Javier Fernández de Castro
En el pasado Campeonato Mundial de Fútbol, el equipo nacional español supo solventar con inesperada eficacia y brillantez casi todos los obstáculos que le fueron saliendo al paso camino del máximo galardón al que puede aspirar un equipo nacional. Y mientras tal milagro se perfilaba en el horizonte con creciente verosimilitud, dos colectivos, ambos multitudinarios, empezaron a prestar cada vez más atención a lo que ocurría en las pantallas de los televisores permanentemente conectados con Sudáfrica.
Uno de tales colectivos estaba integrado por los escépticos irredentos, esto es, los centenares de miles de masculinos de cierta edad y que al cabo de toda una vida de vergüenza y frustración se habían borrado para siempre del fútbol nacional jurando que nunca jamás en la vida volverían a perder un solo minuto viendo cómo, cada cuatro años, un puñado de millonarios mimados se dejaban ganar por equipos teóricamente inferiores pero que al menos le ponían ganas y vergüenza.
El segundo colectivo, mucho más nutrido que el anterior, lo componían la práctica totalidad de las esposas, madres, hijas o hermanas obligadas a convivir con los desaforados hinchas de unos equipos cuyas victorias sumían a los masculinos de la casa en un estado de histeria y euforia tan insoportable como la negra desesperación en que caían tras una derrota. Cuando España demostró ser capaz de ganar (y encima jugando bien) a equipos como Alemania, los integrantes de ambos colectivos no sólo se replantearon sus respectivas posiciones sino que, en muchos y muy notorios casos, se sumaron a la hinchada nacional con el fervor enfebrecido y fanático del converso.
Es de suponer que los miembros de ambos colectivos habrán leído al Javier Marías novelista y al Javier Marías colaborador de prensa salvo, lógicamente, cuando advirtieran sobre qué iba ese día la columna, momento en que, ¿ahora pretendes venderme el fútbol a mi?, pasaron página sin más. Si tal suposición es cierta, ahora tienen ocasión de enmendar tan lamentable laguna en su capítulo de lecturas, pues Alfaguara acaba de reeditar una serie de crónicas escritas entre 1992 y 2000, a las cuales ha añadido una treintena más, fechadas entre los años 2000 y 2010. Su primera sorpresa será descubrir que un escritor culto, elegante y ecuánime cuando habla de los hombres y sus cosas, se transforma en un salvaje, irracional e intransigente frente a todo lo que no sea el bien de su equipo (el Real Madrid, como el lector tendrá sobradas ocasiones de comprobar). Lo peculiar es que ese salvajismo puede volverse contra el Real Madrid si, en opinión del cronista, la directiva, el cuerpo técnico o los jugadores no están a la altura de las circunstancias y permiten, Dios los confunda, que los rivales nos pasen por encima.
Otras curiosas constataciones, estas de carácter general, las propicia justamente el dilatado periodo de tiempo (más de veinte años) transcurrido entre las primeras y las últimas crónicas. Hablo por ejemplo de la fidelidad al equipo elegido, que en ese caso va más allá de los veinte años abarcados por las crónicas pues se remonta a la niñez. Periodos de brillantez y victorias o temporadas desastrosas marcadas por vergonzantes derrotas frente a los peores enemigos; jugadores fichados a golpe de talonario y que da vergüenza incluso nombrarlos (y no te digo nada si se trata de ser testigo de actos o gestos particularmente desgraciados); la mala suerte; la maldición de los árbitros. Nada de todo ello hace que un hincha acérrimo (per ejemplo Javier Marías) se plantee la posibilidad de ir al campo del rival ciudadano (y hablo sin ir más lejos de aquel Atlético de Madrid de Pantic) para ver jugar al fútbol como dios manda. Jamás.
Luego, según pasan las páginas y los años, otra curiosidad: los equipos de fútbol, como los seres vivos, cambian y evolucionan sin dejar de ser ellos mismos, para bien y para mal. A no ser que se produzca otro fenómeno tan inesperado como puede ser el de la identificación y el trasvase de valores eternos entre dos rivales irreconciliables. Y ahí está el caso del Real Madrid y el Barcelona. Gracias a la ventaja de contar con la perspectiva que proporciona el tiempo, el lector asiste al día a día (o al temporada por temporada) del Madrid y el Barcelona y en muchas ocasiones comprueba que son indistinguibles y que (dios me perdone) lo que se está diciendo hoy del Madrid se ajusta como un guante al Barcelona de ayer o de mañana, igual que si el Barcelona se mete en un laberinto sus estertores no difieren en exceso de los estertores madridistas cuando les toca a ellos atravesar el desierto. O sea que entre unas cosas y otras la lectura de estas crónicas resulta muy entretenida porque, faltaría más, van mucho más allá de un mero rendir cuentas tras una victoria o una derrota. Aunque sea por el fatídico 5-0.
Salvajes y Sentimentales
Javier Marías
Alfaguara