Javier Fernández de Castro
Resulta asombroso constatar, aunque sea por enésima vez, la potencia expresiva y la capacidad para retener la atención que todavía poseen los cuentos de hadas. Y llamo cuento de hadas a esa situación en la que el mundo se muestra injusto y mezquino en general, pero particularmente con el protagonista, que en el caso de El buen ladrón es Ren, un niño huérfano, abandonado al nacer en un orfelinato y al que le falta una mano que él no sabría decir cuándo o cómo la perdió. Lo que distingue esa injusticia y mezquindad de tanta injusticia y mezquindad como hay en el mundo, es decir, lo que permite calificarla la narración de cuento de hadas es que, desde el principio, al lector se le da a entender que no todo está perdido y que al final, mediante una intervención punto menos que milagrosa (o mágica) el orden natural será restablecido, los malos serán castigados y los buenos, en especial el protagonista, alcanzará la felicidad tan azarosamente ganada.
La autora, Hannah Tinti, entra casi de inmediato al trapo y deja claro que su modelo es un Oliver Twist trasladado a la Nueva Inglaterra rural y canalla de finales del siglo XVII. Casi a paso de carga van apareciendo los personajes que tutelarán el viaje de Ren en la búsqueda de su destino: un estafador fantasioso que mediante embustes inverosímiles se lleva al huérfano asegurando ser su hermano mayor; su socio, un antiguo maestro de escuela reconvertido en saqueador de tumbas y ladrón de cadáveres; un gigante, asesino a sueldo de profesión y su contrafigura, un enano que vive en el hueco de un tejado y entra en las casas deslizándose por las chimeneas; una mujerona grandota y gritona pero de buen corazón o los gemelos Bron e Ichy, los dos únicos amigos de Ren en el orfanato y a los que éste rescata en cuanto puede. Hay un momento, y después de haber sido sometido a un régimen intensivo de sorpresas y maravillas, en que el lector es inducido a abrigar la esperanza de que, una vez llegado el momento de las recompensas, Ren recibirá la más alta de todas, o sea, la recuperación de su mano perdida. Pues no otro parece ser el propósito de que, entre tantas desdichas y sobresaltos como se viven en el orfanato, de pronto se nos informe de que San Antonio, patrono de la institución, le restituyó el pie a un chico que le había propinado una patada a su madre y que al ser reconvenido por el propio santo ("Debes librarte de la parte de ti mismo que ha cometido el pecado"), ejecutó literalmente la orden recibida y se cortó el pie pecador. Y el lectior se pregunta: "¿Osará Hannah Tinti crear un espacio mágico en el que suene natural la intervención de un émulo del santo capaz de cometer la mayor transgresión posible contra las leyes de la verosimilitud?
Por desgracia, el excesivo respeto a la verosimilitud quizás sea la mayor limitación que cabe achacársele a El buen ladrón, una estupenda primera novela surgida de esa fábrica inagotable que se han inventado las universidades americanas a través de sus talleres de escritura. En el caso de la Tinti el maestro fue Todorow, quien seguramente tuvo el buen sentido de aconsejar a sus discípulos forzar al máximo las situaciones pero sin traspasar los límites que les impondrá, en cada etapa de su evolución como novelistas, el dominio de los recursos literarios. Y en el caso de El buen ladrón la propuesta resulta atractiva y el lector acepta de buena gana una inmersión disparatada y audaz en una América brutal, digna heredera de la novela picaresca. Ni siquiera falta la venta fraudulenta de un elixir de efectos universales y elaborado por los propios embaucadores, conscientes de que se les ha ido la mano con el opio y que deben cambiar las etiquetas, aunque no se les ocurre mejor cosa que convertirlo en un tónico para calmar a niños díscolos. Entra dentro del tono general del relato el que, no mucho después, uno de los cadáveres que están desenterrando para venderlo a un profesor de anatomía abra de pronto los ojos y declare estar hambriento; o que, llegado el momento en que el héroe debe ser salvado, su salvadora sea una bondadosa joven aquejada de un labio leporino. Y por la misma razón, cuando Oliver/Ren recupera a su familia, ésta no es una buena gente que acoge amorosa al heredero desaparecido sino que lo detesta y hace lo posible por devolverlo al asilo, mientras que la famosa herencia, el tesoro que permitirá al héroe cumplir sus sueños y los de los suyos, resulta ser una astrosa fábrica de ratoneras. Y por descontado que reaparece la dichosa mano, pero conservada en formol. Lo cual, por curioso que parezca, resulta de una lógica irreprochable porque mientras tanto la autora ha hecho todo cuanto ha podido para que el relato mantenga un innecesario equilibrio entre lo verosímil y el disparate. Qué le hubiese costado, y conste que lo digo en general y no sólo por el detalle de la mano, llevar las cosas hasta sus últimas consecuencias y permitir que fuesen el disparate y los despropósitos quienes impusieran su propia lógica. Los surrealistas, sin ir más lejos, enseñaron cómo se hace eso. Pero conste que se trata de un muy estimable intento de contar un cuento de hadas moderno y por ende descreído y malparado, y que encima se lee con la sencillez propia de los relatos de aventuras.
El buen ladrón
Hannah Tinti
Anagrama