Francisco Ferrer Lerín
Llevaba sin verlo (llevábamos sin vernos) más de setenta años. Patrullaban los alguacilillos los cristales de aquella inmensa habitación de la casa familiar barcelonesa de la Avenida José Antonio, aquella habitación que daba a la calle Gerona y también a un solar no edificado en altura; alguacilillos que aparecían con el buen tiempo, no muchos ejemplares, dos, como mucho tres, dado su carácter territorial, a la caza de moscas y otros pequeños insectos voladores atrapados en las cristaleras. Porque el alguacilillo es una especie de araña, también llamada alguacil de moscas, de unos seis milímetros de largo, de patas cortas y vibradores quelíceros, que caza, a la carrera y al salto, sobre superficies lisas preferentemente verticales. Un pequeño artrópodo, compañero de mi infancia en aquellas largas horas de aprendizaje de la vida en la soledad de la vivienda hoy perdida, que ahora regresa a despedirse gracias a unas temperaturas insólitas que, como a las salamanquesas, le permiten colonizar nuevos territorios antes fríos, inapropiados para ellos, pero que han sido los míos durante muchos, quizá demasiados años, y que ahora abandono.