Francisco Ferrer Lerín
Se han ido perdiendo las expresiones que el pueblo utilizaba, a menudo como paremias. Ese material, que gente imbuida de condición alquimista ha pretendido convertir en lenguas, o incluso en idiomas, he de reconocer que en algunas ocasiones tiene su gracia. La mesa de póquer del viejo casino, en el que agoté muchas tardes cuando mi llegada a XXX, era una perfecta caja de resonancia, allí oí por ejemplo “vuelta a la dada”, críptico mensaje para quien no frecuentara aquel tapete que quiso ser verde y ahora confraternizaba con variadas gamas pardas y negrovioláceas. “Vuelta a la dada”, o sea “volver a dar las cartas”, era la orden inquebrantable formulada por el más severo de los jugadores cada vez que se equivocaba el que repartía las cartas, fallo que podía llevar a descubrir alguna de ellas que, como todas, debían permanecer ocultas durante el reparto y en toda la jugada, excepto para el destinatario. Se ordenaba entonces recoger las cartas ya distribuidas, juntarlas en el mazo, barajar e iniciar un nuevo reparto.
Ese jugador riguroso que con voz atronadora ordenaba que se repitiera el reparto de cartas, era conocido como El Profesor y nunca supe qué nombre real se escondía tras el lustroso apodo, pero sí sé la historia final del personaje, el más más valioso episodio relacionado con la partida diaria de póquer. El Profesor siempre quiso dar la imagen de jugador estricto, alguien que no consentía una fullería en los demás, ni siquiera un error como el ya citado en el reparto de naipes. El Profesor, por supuesto, carecía de sombras en su trayectoria, era un referente en cuanto a honradez y a él se dirigían siempre las miradas y las consultas verbales cuando había que dirimir la legalidad de cualquier lance. Pero, un día llovió más de la cuenta, un aguacero inmisericorde anegó las calles aledañas al casino y, mira tú por dónde, alguien invisible, resguardado bajo los oscuros y solitarios soportales de la plaza de la catedral, descubrió cómo El Profesor y otro punto habitual de la partida, su socio, con el que era evidente que iba aconchabado, partían los beneficios de la jornada, protegidos de la lluvia y de las miradas, en el interior de un portal cercano. La noticia corrió como la pólvora y El Profesor jamás volvió a pisar el casino; un sobrino nieto gestionó su baja como socio, y fueron mayoría quienes, cómo no, se apuntaron a la prédica generalizada de que desconfiaban desde hacía mucho tiempo de tanta caballerosidad y rectitud.
Quiero decir que lo importante para los que vivimos en el filo de la navaja es pasar desapercibidos, no es buena estrategia destacar, aunque sea concitando aplausos por el desempeño de benéficas acciones, no es bueno, en general, dar la imagen de personas respetables y, mucho menos, vociferar a la mínima contienda pretendiendo aplicar normas y convicciones de las que nos erigimos en instructores o paladines; sospecharán.