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El aldeano de París

Javier Fernández de Castro

En principio puede parecer ocioso leer libros como El aldeano de París, de Louis Aragon, El peatón de París, de León-Paul Fargue, o Pasear por Berlín, de Franz Hessel. Están escritos, el primero, en 1939, y los otros dos en la década de los años veinte del siglo pasado. Por lo tanto los tres hablan de un París o un Berlín “que ya no existe”. Ni una sola de las personas que se mencionan en todos ellos, empezando por sus autores, está viva.  Y los monumentos, hoteles, restaurantes, tiendas o burdeles que tanto parecían fascinarles seguramente habrán desaparecido o serán una caricatura de sí mismos si es que todavía siguen en pie.

                Y sin embargo, con los flâneurs pasa una cosa curiosa. Es cierto que leerlos implica volver la  mirada a una ciudad que sería inexistente si no fuera porque aquellos  paseantes ávidos de rincones y perspectivas inéditas se adelantaban a su tiempo y en su deambular veían una ciudad nueva  y proyectada al futuro o, por usar una palabra que a fuerza de liberar  tantos significantes ya casi no significa nada, posmoderna. Lo que para ellos era el futuro para nosotros es el presente, no el pasado.

                Los lectores contemporáneos de León-Paul Fargue o Louis Aragon,  al seguir sus pasos por callejuelas apartadas y oscuros pasadizos  se llevaban las mismas sorpresas y realizaban los mismos descubrimientos que los autores, pues en el fondo se trata de viajes iniciáticos en los que todos (autor, lector y ciudad) pasan del estadio de la oscuridad y la ignorancia al de la luz y el conocimiento.  Y en el caso de El aldeano de París hay un componente metodológico nuevo, original y de una importancia capital, y me estoy refiriendo al surrealismo. Esta novela marca el momento cumbre de la trayectoria vital de Aragon y su mayor aportación al surrealismo como vía de conocimiento.  Y si bien puede resultar chocante incluir al surrealismo en la metodología para el conocimiento, lo cierto es que, a su manera, era lo que buscaban.  Breton explicaba la aspiración máxima de su movimiento recurriendo a una pared: el objetivo era pintar una pared que suscitase en el espectador un deseo irrefrenable de saber lo que había detrás.  Y puesto que los métodos tradicionales habían fracasado en el intento, Breton y los suyos proponían fundir el lenguaje abstracto de la reflexión con el lenguaje emocional de la poesía. O lo que es lo mismo, un punto de encuentro lírico situado al otro lado de la pared para averiguar lo que ésta ocultaba.  

                Por aplicar esa noble aspiración al caso concreto de El aldeano de París, cabe decir que la narración transcurre en dos ámbitos casi antitéticos. Uno es el Pasaje de la Ópera, un universo interior, cerrado, casi subterráneo, en el que lo objetivo (los hoteles, las tiendas, las peluquerías o las sórdidas pensiones supuestamente dedicadas al placer) se diluye en lo subjetivo: de pronto, sin saber cómo, una simple tienda de aparatos ortopédicos emprende el vuelo y acaba convertida en la encarnación del dolor y la miseria humana, aunque también puede ser una tienda  de bastones  en cuyo escaparate aparece nadando una sirena bellísima que luego desaparece sin más.

                Hasta que de pronto ese universo oscuro y efímero (el Pasaje está a punto de ser arrasado para dejar paso al Boulevard Haussmann y de ahí el aire de precariedad que  transmite la narración), deja paso al Sentimiento de la la Naturaleza en Butters- Chaumon, unos jardines públicos rebosantes de luz, color y materia viva que deberían ser un remanso de paz pero en los que la reflexión o las violentas querellas contra unos y otros obran el efecto contrario de lo que ocurría con la oscuridad subterránea del pasaje condenado a desaparecer.   La naturaleza se convierte en un laberinto de senderos, estanques, grutas y estatuas  que inducen a la confusión y el desamparo, todo ello salpicado de imágenes (“ella era como una risa”) que nos recuerdan que Aragon era uno de los grandes poetas de su tiempo.  Y si alguien saca la conclusión de que se trata de una novela confusa o laberíntica  hay que achacarlo a que resulta más difícil describir adecuadamente El aldeano de París que leerlo. Y si alguna duda surge durante la lectura, la traductora facilita al final unas notas harto esclarecedoras y muy de agradecer. 

 

El aldeano de París

Louis Aragon

Traducción de Vanesa García Cazorla

Errata naturae

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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