Javier Fernández de Castro
Algún crítico ha dicho que el muy ambicioso y competitivo Jonathan Franzen, queriendo escribir la gran novela del siglo XXI, había redescubierto con Pureza lo mejor de la novelística del siglo XIX.
Es una boutade, desde luego, pero la boutade comparte con el libelo la curiosa ambivalencia de ser una afirmación por lo general muy certera y al mismo tiempo radicalmente falsa. Es cierto que Pureza está concebida al modo de las viejas “novelas río”, con una decena de personajes principales y un nutrido pelotón de comparsas que se van incorporando al curso principal narrativo aportando unos puntos de vista personales inevitablemente mediatizados por sus propias circunstancias, deseos, aspiraciones y frustraciones y que, por ende, van modificando la percepción que el lector se ha ido haciendo de cada uno de ellos según han aparecido en escena. Con minuciosa ecuanimidad, Franzen los recibe con indudable entusiasmo y no duda en remontarse hasta la generación anterior para aportar la información que permita al lector hacerse una idea cabal de los Tom, Andreas, Pip, Anabel, Annagret, Katya, Leila y demás agonistas.
Por lo general esos consecutivos cambios de percepción resultan enriquecedores y aunque debido a los imperativos de la narración, en algunas ocasiones resultan capciosos, tramposos y hasta deliberadamente mendaces (por no decir erróneos, fallidos o imposibles de aceptar sin resistencia) al mismo tiempo son lo que rompe con la tradición decimonónica y representan la mejor aportación narrativa de Franzen. Y voy a tratar de explicarlo.
Para saludar la aparición de cada personaje y ofrecer una generosa acumulación de sus respectivos datos biográficos Franzen adopta una técnica muy parecida a lo que en cine se llaman planos secuencia: la cámara (la mirada narrativa) está fija y registra todo cuanto ocurre en su campo de visión sin cortes ni trucos de montaje. Lo que se ve por allí es lo que hay y si algo no se ve es porque no existe, a menos que muchas páginas después, en otro plano secuencia, un personaje nuevo aporte datos que el anterior ignoraba, ocultaba o tergiversaba deliberadamente. Esa técnica narrativa permite una presentación tranquila del personaje, cuya vida fluye como si fuera un continuo y facilita que sea el lector (y no un autor sabelotodo y ventajista como los de antes) quien seleccione lo esencial y deseche lo irrelevante, o separe la verdad de la mentira, o incluso que cambie de opinión cuando aparezcan nuevos y relevantes datos. Lo más positivo de esa técnica, lo que la crítica suele señalar como la mayor aportación de Franzen a la narrativa contemporánea, es que le permite poner en práctica lo que mejor sabe hacer, es decir, expresar literariamente lo que pasa dentro de una cabeza con sus miedos y sus inseguridades, paranoias, reiteraciones, cobardías o heroicidades, todo ello como digo, sin cortes ni irrupciones desde el exterior. Por descontado que esa técnica surge del llamado “monólogo interior” de Joyce, pero desde entonces la evolución narrativa ha sido tan extraordinaria que ahora, sin recurrir a trucos de prestidigitación, es posible localizar en lo más profundo de la consciencia y sacar a la luz componentes del alma humana tan complejos como puedan ser el incesto, el odio al progenitor, la culpabilidad, las pulsiones sexuales que lindan o se sumergen en la perversión, el deseo de dominación tiránica, el impulso de matar o la violación, ello por no hablar de otros rasgos humanos más generales pero no por ello menos perturbadores, como son los celos, la necesidad de reconocimiento social, el afán de acaparar, el deseo/rechazo de compartir la vida con un compañero/a y, siendo éste uno de los elementos tragicómicos mejor utilizados por Franzen, un nada caritativo recuento de las idioteces que llega a hacer uno en nombre del amor. Y en esta enumeración de piezas constitutivas del entramado humano, Franzen recurre de continuo a un componente estructural que empieza a perfilarse como un acompañante inevitable para el hombre moderno: la paranoia resultante de constatar la imposibilidad de preservar la intimidad. O si se prefiere, la certeza de que existen fuerzas ocultas e incontrolables cuya aspiración final es el dominio total sobre el género humano (aunque puede ponerse aquí cualquier otra definición que incluya la nueva religión tecnológica que lo ha hecho posible y cuyo exponente máximo es Internet).
Como es lógico, poner en juego tal cúmulo de fuerzas y deseos y circunstancias muchas veces contrapuestas no resulta sencillo, y en consecuencia la trama de Pureza es tan compleja (enrevesada) que muchas veces cae en lo inverosímil: gurús de la informática que aspiran a convertir las wikilieaks en juegos de niños pero que sentimentalmente son unos verdaderos tarados (véase al gran hombre que acepta por amor orinar sentado pese a considerar una humillación no seguir haciéndolo de pie), mujeres que caen fascinadas ante esos gurús antes de abominar de ellos cuando descubren que, en efecto, son unos tarados; padres multimillonarios que tratan de lograr con dinero lo que deberían ganar con sentimiento, madres tiránicas que usan el sentimiento como sus riquísimos maridos utilizan el dinero, crímenes en la Alemania comunista que se resuelven con un suicidio en una reserva de la selva amazónica muchos años más tarde o traiciones y chantajes de todos los colores. Y, en medio de esa vorágine, Purity Tyler, Pip para los amigos, que sobrelleva con escaso donaire el mote de Pureza que le puso su madre al nacer pero que merecía haber sido llamada Inocencia. Porque a Jonathan Franzen no parece importarle tanto la pureza como la inocencia, es decir, ese estadio en el que alguien posee la información (el poder) y no hace uso de ella…por amor. Pero bueno. Ya digo que la trama es compleja y que en casi 700 páginas pasan demasiadas cosas para resumirlas en una sola palabra. Pero si esa palabra es amor seguro que no es una opción descabellada.
Pureza
Jonathan Franzen
Traducción Enrique de Hériz
Salamandra