Iván Thays
RESEÑA SIN PLUMAS
Por: Luis Hernán Castañeda
EL ARTE DE LEER
No sería inexacto decir que ?La estación de los encuentros? (Lima, Peisa: 2010), el libro más reciente de Peter Elmore, es una antología de las notas y artículos sobre literatura que su autor ha venido publicando en revistas literarias y suplementos culturales peruanos a lo largo de los últimos veinte años. Sin embargo, para hacerle justicia al libro es necesario añadir que su valor no reside, únicamente, en su condición de almacén de textos previos, donde algunas líneas dispersas de la ya extensa obra de un lector agudo se encuentran, por primera vez en un mismo índice, y son reunidas para urdir un tapiz de tapices. De hecho, ?La estación de los encuentros? ofrece algo de ello, pero también es, y a mi juicio antes que lo anterior, un producto superior a la suma de sus partes. Estamos, pues, ante un libro orgánico, complejo y autorreflexivo, una colección de ensayos que, lejos de asumir los protocolos de la investigación académica, está dentro de la obra de Peter Elmore, el escritor. Por tanto, puede ser leído como una obra de análisis y de interpretación de textos ajenos, pero también como un texto autónomo, nada desdeñable en la prosa y tampoco en la estructura: su contenido reside en la forma.
Como afirma Elmore en la nota preliminar, este libro nace del deseo de mantener vivo el diálogo con la comunidad de lectores peruanos, de la cual el autor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Colorado, en Boulder, se siente parte. Sin embargo, ello no implica que los ensayos se limiten a la literatura peruana: el libro tiene seis secciones, una de ellas dedicada casi por entero a la poesía peruana del siglo XX -?Intensidades y alturas?, se titula -, y las cinco restantes a una galaxia de textos narrativos, poéticos, dramáticos, ensayísticos pertenecientes a diversos periodos históricos y tradiciones nacionales de la literatura occidental. Desde ?Don Quijote? hasta ?Los detectives salvajes?, vinculando a George Steiner con Alberto Flores Galindo y a Joseph Conrad con Cormac McCarthy, ?La estación de los encuentros? ensaya una estructura poliédrica que, sin regirse por criterios cronológicos ni geográficos, los considera y los supedita a otra lógica: la de los itinerarios que se cruzan, la de los motivos que reaparecen, la de las lecturas que conducen a otras lecturas y vuelven, siempre, a ciertos nudos de rieles, a ciertas estaciones conocidas.
Así, la división en seis secciones es sólo preliminar y preparatoria, lo cual no implica que sea arbitraria. La primera sección, ?Artes de leer?, repasa una galería de lectores ejemplares, el primero un célebre personaje de ficción (Alonso Quijano) y, los demás, escritores e intelectuales que mantienen una relación especialmente intensa con los textos de otros (Ítalo Calvino, Edward Said, George Steiner, Claudio Magris, J.M. Coetzee, Alberto Flores Galindo, Túpac Amaru II). La segunda sección, consagrada a las cumbres de la poesía peruana moderna, incluye en su nómina a Vallejo, Oquendo de Amat, Moro, Westphalen, Martín Adán, Eielson y Varela. La tercera, titulada ?Rostros y máscaras?, es una reflexión sobre el teatro y la teatralidad, sobre la actuación y la performance, en la obra poética de Antonio Cisneros, Abelardo Sánchez León, Mario Montalbetti y Eielson, así como en una pieza dramática de José Watanabe -su ?Antígona?- y en el trabajo del grupo teatral Yuyachkani. ?Los vasos comunicantes? medita sobre la intertextualidad en cuatro ensayos que emparejan autores y textos que se nutren y retroalimentan: están juntos Conrad y Borges, Euclides da Cunha y Vargas Llosa, Baudelaire y Ribeyro, Dostoievski y Coetzee. ?Transeúntes y viajeros? explora el motivo del viaje, trátese del desplazamiento físico o del pasaje temporal, en Joyce, Chéjov, Musil, Buzzati, Nabokov, Sebald, Cormac McCarthy y Philip Roth. Por último, ?La cruz del sur? agrupa comentarios sobre cuatro autores rioplatenses, tres peruanos, un brasileño, un paraguayo y un chileno: Borges, Onetti, Cortázar, Bioy Casares, Arguedas, Ribeyro, Vargas Llosa, Rubem Fonseca, Arturo Roa Bastos y Bolaño.
La lectura, la práctica de ?descifrar y gozar el juego de los signos? (5), está sin duda en el origen de estos ensayos, pero es también su objeto de reflexión. Así ocurre en ?El arte de leer?, sección en cuyo ensayo inaugural se afirma que la novela más célebre de Cervantes, calificada como ?una epopeya cómica de la lectura? (9), ofrece el retrato de un verdadero anti-héroe de la lectura: el hidalgo manchego se engaña al dar por verídica la promesa de la ficción, pero no es menor el engaño de quien espera leer, en el texto del mundo, una verdad incuestionable y definitiva. El lenguaje encierra una verdad de otra índole: en el ensayo ?George Steiner: el arte del lector?, se vuelve a llamar la atención sobre la realidad de los signos, atención que conduce al reconocimiento de que el lenguaje informa la experiencia humana, y que por ende la lectura -es decir, el trato con la palabra de otros- es un modo a la vez privado y social de vivir y estar en el mundo. Residir en la historia exige, por cierto, pronunciarse sobre sus debates y polémicas, como no vaciló en hacer Edward Said al defender la causa del pueblo palestino. En su influyente ?Orientalismo?, Said se propone, precisamente, deconstruir una vasta red de lecturas deformantes de la alteridad (pos)colonial; en semejante frecuencia, sostiene Elmore que lo que distinguiría la visión de Coetzee en ?Inner Workings? sería la intuición crítica de que la barbarie está inscrita en el corazón del orden civilizado.
Significativamente, la sección se cierra con dos ensayos peruanos, confirmando así cuál es el universo de problemas por el que Elmore se siente, en primer lugar, interpelado. El primer ensayo revisa la trayectoria del historiador Alberto Flores Galindo, y destaca sus cualidades de lector siempre atento a los símbolos cambiantes del gran texto de la cultura peruana, en el cual no es secundario el papel de la literatura. Prueba de ello se rinde en ?Túpac Amaru II y ?Comentarios reales?: el lector rebelde?, donde el cacique de Tungasuca es presentado, en la misma línea aunque en distinta modulación que el delirante antihéroe cervantino, como el artífice de un revolucionaria transfiguración de lo real a imagen y semejanza del texto emblemático del Inca Garcilaso. Para ellos y para todos los lectores de esta sección, la lectura posee un valor ético, en el sentido de que representa una forma de vida.
Si la praxis de estos lectores se perfila como una vocación de desciframiento enraizada en la historia, el tráfico del poeta con la palabra es una convivencia íntima, áspera y agónica, una lucha constante con la materia del verbo, que es flecha y blanco al mismo tiempo. Se comprende, entonces, que Elmore entienda la poesía como la paradójica y gozosa aventura de un lenguaje en tensión consigo mismo. Al leer ?Intensidades y alturas?, uno comprueba que los nombres fundamentales de nuestra lírica están presentes, aunque no deja de resultar llamativa la presencia de un ensayo sobre ?La casa de cartón?, y también sorprende la ausencia de otros que comentan textos poéticos de primera línea, como el dedicado a Antonio Cisneros, que forma parte de ?Rostros y máscaras?. Este desplazamiento es revelador del ánimo del libro, que pone entre paréntesis las fronteras entre los géneros y postula una lógica de organización alternativa tanto de sus propios ensayos como de las obras que los estos abordan.
De esta manera, si la poesía postula un vínculo polémico con el cuerpo del lenguaje, una novela vanguardista como la ópera prima de Adán se enzarza en una irónica y festiva polémica con las convenciones narrativas del lenguaje del realismo. Adicionalmente, el ensayo sobre el autor de ?Como higuera en un campo de golf? destaca el temple dramático de su escritura, subraya la voluntad de crear un reparto de presencias o de máscaras teatrales al que, de poemario en poemario, se van sumando voces nuevas. Por cierto, no es éste el único ensayo sobre poesía peruana en el que la clave de lectura es performativa. En el texto sobre ?El mundo en una gota de rocío? de Abelardo Sánchez León, concluye Elmore que el discurso poético logra articular y elaborar la vivencia del dolor a través de la evocación, mediante el conjuro de la palabra, de la presencia del cuerpo ausente. De ahí que la lectura de un texto lírico pueda equipararse a la vivencia del espectáculo teatral, asunto tratado en el ensayo sobre Yuyachkani. Por eso es posible afirmar, al comentar el poemario ?Cinco segundos de horizonte? de Mario Montalbetti que ?el texto es sobre todo un evento? (131). En esta particular aproximación al vínculo que entablan el lector y el texto, cobran especial importancia tanto la presencia opaca del cuerpo en el espacio, como el eco de su duración en el tiempo: y lo dicho es válido, también, para el cuerpo de la palabra.
El tránsito a la siguiente sección, ?Los vasos comunicantes?, invita al lector a valorar esos otros vasos comunicantes que irrigan la estructura del libro. Mientras que en ?Artes de leer? quedaba claro que el comercio asiduo con los signos debía suministrar un antídoto contra todo dogmatismo ideológico, en la pareja de ensayos que ponen en relación ?Os sertões? y ?La guerra del fin del mundo? se dramatiza, precisamente, una intervención desacralizadora de la lectura. En su diálogo con la obra cumbre de da Cunha, la gran novela de Mario Vargas Llosa impugna la rigidez dogmática de ambos discursos en combate, el modernizador y el milenarista, actualizando de este modo la advertencia de Cervantes contra la búsqueda en los textos de verdades inconmovibles. Otro encuentro sería el siguiente: la dupla integrada por los ensayos que analizan las novelas ?Crimen y castigo? y ?El maestro de San Petersburgo? convoca asuntos centrales de la sección ?Rostros y máscaras?. Ciertamente, en la novela de Coetzee, la exploración del erotismo sádico y tanático de los jóvenes terroristas del grupo ?Venganza del pueblo?, entre quienes el premio Nobel sudafricano coloca al hijo de Dostoievski, pasa por una admisión del carácter ritual de sus prácticas sensualistas.
Sin caer en la proyección narcisista, ?La estación de los encuentros? reflexiona sobre su propia forma al reflexionar sobre la forma de otros libros. En el texto sobre Baudelaire y Ribeyro, puede advertirse un guiño autorreflexivo acerca del tipo de experiencia que el libro de Peter Elmore desea proponer a sus lectores. Se trata de una experiencia de lectura que, al igual que en ?Le Spleen de Paris? y en las ?Prosas apátridas?, no es lineal, ni tampoco obedece a categorizaciones previas, puesto que se construye en respuesta a un mapa personal de asuntos y preocupaciones del autor, una red de itinerarios posibles que no rehúye, sino que fomenta la participación activa, creadora y cómplice de quienes la desanudamos y re-anudamos.
Precisión y elegancia son los rasgos que definen la prosa ensayística de Peter Elmore, que se dirige, con este libro, a una comunidad académica especializada, pero también y en primer lugar al público de los lectores de literatura. Una vocación de estilo y una voluntad de forma recorren la totalidad de los ensayos; leídos en conjunto estos dejan percibir, gracias a una multitud de pasadizos y resonancias que, al ser seguidos y escuchadas, comunican las seis secciones que lo integran, la marca de agua de un autor para el cual escribir novelas y comentar los textos de ficción y no-ficción de otros son manifestaciones paralelas de la vida del escritor, una figura que, siguiendo la lección de Borges, se entrelaza con la del lector.
Peter Elmore
La estación de los encuentros
Peisa, 20101