Javier Fernández de Castro
Leí este Diario de una escuadra hace ya tantos años que me preocuparía si me viera obligado a calcular cuántos. Pero en cambio conservo con toda nitidez las dos impresiones que me quedaron al cerrar el libro: que era una salvajada y que estaba muy bien escrita. O que era una salvajada muy bien escrita. Puesto ahora en la tesitura de releerlo me consolaba diciéndome que desde entonces la humanidad no sólo ha cometido una notable cantidad de salvajadas sino que el desarrollo de los medios de comunicación ha permitido que seamos puntualmente informados (casi podría decirme que ad nauseam) de todas ellas. Aparte de las bien publicitadas atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, hemos sufrido una avalancha de informaciones, imágenes, cifras y testimonios sobre el Holocausto judío; poco a poco van saliendo a la luz esas fechorías de los estalinistas que la izquierda europea (por ejemplo Sartre) tanto interés puso en ocultar para no poner trabas a la Revolución; la guerra sucia de Argelia y su reproducción en la Argentina de los generales y el Chile de Pinochet; los hutus contra las tutsis y viceversa; las guerras fratricidas de los Balcanes; los años en el poder de los jémeres rojos. Y para qué seguir.
Cabía la posibilidad de que todo ello junto hubiese creado una especie de callo en la parte del alma que más sufre al entrar en contacto con el dolor, o que a fuerza de ver repetirse el horror esa zona del alma donde reside la sensibilidad hubiese segregado como autodefensa una especie de antídoto mitigador. Incluso las grotescas parodias de Tarantino podrían haber contribuido a reforzar esa barrera defensiva contra la faceta más oscura y cruel del ser humano. Pero qué va. Un buen relato, la buena literatura, arrasa con cualquier arma de defensa y pone al interlocutor en el mismo estado de ánimo que se le creó al primer hombre que escuchó el primer relato, el primigenio, el que nos ha tenido desde entonces sumidos a todos en el estupor.
A quienes Barbusse les pille de nuevas pueden quedar algo desorientados porque, al principio, El fuego es lo más parecido a las innumerables historietas de la mili que todos hemos oído (y contado). La misma sensación de inutilidad, pérdida de tiempo, abuso por parte de unos superiores que ni siquiera están presentes para disfrutar de la humillación o la reducción a simples sombras que van sufriendo sus subordinados. Una sola pero importante diferencia: el narrador y sus camaradas llevan ya muchos meses de trinchera y la degradación es muy superior a la de una mili normal, con el añadido de que la guerra, aun siendo un mero telón de fondo, de vez en cuando irrumpe con toda brutalidad. Por ejemplo cuando Martín César, el mítico cocinero que obraba a diario el milagro de encontrar leña para que sus comensales tuviesen al manos la cena caliente, muere cuando un obús le explota en su marmita de macarrones y sus agradecidos beneficiarios lo entierran en un ataúd confeccionado con un entarimado cuyas tablas han clavado con los clavos de colgar los cuadros y valiéndose de ladrillos a modo de martillo. El epitafio: "A Martin no le hubiera gustado saber que malgastábamos tanta leña en hacerle un ataúd". De pronto, las historias se detienen para dejar paso al dato: por cada 25 kilómetros de frente que controla un cuerpo de ejército hay mil kilómetros de trincheras, y puesto que el ejército francés consta de diez cuerpos se llevan llevaban excavados diez mil kilómetros de trincheras (ello sólo en lado francés, porque enfrente los alemanes llevaban excavada una cantidad similar, en ocasiones a una distancia inferior a los cien metros unas de otras). Y vuelta a la vida cotidiana: el reparto del rancho; la llegada del correo; qué les pasa cuando, en plena noche, dos de ellos van a buscar cerillas y atraviesan las líneas enemigas; las interminables marchas nocturnas sin la menor información acerca de su destino salvo la certeza de estar siendo llevados al matadero; qué fue de aquella misteriosa (y muy atractiva) mujer que aparecía y desaparecía en la noche, acercándose como si quisiera ser atrapada y desvaneciéndose cuando alguno estaba a punto de lograrlo… Lo dicho: historietas de mili.
Pero llega la fatídica página 187 y desde ahí hasta el final queda claro de golpe porqué la lectura de EL fuego deja la sensación de haber asistido a una salvajada inconmensurable, con todos los aditamentos posibles en lo relativo a crueldad, inutilidad, despilfarro de vidas, dolor, abuso, miedo y desesperación, todo ello empapado de barro y orines y, ahora que se ha convivido tanto con ellos, la certeza de que Lamuse, Paradis, Cadilhac, el tío Blaire, Barque, el cabo Bertrand, Cocon y compañía no van a sobrevivir, al menos no todos salvo el narrador, que por algo detenta la palabra. Y como colofón, la escena final: los camaradas y compañeros de tantos bombardeos y asaltos a la bayoneta se abrazan y se felicitan. Lo hacen sin grandes algaradas, aunque también con la certeza de ser unos elegidos por haber llegado vivos al final. Pero dice el colofón: diciembre de 1915. O sea: no lo saben, pero tienen por delante tres años más de lo mismo.
El fuego
Henri Barbusse
Montesinos