Clara Sánchez
Ahora que triunfa la literatura sobre catedrales y su construcción, que más que con piedras y cemento parece que está hecha con sortilegios y secretos ocultos, no tengo más remedio que hablar de la Catedral que se encuentra en Mejorada del Campo, en Madrid. Allí, entre chalets adosados, se eleva una enorme catedral construida con objetos de la calle y materiales sobrantes de otras obras, tales como cristales rotos, baldosas y vigas abandonadas. Con ellos su dueño y único constructor, a lo largo de muchos años, ha ido poniendo una torre aquí, una vidriera allá, una capilla en el otro lado, según se lo iba pidiendo el cuerpo y sin ningún plan determinado porque, como el mundo, el objetivo de esta obra es no ser acabada nunca. Las columnas están empedradas de chapas de cerveza y las cúpulas las cruzan sombríos rayos de luz y alguna paloma.
A veces cuando empiezo a creer en el intelecto humano, en los grandes diseños económicos, en lo que dicen los políticos, cuando incluso empiezo a creer en mí misma, me voy a contemplar esa mole mastodóntica e íntima, humana y fea, que se alza ante nuestra vista de la misma forma que nuestra civilización, llena de artilugios raros y toscos y sin sentido. ¡Y quién sabe! quizá dentro de doscientos años alguien escriba una novela tratando de desvelar qué significado encierran las chapas de cerveza y coca-cola de sus muros.
Aunque, pensándolo bien, ojalá que nuestra civilización estuviese tan bien apuntalada como ese monumento al reciclaje continuo porque en este planeta todo son chapuzas a corto plazo y por eso la huelga de transportistas, que ha comenzado hoy ya ha provocado largas colas en supermercados y gasolineras de gente que cree que se va a quedar sin nada.
Como se dice en la película El odio (Mathieu Kassovitz): "Por ahora todo va bien, por ahora todo va bien, lo peor será la caída". Larga vida a la catedral de Mejorada.