Javier Rioyo
Tengo un problema con las banderas. O para ser más exacto: tengo un problema con la bandera española, monárquica y constitucional. Ya no me disgusta, pero no termina de gustarme. Es como si fuera la bandera de los otros, de esos otros con los que tengo que convivir, con los que convivo, pero no es un símbolo con capacidad de emocionarme. Como dicen los argentinos: "me la banco". La trago pero no la quiero.
Pertenezco a una generación, si hablo de la gente que considero cercana, de mis semejantes, mis hermanos en historia y problemas, que nos pusieron difícil creer en la bandera llamada nacional o española. Son los mismos colores de la bandera que el franquismo usó hasta la saciedad. Y aunque se cambió su "águila", el "gallo", por el escudo consensuado, hay algo en su uso, en sus colores, en su tamaño en plazas y lugares públicos que me recuerda a las imposiciones del pasado. Y así nos dejaron sin banderas. Nos quitaron esa capacidad de muchos humanos de "sentir unos colores", "amar un símbolo" o al menos respetarlo. Y así estamos sin bandera, sin himno, sin símbolos que nos unan, que nos hagan sentirnos cercanos a la inmensa mayoría. Creo que somos una minoría en extinción. No me importa. No pienso hacer ninguna guerra por las banderas, por ninguna. Pero me gustaría que nos pudiéramos tomar unas vacaciones de masas abanderadas. Y no soporto, ya no las que llevan "aguilucho"-que las detesto- sino esas otras que pretenden españolizar con la silueta de un toro. El toro me gusta en la plaza y frente a un hombre valiente y profundo como deben ser lo toreros. También me gusta una parte del toro en un guiso, pero esa es otra españolada y no para éstos calores.
Contento, feliz, con el juego de la selección, con el grupo de jóvenes y millonarios que durante unas semanas nos han dado una lección de disfrutar y hacernos disfrutar con un juego más emocionante que una bandera.
Y españoles somos todos. Vamos todos los que queramos serlo. Aunque no envolvamos nuestro sentir patria o matria en esas banderas.