Javier Rioyo
La ciudad es capaz de soportar toda clase de vidas, miradas, sueños y pesadillas. Me despierto y en la plaza- con su bandera azul y blanca en el centro- pasean con sus cuidadores perros de todas las razas. Perros que llevan una buena vida. Pasean por lugares hermosos, les dejan que se relacionen con otros como ellos, comen cuando quieren y vuelven al acogedor hogar de clase burguesa en un país que soporta las crisis sin dejar de consumir.
Al mediodía los perros han dejado su lugar a tranquilos ancianos que ocupan los bancos. Charlan, miran, leen algún periódico y ven pasar el tiempo. El decorado cambia por la tarde. Se mezclan ejecutivos, parados, mirones, gente de paso que detiene un momento su recorrido ciudadano. Y al caer la tarde la plaza se disfraza de negro. Por todas las esquinas desembarcan jóvenes vestidos de negro. Se hacen grupos, se besan, ríen, beben de litronas y se sienten unidos por su estilo de estar en el mundo. Son los góticos. Disfraces caseros de una película dónde se imaginan que en los castillos de Transilvania todavía existen los vampiros. Curiosa tribu que tiene sucursales en todo el mundo y que aquí, en un lugar del centro de Buenos Aires, ven llegar la noche en compañía de sus colegas.
La noche también tiene sus habitantes en la plaza. Silenciosos los sin techo se hacen con los lugares más cómodos de la plaza. Toman los bancos. Y los bajos de los bancos. Se acercan a la estatua del prócer y la rodean con sus cartones. Y los últimos se conforman con el dudoso amparo de algún árbol.
Al llegar el día, los habitantes sin techo, los pobres de ésta ciudad que fue tan rica, se reparten por las esquinas de una ciudad que para ellos nunca tuvo una fundación mítica. De una ciudad que vive, escribe, lee, negocia, compra y vende sin que ellos formen parte del reparto principal. Ellos, tienen que dejar la plaza porque los perros de los señores están a punto de llegar. Todavía hay clases.