Javier Fernández de Castro
Yoro es una novela rica, en el sentido de que tanto los personajes como su peripecia exigen una tensión narrativa que da lugar a situaciones, imágenes y metáforas a veces deslumbrantes pero también oscuras y que por lo general se abren a diversas interpretaciones. Pero, justamente debido a su propia riqueza, esta novela no es de fácil lectura, en gran parte porque obliga al lector a poner lo que falta, desechar lo superfluo y, entre las diversas interpretaciones posibles, elegir aquella que conforme en su imaginario personal un relato coherente. O si se prefiere, y ya que pedir coherencia total sería excesivo, una interpretación que visualice un universo narrativo reconocible. O colonizable.
Resumiendo mucho, Yoro es la larga, dolorosa, a ratos desafiante y siempre lúcida confesión de una mujer natural de Hiroshima y que era una adolescente cuando, el 6 de agosto de 1945, un bombardero B 29 estadounidense apodado Enola Gay dejó caer sobre esa población de 250.000 habitantes una bomba cuyo nombre en clave era Little John. Debido a la terrible y hasta entonces desconocida capacidad destructiva del ingenio termonuclear, la mayor parte de la población civil murió en el acto y el resto fue muriendo en las semanas y años siguientes debido a las quemaduras y los numerosos e imprevisibles efectos secundarios a largo plazo de la radiactividad. Contra toda razón, la narradora sobrevivió. Muy maltrecha, pero viva. Ahora se hace llamar H (por Hiroshima, pero también porque le han dicho que en algunas lenguas la h es muda).
Como es lógico, ese trágico suceso es una presencia continua en la novela. Y puesto que incluso en el horror puede haber belleza (a condición de que el horror cuente con un buen cronista) junto con relatos y descripciones directamente espeluznantes, hay ocasiones en que, además de espeluznantes, los relatos dan lugar a imágenes de gran belleza. Sin ir más lejos, cuando la narradora está desarrollando la idea de que en Hiroshima las cosas no desaparecieron del todo con la explosión sino que dejaron unos contornos llenos de vacío, afirma que si la radiación atravesaba a una persona la superficie que esta ocupaba quedaba como recortada en su entorno. Y pone como ejemplo el de una madre que creyó reconocer la sombra de su hija en una pared de la escuela y la estuvo protegiendo durante meses del viento y la lluvia para impedir que se desdibujara el claroscuro que le recordaba la última postura de su niña.
Lo curioso es que esa presencia posterior a la desaparición no es exclusiva de las personas, y se cita el caso de una mujer que parecía ir vestida con un kimono muy ajustado al cuerpo tras la explosión, aunque fijándose mejor se veía que la mujer estaba en realidad desnuda y que los colores de su kimono, al adsorber y reflejar de manera diferente el calor de la bomba, habían dejado impresas en su cuerpo las flores del antiguo paño.
Hay muchos otros ejemplos de horror puro y duro (y no sólo a costa de la bomba, porque también tienen cabida en la confesión de la narradora minuciosas descripciones del trato inhumano dispensado a unos prisioneros de guerra estadounidenses que durante la II Guerra Mundial eran traslados en la bodega de un trasatlántico japonés, las estremecedoras condiciones de vida actuales en las minas a cielo abierto en África, o las continuas agresiones que sufren la mujeres de cualquier continente y época, con o sin la excusa de la guerra). Sin embargo, hará bien el lector en retener las imágenes antes descritas sobre la presencia de las personas y las cosas que parecen haber desaparecido porque, cosa de 150 páginas después, hay una cita del filósofo chino Lao-Tse que apunta en la misma dirección desde otra perspectiva al decir: “La esencia de una habitación reside en el espacio vacío encerrado por las paredes, no en las propias paredes o techos. La utilidad de un cántaro de agua estriba en el vacío donde se puede meter el agua, no en la forma del cántaro o en el material de que está hecho. El vacío todo lo puede, porque lo contiene todo”.
Al lector puede resultarle muy tentador buscar la visibilidad del universo descrito a partir de esa doble imagen de la presencia del ausente, o del dibujo en la piel de unas flores cuando ya no hay ni piel ni flores, o del vacío que lo contiene todo. Y digo que puede resultarle tentador porque los personajes invitan a ello: una mujer que lo perdió todo en la adolescencia, empezando por su sexo, y que desde entonces su vida ha sido una lucha continua con ayuda del bisturí para llegar a ser lo que podría haber sido y no es; una hija, Yoro, que en principio era y no era de su pareja, Jim, pero que acaba siendo mucho más suya de lo que la misma H podría sospechar; la propia Yoro, un ser maldito y condenado desde su misma concepción a tener su destino en manos de los demás; una orangután hembra con una vida extrañamente en paralelo a la de Yoro, y tantas otras figuras que aparecen y desaparecen en la narración con diferentes grados de pasión, pero todas ellas criaturas extrañas, profundamente desgarradas y hasta inverosímiles, que viven porque la narradora, H, da testimonio de ellas, pero que podrían existir únicamente en la voluntad de su creadora.
Es posible una lectura así, pero sería empobrecedora porque, como se ha dicho al empezar, Yoro es una novela rica, llena de brutalidad y horrores (esa madre a punto de morir de hambre y que agradece a sus carceleros que la alimenten cuando está sin saberlo devorando a sus propios hijos) pero también repleta de imágenes y metáforas muy sugestivas y llenas de vida. Porque, en definitiva, como dice la propia narradora en algún momento, todo lo que se cuenta y sucede, por más brutal y negativo que parezca, en el fondo sólo es un alegado en pro de la vida.
Yoro
Marina Perezagua
Los Libros del lince