Clara Sánchez
Hay personas que tienen el aspecto de ser más o menos normales, a las que ves charlando afablemente con sus amigos, en el bar o incluso acariciando la mano de su pareja entre plato y plato en el restaurante, y que, sin embargo, cuando salen y se montan en el coche se transforman en otros.
Ya en el mismo momento de abandonar el parking no están dispuestos a que los demás alcancen la salida y se incorporen a la autopista, porque evidentemente ellos han de ser los primeros. La propia marcha del vehículo les anima a poner a tope todos y cada uno de sus músculos. Sobrepasan al de delante sin estar permitido, o se pegan a él, no guardando la distancia de seguridad o propinando un sonoro pitido si los demás no circulan tal como a ellos les apetece. De ahí al accidente y a la muerte sólo hay un paso. Algunas guerras parecen haber comenzado por disputas menos insignificantes.
El coche, de objeto de disfrute o de instrumento de trabajo, se ha convertido para algunos en un arma de guerra, quizá, porque en el fondo abrigan un espíritu bélico. Ahora en algunos lugares han obligado a instalar en el coche un dispositivo que detecta si el conductor ha sobrepasado el nivel de alcoholemia e impide que el vehículo arranque. Debería inventarse otro dispositivo que detectase el nivel cívico del individuo, o si esto es muy refinado que descubriese sus estados de cólera, de agresividad y de ira y que le obligase a quedarse inmovilizado.