Clara Sánchez
Mi kiosquera aparte de funcionar como psicóloga exprés de sus clientes y de relacionarnos unos con otros según nuestros intereses, socorre pequeñas necesidades, haciendo un servicio público impagable. Que no sabes una dirección, le preguntas a ella. Que necesitas un fontanero, a ella. Que quieres alquilar el piso, se lo dices a ella. Que te urge traducir unas frases del alemán, recurres a ella porque encima domina varios idiomas. Que le pides un número atrasado de no sé qué revista, ella agacha la cabeza, rebusca en las minúsculas dimensiones que la rodean y mágicamente saca un ejemplar en la mano, como si en el fondo se tratara de un espacio contraído en que cabe mucho más de lo que parece, y que por mucho que se queje de los enormes cartones en que van pegadas las revistas junto con bolsos y zapatos de regalo siempre tienen sitio. Porque, francamente, es un fenómeno paranormal que ahí quepa todo eso. Echen un vistazo a la vitrina, que va pegada a la puerta. Revistas del motor, de cine, del más allá, de ganchillo, de muebles, de horóscopos, de belleza y moda, de jardinería, de ciencia, pasatiempos, comics. Amén de los Diálogos de Platón encuadernados en tapa dura por aquí, y una novelita rosa, de esas que se llaman Julia o Jazmín, por allá. Tengo Érase una vez…el cuerpo humano y varias enciclopedias completas a base de ir y venir del kiosco. No hay nada más democrático que este revuelto de gustos. Echando un vistazo a este escaparate único se puede tener una visión bastante completa de la sociedad. Colecciones de bestsellers supergordos y colecciones de muñecas de cerámica, casas en miniatura, dedales. Y de deuvedés, lo que quieras. Cine, ópera, rock. ¿Recuerdan el famoso destape de la transición? Donde de verdad se hizo visible a todo el mundo fue en los kioscos. Fue como si los kioscos con sus puertas abiertas al desnudo integral hubiesen certificado que todo había cambiado, y así ha sido aunque algunos se empeñen en tocar las narices.