Javier Rioyo
Hemos vista la exposición sobre Buñuel en México. Excelente recorrido entre las luces y las sombras, un paseo por sus obsesiones. Tan suyas, tan nuestras. Lo oscuro y lo claro peleando en el interior, y en los exteriores de Buñuel. En el catálogo nos encontramos con una de las imágenes más sorprendentes de la iconografía buñuelesca. La reproducción de un Cristo, coronado de espinas, con la soga al cuelo y seguramente a punto de subir a la cruz… y sin embargo el Cristo está riendo, más que riendo, vemos una feliz y liberada carcajada. Hermosa imagen que nos saca del retórico valle de lágrimas, de la condena del sufrimiento. Si Cristo se ríe de su propia desgracia, de su trágico destino, también podemos nosotros hacernos unas risas.
Incluso reírnos de nuestros propios miedos. De nuestras soledades. Escaparnos de ese destino del solitario, del Robinsón que tanto le interesó a Luis Buñuel.
Hizo una de sus más desconocidas películas. Interesante por tantas cosas. El personaje literario de Robinson Crusoe. Ese mismo que años después de la invención de Daniel Defoe le parecía al extraño escritor francés, extremista político, suicida, Drieu La Rochelle el símbolo humano por excelencia: "Un hombre solo, perdido para todo, y que construye su casa. Y lo hace porque cree que alguien le mira y aquello se sabrá".
Hoy tengo ganas de reírme, sólo o acompañado. Reírme como ese Cristo de Buñuel. Reírme con Robinson sin compañía. Y mejor reírme en compañía. Y compartiendo, por ejemplo, unos dry martinis.