Javier Fernández de Castro
Si tuviera que describir la clase de función estructural que desempeña el narrador de esta novela iría dando vueltas hasta encontrar un término capaz de expresar la condición de “omnipresencia invisible”. Y lo explico, ya que por fortuna nadie me pide que pierda el tiempo buscando ese absurdo término.
En cierto modo, Pronto seremos felices podría tomarse por un libro de relatos porque los personajes y las peripecias que les ocurren constituyen narraciones cerradas en sí mismas y alguna de ellas incluso podría ser eliminada sin que el lector tuviera la sensación de que le están siendo ocultados unos datos esenciales para entender la historia en su conjunto.
Y sin embargo, gracias sobre todo a los recursos narrativos (unos recursos, o imaginación, o sabiduría o como quiera que se llame esa mejoría claramente perceptible en cada nueva novela de Ignacio Vidal Folch) el lector va construyendo por su cuenta un universo perfectamente estructurado y reconocible, y en el que una serie de personajes aman, luchan, triunfan, fracasan, sueñan y cometen traiciones o llevan a cabo actos heroicos más o menos como ocurre en todos los universos literarios de los autores grandes.
Esa unidad se logra, en gran parte, porque la acción está ambientada en diversas capitales del Este de Europa (Praga, Sofía, Bucarest e incluso en los Cárpatos) y porque los sucesos tienen lugar justo antes o después de la caída del Muro de Berlín. Pero es algo mucho más sutil que un alegato anticomunista o la crónica de un derrumbe anunciado.
El verdadero nexo de unión, el eje vertebrador que pasa de una narración a otra creando una inesperada continuidad estructural es ese narrador omnipresente que pregunta, escucha, atesora datos y que a veces incluso interviene en el curso de los acontecimientos, pero siempre desde una discreción rayana en la invisibilidad. Prueba de ello es que al final, y después de haber estado presente en todas y cada una de las páginas del libro, el lector apenas sabe nada de él: que es español, que está en los países del Este comprando y vendiendo cosas imprecisas, que ocupa un puesto no demasiado relevante en una empresa radicada en Madrid y poco más. Su nombre apenas se menciona una o dos veces y siempre de pasada. También se sabe que mantiene relaciones más o menos profesionales con hombres de negocios locales y relaciones sentimentales con diversas damas, por lo general muy atractivas, pero de las que no se da un solo dato que un caballero no daría. Por ejemplo acerca de lo que ocurre en los dormitorios, por favor, qué vulgaridad.
La relativa unidad de tiempo y espacio, el también relativo exotismo de los escenarios y la peculiar idiosincrasia del narrador permiten a Vidal Folch prescindir de servidumbres tan poco agradecidas como son la verosimilitud o la creación de climas creíbles y dedicarse de lleno a lo que de verdad interesa, es decir, las narraciones humanas, los recursos de cada cuál para salir adelante en situaciones adversas, la capacidad de adaptación (o no) a unas circunstancias inimaginables pocos años atrás o los pactos consigo mismo para sobrevivirse al día siguiente. Y la tipología es muy variada: la secretaria fiel, la bella flor de invernadero que sobrevive inexplicablemente a la demoledora maquinaria socialista, el genio cinematográfico que ve cortada su carrera por la censura y al que la recién recobrada libertad de expresión le llega cuando vitalmente ya se le ha terminado la vena creativa, o los emprendedores de nuevo cuño, uno que sabe adaptarse a las nuevas reglas de juego y se hace riquísimo y otro que no acaba de entenderlas y también se hace riquísimo pero acaba en la cárcel. Hay de todo.
Y conste que a pesar de la aparente frialdad que podría colegirse de la distancia que muchas veces adopta el narrador frente a los sucesos de su entorno, hay secuencias espeluznantes, como la ejecución del conducator Ceacescu y su esposa contada a través de un reportaje emitido una y otra vez por la televisión mientras los diferentes miembros de la familia se dedican a hacer la comida, a limpiar el polvo o a ir al baño, exactamente como se hace aquí cuando llega un bloque de anuncios vistos hasta la saciedad. O la progresiva caída en desgracia de una camarada, veterana de los primeros fervores revolucionarios, que se va viendo postergada por los nuevos gestores post Muro de Berlín porque éstos la acusan, precisamente, de haber sido demasiado fiel (¿llegó incluso a denunciar a sus compañeros?) al viejo régimen. No sé si es un valor añadido o no, pero las novelas de Ignacio Vidal Folch no se parecen en nada a las que más vienen triunfando últimamente.
Pronto seremos felices
Ignacio Vidal Folch
Destino