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Vampiresas

Por 3 de julio de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

He estado leyendo la antología El vampiro, editada este año por Siruela, que recoge los mejores cuentos de vampiros del siglo XIX y comienzos del XX, con la participación de autores como Bram Stoker, E.T.A. Hoffman, Charles Baudelaire o incluso Horacio Quiroga. Como todo el mundo, yo esperaba los relatos viriles del Drácula habitual, un elegante caballero y feroz perseguidor de quinceañeras cuyo principal delito no es el homicidio sino la pederastia. Pero para mi sorpresa, he descubierto que la mayoría de protagonistas no son varones. Son chicas. No hay –aparte de Stoker y Polidori- condes morbosos con inclinación por las jovencitas, nada de caballeros de oscuro pasado: casi todos los cuentos, por el contrario, están poblados de mujeres con colmillos puntiagudos. La antología debería llamarse La vampiresa.

Así ocurre, por ejemplo, en No despertéis a los muertos, una historia de Johann Ludwig Tieck, en que un hombre, contra los consejos de un mago y el sentido del común, decide recuperar a su novia muerta, Brunhilda, que regresa de la tumba para beber la sangre de sus hijos y de él mismo. Y en el cuento de Hoffman, Vampirismo, el espectro es Aurelia, condenada por una maldición a consumir la vida del hombre que la ama. Incluso hay clásicos: la Berenice de Poe, la conmovedora Muerta enamorada de Gautier, el cadáver purulento y femenino que describe en uno de sus poemas Baudelaire o la lésbica Carmilla de Sheridan Le Fanu. Todo tías, digamos. En cambio, donde la sobrepoblación masculina es abrumadora es en el bando de las víctimas, pobres señores que sufren el ataque perverso de mujeres que sólo quieren sorberles la existencia.

Quizá por eso, no sorprende que todos los autores de la antología sean varones. Al contrario, el libro puede leerse como una venganza de los escritores contra las mujeres que les procuraron amargas decepciones amorosas. Es significativo, por ejemplo, que ninguna de las vampiresas descritas sea fea o gorda, aunque alguna que otra se desmejora un poquito cuando saca los colmillos. Por el contrario, son todas hermosas, y todas depositarias y aspirantes a la cama de los hombres, los pobres, que sólo cuando ya es demasiado tarde descubren que esas mujeres sólo los quieren por su cuerpo, para ser precisos, por su sistema circulatorio.

Pero quizá esa misma condición nos permite esbozar una teoría más sofisticada: al vivir de la sangre de los demás, la figura del vampiro se alimenta de los productos del corazón. Al atacar sólo de noche, queda asociado al lado oscuro de la existencia. Al negarse a morir, su silueta va materializando la idea del pecado. El vampiro es, en suma, una metáfora de la seducción más pecaminosa, y en un mundo en que la mayoría de los escritores eran hombres, esa seducción sólo puede quedar retratada con naturalidad mediante personajes femeninos.

Me gustaría saber cómo sería una antología de este tipo con autoras en vez de autores. Porque, más allá del género de terror, este libro traza la geografía de los deseos ocultos de los autores del siglo XIX, y dibuja los retratos de las mujeres que los arrastrarían al más dulce y negro pecado. A fin de cuentas, los narradores alimentan sus historias con sus propias emociones, en este caso, recurriendo a esos placeres culpables con que sueñan en sus pesadillas más húmedas.

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