Javier Fernández de Castro
En su vigésima aparición pública, Editorial Redonda ofrece a sus fieles La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre, de Robert Southey. Este Southey fue el más maldito de los llamados poetas lakistas, y su máxima desgracia fue tener que competir por los favores del público con dos pesos pesados como William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, quienes, obviamente, lo aplastaron con su fama y, por qué no decirlo, su gigantesca talla literaria.
Para escribir este libro que Redonda ofrece ahora en traducción de Soledad Martínez de Pinillos , Southey se basó en Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales, de un franciscano llamado fray Pedro Simón, quien a su vez se basó en un manuscrito guardado en los anaqueles de la orden y que fue obra de otro franciscano llamado Pedro de Aguado, quien lo había escrito basándose en los testimonios de testigos y protagonistas de los hechos narrados, así como en otras crónicas contemporáneas.
Es decir: alguien (en este caso la imposible pareja Ursúa-Aguirre) protagoniza en 1560 unos hechos tan notables que, años después de ocurridos, un historiador los recoge con la máxima precisión posible, aunque su esfuerzo sólo se verá recompensado cuando, en 1627, otro franciscano edite su propia historia basándose casi por completo en la de su predecesor. Más de doscientos años más tarde, otro cronista por afición, esta vez de nacionalidad inglesa, retomará la historia de Aguirre vista por aquellos dos franciscanos que hablaban de oídas y dará su propia versión, que es la que nos llega ahora traducida al castellano.
En cuyo caso parece legítimo preguntarse: después de tantas manipulaciones por parte de los historiadores primitivos o modernos, y después de varios pasos de una lengua a otra para terminar regresando a la original, los hechos y los hombres que los protagonizaron, ¿tienen algo que ver con la verdad?
Por descontado que sí. Y el relato (porque es más un relato que un libro de historia) continúa siendo fascinante incluso para quienes hayan leído algunas de las crónicas originales y las versiones que hicieron entre otros, Ramón J. Sender (en novela) y Torrente Ballester (para teatro). Y también continúa siendo fascinante para quien todo el rato tenga que estar luchando contra la imagen contrahecha y sobreactuada de Klaus Kinski en la película de Werner Herzog.
De entrada, la época resulta fascinante porque cuando Ursúa recibió el encargo de descubrir y conquistar un lugar totalmente imaginario llamado El Dorado la conquista de América estaba terminando y el soldado heroico que conquistaba tierras en nombre del rey y almas para la mayor gloria de Dios ya pertenecía al pasado. Los guerreros que no habían querido o sabido reciclarse en colonos (por ejemplo Aguirre, que todavía soñaba con amasar una fortuna a punta de espada) se habían convertido en peligrosas hordas de semiforajidos dispuestos a engancharse en cualquier aventura por disparatada que fuera con tal de que les permitiera hacer lo único que sabían hacer, o sea, manejar armas. Ya nadie creía estar cumpliendo una misión histórica y trascendente, y los mundos que restaban por conquistar estaban más allá de la línea que señalaba el imperio de la ley y el orden. Y en ese territorio sumido en la tiniebla, ocurrían cosas muy misteriosas con los valores generalmente aceptados. Lope de Aguirre, justamente llamado "El loco" y con no menos justicia conocido asimismo como "Traidor", era un homicida que mataba o hacía matar por ansia de poder, porque le asedian los demonios o, sencillamente, por el placer de hacerlo. Pero de pronto, cuando traspasó la línea de no retorno al asesinar a Pedro de Ursúa y proclamar públicamente su desafección al rey, descubrió el poder de cohesión y la fuente de fidelidad que entraña toda muerte injustificable – y cuanto más sanguinaria y cruel e injustificable sea una muerte más cohesión y fidelidad genera – ya no pudo dejar de matar y ordenar matar porque la transgresión era el único vínculo de unión entre sus hombres y él. Curiosamente, en ese disloque de valores que se producjo en el caos de traiciones y ambiciones desmesuradas que era América, incluso un homicida y saqueador confeso, como era Lope de Aguirre, podía escribir al rey y, en nombre de su propia escala de valores, reprochar al monarca que no reaccionase frente a la flagrante corrupción del clero y echarle en cara el desgobierno de las provincias que otros habían ganado para él arriesgando sus vidas. Dicho lo cual, y de no ser porque su suerte ya estaba echada, Aguirre hubiera proseguido su sanguinario deambular. Y quede claro que estuvo en un tris de salirse con la suya y regresar victorioso a Perú.
La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre
Robert Southey
Editorial Reino de Redonda