Iván Thays
Scott Turow
Scott Turow publicó en 1987 un best seller titulado Se presume inocente, que fue el comienzo de los célebres ?thrillers legales?, con tanto éxito en librerías como en series de TV. Ahora, casi 25 años después, aparece la secuela de su novela, editada en castellano por Mondadori y titulada Inocente, y Rodrigo Fresán hace la reseña para Radar Libros. Una fórmula literaria que, dice Fresán, tiene antecedentes en El mercader de Venecia de William Shakespeare, Casa desolada de Charles Dickens, Billy Budd de Herman Melville, Resurrección de Leon Tolstoi, El proceso de Franz Kafka, Pasaje a la India de E. M. Forster y Matar a un ruiseñor de Harper Lee.
Dice la reseña:
En defensa del definido por la revista Time como ?Bardo de la Era del Litigio? (aun en sus altísimas horas bajas como Presunto culpable, Héroes corrientes y Punto débil o cuando, como en Las leyes de nuestros padres, el resultado final no colma del todo la ambición de la propuesta) cabe señalar que Turow presenta, siempre, casos cuidados en los que el entretenimiento no está reñido con la calidad de la prosa y la exploración psicológica de personajes. Digámoslo así: Scott Turow es a John Grisham lo que los Beatles son a los Rolling Stones. El primero siempre es profundo, meditado e innovador, y se toma su tiempo; mientras que el segundo no deja de lanzar veredictos dudosos y apresurados y repetitivos.
Aclarado este punto, cabe preguntarse qué llevó a Turow (Chicago, 1949) a cometer una secuela de su éxito más sonado. Está claro que no fueron apuros económicos (no hay libro suyo que no sea best-seller mundial) y que la cosa no pasaba simplemente por el difuso atractivo de ver qué había sucedido con los personajes de entonces. La lectura de Inocente ?que se aborda con cierto inevitable temor a que la revisita no esté a la altura de las circunstancias? enseguida pone en evidencia que Turow no sólo tiene una buena historia para contar sino que, además, la cuenta con una inesperada pero bienvenida vuelta de tuerca.
Casi un cuarto de siglo después, lo que Turow propone es una astuta variación sobre el aria original. Así, el alguna vez ayudante de fiscal y ahora sexagenario juez Rozat K. ?Rusty? Sabich ?aquel tan hitchcockiano inocente con culpa? vuelve a meterse en problemas. Ya saben: el entonces acusado de haber asesinado a su ambiciosa y cortesana amante de entonces es acusado, ahora, de asesinar a su volátil esposa (que entonces fue la verdadera asesina) y regresamos a las cortes de Kindle County y orden en la sala. Y otro experto procedural que ?a diferencia de la locura tecnogeográfica de los demasiados C.S.I. y derivados? investiga la sangre y el sudor y las lágrimas y el ADN de los vivos y no de los muertos. Porque aunque la haya y sea parte importante del asunto, lo que interesa aquí ?como en todo Turow? no es tanto la asimilación de data compleja y muy especializada sobre medicamentos mortales y memoria de computadoras o el devenir de juicios expertamente coreografiados (y, en esta ocasión, de una estructura temporal endiablada pero eficiente), sino ese otro proceso paralelo. El que no tiene lugar en audiencias públicas sino en la implacable e inmisericorde intimidad de dormitorios de casas y habitaciones de hoteles, de salas de estar y de jardines, de fiestas y cenas. Tribunales domésticos todos donde el juicio siempre se pierde y, aun exonerados, nunca se lo recupera del todo; porque no es que la justicia sea ciega, es que nosotros preferimos mirar a otro lado.