Javier Fernández de Castro
Los testimonios de las personas represaliadas durante los años de dominación soviética (de entrada sale la palabra “intelectuales” pero la realidad es que cualquiera que fuese su edad, profesión o ideología, todos eras susceptibles de ser represaliados porque el objetivo del terror estatal es atemorizar a las personas por el hecho de ser personas y no porque hayan hecho nada punible) son atroces. De entrada lo que más impresiona es la desproporción de las fuerzas enfrentadas. De un lado estaba un imperio que doblaba en tamaño a Estados Unidos, que en su momento álgido sumaba más de 290 millones de personas y que tenía a su disposición todos los medios legales, jurídicos, policiales y científicos, pues incluso el terror puede ser una ciencia. Y del otro estaban personas físicas indefensas a las que se les privaba de sus puestos de trabajo y medios de vida para ser enviadas a prisión, o al destierro o a la muerte con una saña que ponía aún más de manifiesto esa desproporción entre el “crimen” y el “castigo”.
Con el tiempo sin embargo, y bueno sería que todos los dictadores que hay y habrá en este mundo se enteren de una vez, más que la mencionada desproporción, lo que de verdad impresiona es el hecho de que una de las partes en conflicto (uno de los imperios más poderosos de la historia) ha sido reducido a escombros y borrado del mapa debido en gran parte a sus propios errores, mientras que sus enemigos más sañudamente perseguidos, y más concretamente aquel puñado de intelectuales aprisionados, desterrados, vejados, perseguidos hasta reducirlos a la nada y, en muchos casos, ejecutados, siguen vivos, en ocasiones literalmente, como es el caso del premio Nobel y reputado poeta Iosif Brodski, y en su mayoría vivos literariamente, y ahí están los Osip Mandel’shtam, Anna Ajmátova, V. Kravchenko, Solzenitsyn y tantísimos más todavía desconocidos en Occidente pero que poco a poco van siendo recuperados. La propia Marina Tsvietáieva tiene unos versos que parecen un epitafio pensado para el post estalinismo.
En las librerías, cubiertos de polvo y tiempo,
Sin ser vistos, buscados, abiertos, vendidos,
Mis poemas serán saboreados como raros vinos,
Cuando sean viejos
En el caso de la poeta Marina Tsvietáieva sería muy injusto decir que se buscó lo que se le vino encima, pero en cambio sí puede afirmarse que tenía todos los números para que arremetiesen contra ella Stalin y sus secuaces con la mezquindad propia de los de su calaña. Para empezar, pertenecía a una familia de ilustrados muy bien situados en la vida (su padre fue el fundador del Museo de arte Pushkin y su madre una refinada pianista) y ella recibió una educación muy esmerada, con largas estancias en Alemania e Italia y estudios literarios en la Sorbona. Si con ese background ya tenía todos los números para llamar la indeseable atención de los revolucionarios, a los 19 años dio un paso más hacia el abismo al casarse con Serguiei Efron, un judío ruso que se puso del lado malo de la revolución al alistarse en el Ejército Blanco que defendió el Kremlim frente a los soviets.
Marina Tsvietáieva no fue una mujer corriente y tampoco era de carácter fácil. En sus Diarios deja tangencialmente constancia de su independencia, empezando por la sentimental, cuando dice: “No soy una heroína amorosa, nunca me abandonaré a un amante, siempre…al amor”. Sus amores con la poeta Sofía Parnok, rastreables en la poesía de ambas, o con un militar que inspiró su Poema del fin, no le impidieron seguir enamorada de su marido, al que fue a buscar a Moscú en 1917 cuando ella y sus hijas estaban en París perfectamente a salvo. Estos Diarios son su testimonio de los cinco años de persecuciones y horrores que sufrió allí, entre los cuales la muerte por hambre de su hija Irina en 1920. Dos años después logró escapar y reunirse en Praga y París con su marido, pero con la implicación de éste en la muerte de Trotski el ambiente del exilio en París se le hizo irrespirable y en 1937 Marina Tsvietáieva optó por volver a la Unión Soviética: su marido ya había sido encarcelado como paso previo a su ejecución, su hija estaba encarcelada, su única hermana deportada y la reanudación de la persecución contra ella provocó su suicidio, aunque se habla también de una ejecución encubierta.
Los Diarios no son una crónica sucinta del horror. Es decir, sí, pero más bien recuerdan al ejercicio que llevó a cabo durante toda su vida Nadezhda Mandel’shtam (lo cuenta en su memorias, Contra toda esperanza), al memorizar las poesías de su marido para asegurarse de que no corrían tanto peligro de perderse como si las hubiese transcrito a unos cuadernos. Sin ánimo de redactar, son impresiones, reflexiones, recuerdos del hambre, humillaciones cuya finalidad es que queden grabadas en su memoria. Pero hay pasajes estremecedores, como el relato de la recogida de unas patatas heladas y medio podridas que le han correspondido en un reparto y que son lo único que van a comer durante días sus hijas y ella. O la definición de la pobreza en casa de unos míseros campesinos tras una ojeada a su vivienda: “Nada sobra, todo es eterno”. Otro dato a resaltar es que no hay rastro de autocompasión ni ánimo de venganza, como si los mismo hechos relatados hablasen por sí mismos y no necesitasen ser calificados.
Diarios de la Revolución de 1917
Marina Tsvietáieva
Traducción de Selma Ancira
Acantilado