Javier Fernández de Castro
Vaya por delante que nunca en la vida había leído nada de Jacinto Benavente, así como tampoco había visto representada una sola de sus obras. O casi, porque cuando nos dio a todos por conocer a Buñuel hasta en sus raíces tuvimos que hacer una inmersión obligada en la cinematografía mexicana y, mirando aquí y allá, dimos con joyas colaterales tan de agradecer como La Malquerida (1949) del Indio Fernández, en la que Dolores del Río hacía de doña Raimunda, la dueña de la finca de El Soto y madre de Acacia (Columba Domínguez) la adolescente que mantiene una volcánica y destructiva relación amorosa con Esteban (Pedro Armendáriz), marido de doña Raimunda y por lo tanto su padrastro, un hombre tan celoso que incluso mata a los pretendientes que acechan a su hijastra/amante. Y de ahí el corrido que se escucha en la cinta: El que quiera a la del Soto/Tiene pena de la vida/Por quererla quien la quiere/Le dicen la malquerida.
Pero es evidente que no resulta adecuado decirse conocedor de Benavente por haber visto una obra suya pasada por la más pura y esencial cinematografía mexicana. Claro que, puestos a decir absurdos, también los borrachos europeos compran en las Ramblas de Barcelona unos sombrerazos charros convencidos de estar poniéndose en la cabeza uno de los símbolos más genuinamente españoles. Pero hoy, después de haberme leído de una sentada las quine comedias y dramas repartido en las 912 páginas que tiene la edición de la Biblioteca Castro, debo reconocer que he salido renovado del intento, pero profundamente perplejo.
De un lado, me parece un verdadero lujo poder disfrutar del castellano que hablan sus personajes, de una riqueza que no se basa en el vocabulario sino en la sutileza, la ironía y la capacidad expresiva de unos parlamentos que si suenan vivos y ocupan la totalidad del espacio escénico es debido a la capacidad de Benavente para sacar el máximo partido de la técnica teatral, o de unos recursos que él parece manejar incluso con los ojos cerrados. Y a este respecto remito al lector curioso a una obra llamada La princesa Bebé, una farsa sobre princesas, emperadores, plebeyos y los amores de todos ellos que reúne ingredientes de sobras para ser un estereotipo de cartón piedra, pero que gracias al oficio del autor se lee con sumo gusto. Porque esa es otra, la lectura. A los numerosos enemigos de Benavente se les cortó el aliento cuando en 1922 le dieron el premio Nobel, pues entre otras cosas le acusaban de escamotear la dramatización en beneficio de la narración (muchas veces los acontecimientos esenciales ocurren fuera de escena y por lo tanto en ésta se "habla" de ellos pero no se presencian). Y eso, que desde el punto de vista teatral es evidentemente una grave carencia, en cambio para el lector actual es una bendición que la narratividad prime sobre el drama.
Más elementos positivos: la guasa, la finura crítica y los magníficos retratos de unos personajes cuyos modelos han desaparecido pero que perviven hoy en estas obras. Y asimismo merece un elogio sin reservas su capacidad para enlazar directamente con la literatura picaresca en obras como Los intereses creados, probablemente porque al recurrir a personajes de la commedia dell´arte está haciendo una obra de género y ésta, curiosamente, resiste mucho mejor el paso del tiempo que la alta comedia o el drama rural que tanto cultivó.
En el lado negativo, lamentar sobre todo que no decidiese llevar hasta sus últimas consecuencias su don para la organización escénica y la jerarquización espacial a partir de la palabra. Aprovechando que era hombre de fortuna viajó de joven por toda Europa y Rusia y llegó a conocer bien la obra de quienes luego marcarían el carácter del teatro europeo de finales del siglo XIX y principios del XX. Gente como Dannunzio, Maeterlink, Wilde, Ibsen, Chéjov o Stanislavsky, mientras que en España (cuando al mismo tiempo ya ejercía de algo tan prometedor como es ser empresario de circo) empezó asociándose con Valle Inclán para hacer un teatro basado en la calidad artística y una crítica social sin compromisos. Y se estrenó con El nido ajeno (1894) una obra que con el tiempo le hubiera llevado a una profunda renovación del teatro español pero que de momento le valió una lluvia de palos apenas compensados por los elogios de Azorín. Por desgracia, y pese al éxito arrollador de muchas de sus obras posteriores, optó por una posición más acomodaticia y que hoy puede percibirse de la sola lectura de sus obras: más que hacer una crítica social tan demoledora como la de Valle, Benavente en el fondo respeta el orden establecido y a quienes ataca de verdad es a los transgresores de ese orden pero por arriba, es decir, los arribistas, los nuevos ricos y los groseros que no ven más valor social que el dinero, siendo todos ellos demolidos por la critica implacable de Benavente. Las acusaciones de "moralizador" que se le hicieron en su tiempo hoy quedan desactivadas por una evidencia peor: Benavente era demasiado lúcido para creerse sus salidas de tono, y demasiado inteligente para no ver el despilfarro que hacía de sus dotes teatrales. Y no creo que le quedaran ganas de moralizar. Quería seguir siendo aceptado por la sociedad que tanto le había ensalzado y en ese sentido (y no por una convicción política) debe ser entendida su sonada aparición en una manifestación franquista en 1947 y que le allanó todo tipo de dificultades posteriores con el régimen de Franco. En resumen, si hay que agradecerle sin reservas la calidad media de sus obras, también es de lamentar que no optara por sacar todo el rendimiento que le permitían su talento y sus recursos para manejar la lengua castellana. Y que todavía hoy, en sus manos, luce esplendorosa.
Comedias y Dramas, II
Jacinto Benavente
Biblioteca Castro