Clara Sánchez
Cuanto más escasea el líquido elemento más se pone de moda. ¿Qué me dices de los spas? Ahora la gente sale del trabajo y en lugar de citarse en una cafetería con los amigos como antaño se va a un balneario o a unos baños árabes en pleno Madrid. El lema sería algo así como diviértete hidratándote. Mientras, nos avergüenzan las imágenes de personas que tienen que recorrer kilómetros para recoger un cubo de agua o que se la beben turbia. Estamos regresando lentamente al agua, pero quizá un poco tarde porque hemos perdido el vínculo que unía a los antiguos a los mares y los ríos no sólo de manera utilitaria, sino también sagrada. Estaban representados por dioses, náyades y nereidas. De alguna manera sabían, muchísimo antes de que se comprobara científicamente, que estamos hechos de agua, y por eso alguien podía llegar a llorar tanto que formara un lago. Cosas, (maravillosas por cierto), de la mitología. Ahora el matiz religioso queda restringido a las botellitas de agua milagrosa de Lourdes, por las que hay que pagar como por toda agua embotellada, cada día en envases más de diseño. Antes, los imponentes señores del agua no cobraban. Eran el viejo Nereo o Poseidón con su tridente o Tritón con su gran caracola. Leo mientras escribo estas líneas que hay intentos de devolverle al agua su misterio de un modo que tal vez nos parezca algo extravagante. Es el caso del japonés Masaru Emoto, que se ha dedicado a cristalizarla y fotografiarla tras someterla al estímulo de la música o de palabras afectuosas, en cuyo caso surgen cristales espléndidos. En el caso contrario, cuando se la rodea de negatividad ni siquiera cristaliza. Después de esto no tengo más remedio que levantarme a beberme un vaso de este extraño líquido que, como nos enseñaban en la escuela, carece de sabor, color y olor, pero antes de llevármelo a los labios lo contemplo con el mejor de mis pensamientos.