escribe, me comenta o me contradice. Por ahí me sale la curiosidad, la complicidad, la afinidad o la disidencia con quienes no hubiera coincidido de otra manera. Me gusta encontrar esos nombres ya familiares. Extraño a algunos desaparecidos entre los trabajos y los días. Y me alegra la llegada de algunos nuevos. Algunos días fallo a la cita, pocos, y casi siempre es por razones de excesos viajeros o de inesperados encuentros y desencuentros con el tiempo que nos queda.
Comencé el año en un hermoso y melancólico paisaje. Con mucho de festivo y bastante de recogido. Entre unos viejos viñedos y unos antiguos monasterios. Y comencé a leer la tercera parte de los diarios de uno de los grandes nombres de la cultura occidental, Ernst Jünger. Tan controvertido, tan querido, odiado, desconocido, malquerido y tergiversado.
Volví a sus diarios -me gusta mucho leer diarios, aunque nada escribirlos- porque la muerte de su amigo Gracg me lo hizo recordar. Acaban de aparecer en Tusquets, son los recuerdos de un vigoroso viajero, lector y escritor que se acerca a los ochenta años. Sus recuerdos de la década de los ochenta del siglo XX.
Me gustan muchas cosas de su vitalidad intelectual. De sus curiosidades y de sus sueños. Está bien soñar. Mejor aún nos gustaría ser soñados.
"Sueños, activos y pasivos: yo sueño, he tenido un sueño. Un grado más alto: soy soñado", escribió bien despierto Ernst Jünger.
Que en este año, bisiesto, os sueñen de vez en cuando.