
Eder. Óleo de Irene Gracia
Iván Thays
Terraza. Ilustración: Luz Letts. Agradezco mucho a «El Espectador» de Colombia y al crítico literario Juan David Correa Ulloa, quien publica ahí una reseña a mi novela Un lugar llamado Oreja de perro. Una novela a veces triste y a veces aburrida como la vida misma, dice Correa con acierto (creo yo). La reseña se titula «El duelo» y la coloco íntegramente en el post:Un dueloUn periodista debe cubrir un informe de la Comisión de la Verdad, en un pueblo olvidado del Perú de la era de Alejandro Toledo, cuando se destaparon los crímenes cometidos por Fujimori y compañía. Lo importante de Un lugar llamado Oreja de Perro, de Iván Thays, escritor peruano y brillante comentarista desde su blog Moleskine Literario, no es, sin embargo, esa escueta trama. No es el Perú de los crímenes en contra de los civiles. Ni siquiera es el Perú rural, olvidado, despreciado por su pequeña oligarquía. No es eso. Lo significativo de esta novela es una sensación que queda flotando después de leerla. ¿Cómo se enfrenta uno a la muerte? ¿Cómo se encara la partida de un hijo? ¿Cómo se afronta la pérdida? Esa, me parece, es la gran virtud de una novela corta, de apenas 212 páginas, en la cual asistimos al largo monólogo de un hombre que quiere escribirle una carta a su esposa, para despedirse de ella, tras la muerte de Paulo, su pequeño hijo de cuatro años. En esa imposibilidad, la de escribir esa misiva, está el asunto mismo de la novela: en un hombre enfrentado a su pensamiento, a su aburrimiento, a esa vida de todos los días en la cual, así nos resistamos, también nos abandona nuestra mujer, se nos muere un hijo o perdemos la tranquilidad de una vida aparentemente resuelta. Thays, como si fuera un diario de viaje, ha logrado escribir esa rutina en Oreja de Perro. Allí no pasa mucho. En ese pueblo olvidado, digo. En cambio, en la reflexión del protagonista, en sus devaneos amorosos con una chola de nombre Jazmín y una pituca de nombre Maru; en los recuerdos que se van borrando con el correr de las horas; en la imposibilidad misma de afincar todo en la memoria (que es lo que, finalmente, hace la literatura), está lo valioso de la novela. También lo está en su escritura, decididamente seca, desprovista de adornos. Y eso, creo yo, no es poco. Aunque a veces se cierren los ojos y uno crea que nada va para ninguna parte, al final todo cobra sentido. Como en los buenos libros, esta novela comienza a funcionar en el lector después de haber cerrado la última página, cuando se da cuenta de cómo sí es posible contar la pérdida y el dolor.