Javier Fernández de Castro
La primera ocasión de adentrarse en el fabuloso universo literario de Giogio Bassani la ofreció Seix Barral en 1973 al publicar la que está considerada como la mejor novela del escritor boloñés, El jardín de los Finzi-Contini. La operación se llevó a cabo gracias a la furibunda insistencia de Grabriel Ferraté eficazmente apoyado por Juan Petit, que fue quien la tradujo. Casi diez años después (1984) Bruguera publicó el ciclo de seis narraciones agrupadas bajo el título de La novela de Ferrara, y en 2007 Lumen insistió con la misma recopilación y la misma traducción de Carlos Manzano, pero ya con los retoques introducidos por el propio Bassani.
Quien, pese a todo, no haya tenido la curiosidad de comprobar por sí mismo la razón de tantos elogios y admiraciones viene suscitando desde hace cincuenta años tiene ahora una nueva oportunidad de la mano de Acantilado, que publica la primera de las seis narraciones bajo el título de Intramuros. Las otras cinco irán saliendo.
Aunque, por aquellas cosas de la vida el gran cantor de Ferrara nació en la cercana y archirrival Bolonia, Bassani pasó su infancia y primera juventud en la ciudad gobernada desde el siglo XIII al XVI por la poderosa familia d´Este, quien la engrandeció y la elevó a la categoría de obra de arte con ayuda de Biagio Rossetti. Por desgracia, y en parte debido a que en el siglo XIX Bolonia logró mediante engaños convertirse en el gran nudo ferroviario de esa parte del país, a principios del siglo XX Ferrara conservaba su trazado renacentista y su gran patrimonio arquitectónico, pero ya era una sombra decadente, polvorienta y provinciana, y encima amenazada por las grandes catástrofes que la aguardaban, entre otras la primer de las guerras mundiales y la brutal aniquilación por los fascistas de la otrora próspera e influyente comunidad judía. Esa es la Ferrara que conoció y cantó Bassani.
Si es cierto que una ciudad, o para el caso cualquier comunidad humana de una cierta entidad, es un microcosmos en el que puede verse reflejado el universo entero, también Intramuros se puede considerar el primer término de una inmensa metáfora como es La novela de Ferrara considerada en su totalidad y, ya puestos, también el primer relato de Intramuros, podría tomarse como un reflejo en cuya intensidad se vislumbra el ciclo de narraciones y, como telón de fondo, la ciudad entera e Italia y su época, que son a su vez el reflejo de todas las ciudades y todas las épocas.
Aunque el novelista debe pagar tributo a numerosas servidumbres (la tradición, las modas, lo políticamente correcto, el papel social que se le exige si es una figura de primer orden, la originalidad y tantas otras) le queda al menos una libertad que nadie le puede disputar: puesto que al contar una historia no se puede dar cuenta de todos y cada uno de los sucesos ocurridos a los personajes, minuto a minuto, es obligado seleccionar lo más relevante. Y esa selección de momentos de una vida, aparte de ser como digo una libertad inalienable, también es uno de los hechos literarios más meritorios y difíciles porque no se aprende ni siquiera copiando a los más grandes, ya que es un instinto que surge de lo más profundo e incontrolable del narrador.
Véase, si no, la estructura interna de “Lida Mantovani”, el primero de los relatos de Intramuros.
La primera imagen de la protagonista es la de una mujer adulta que rememora “los lejanos años de su juventud”, y más concretamente los días (más bien lúgubres) que precedieron al nacimiento de su primer y único hijo. En el siguiente bloque de información, poco más de una página, Lidia se convence de que su amante no quiere saber nada de ella y el niño y, sin mediar palabra ni violencia ni reproche, al final del primer párrafo Lida recoge a su hijo y vuelve a casa de su madre, de hecho un sótano con dos camas y una cocina minúscula y en el que también tiene el taller de costura. Madre e hija se reencuentran con un beso pero también sin palabras, ni violencias ni reproches. Desde ese día toman asiento, cosen, bautizan al niño y, muy de cuando en cuando en cuando hablan, momento que aprovecha Bassani para dar noticias pasadas, como el hecho de que la madre también tuvo una hija natural, Lida, y que al igual que ésta, siempre confió (vanamente) en que el hombre “que la desfloró y la preñó”, se casaría con ella.
Todo el resto de la narración transcurre en ese sótano casi sofocante de puro angosto, y en el que aparece casi como por ensalmo un encuadernador mucho mayor que Lida y que con paciencia, y sin esperar nunca ser amado, hace que su presencia acabe siendo algo tan natural que Lida, casi sin levantar los ojos de la costura, acepta casarse con él. Casi al final, cuando el marido ya ha muerto, Lida reconoce que nunca lo ha querido, aunque lamenta no haber podido decirle lo único que él esperaba de ella: el anuncio de que se había quedado embarazada.
Es imposible contar más cosas y con mayor economía de medios: por descontado que exige del lector poner todo lo que en el relato no se dice pero éste, con su intensidad, con su sencillez y su carga sentimental, es un prodigio de intimidad, nostalgia, compasión y vida sin esperanza pero sin amarguras ni reproches. Mientras vaya pasando páginas, al lector le cabe el consuelo de saber que después vendrán “Paseo antes de Cenar”, también magnífica por su estructura y su carga narrativa; la insignificante pero muy bochornosa venganza de “Una lapida en via Mazzini” o el relato de terror “Una noche de 1943”. Y con una ventaja añadida: después de intramuros al lector le aguardan cinco tomos más, entre ellos la ya mencionada historia de los Finzi-Contini. O sea que casi da envidia no haber entrado aún en Bassani.
Intramuros
Giorgio Bassani
Traducción de Juan Antonio Méndez.
Acantilado