Clara Sánchez
Tal vez nunca, ni cuando de pequeños nos disfrazábamos de médicos y enfermeras, se haya explotado tanto la estética hospitalaria. Radiografías colgadas de la pared, camillas, guantes a mansalva, gomas, goteros, mascarillas, batas blancas y verdes. A mí, personalmente, en los hospitales de verdad, todo eso hace que me tiemblen las piernas y, de tener que ingresar en alguna clínica, preferiría hacerlo en La montaña mágica (sí, me gusta mucho esta novela), de Thomas Mann. Yo misma escribí una en 1996, Desde el mirador, centrada en los tres meses que mi madre estuvo ingresada en un hospital y que también supuso para mí el ingreso en el otro lado de la vida que hasta ese momento me había sido indiferente. Aprendí mucho durante aquellos largos días sobre mi madre, la gente, el dolor y sobre mí misma.
Así que agradezco profundamente que haya gente (como el Dr. Montes del Hospital Severo Ochoa y su equipo) entregada a prepararse para atendernos cuando llegamos a ese mundo aparte, que es el más real que existe, puede que el único real.
Termino con unas palabras de La montaña mágica:
"Pero Joachim ya no podía contestar más que con dificultad y de una manera indistinta. Había sacado un pequeño termómetro de un estuche de cuero rojo, forrado de terciopelo, que se hallaba sobre su mesa y había introducido en la boca la extremidad inferior llena de mercurio. Lo mantenía a la izquierda, bajo la lengua, de tal manera que el instrumento le salía oblicuamente.
Luego se cambió de traje y zapatos, se puso una blusa parecida a una litevka de uniforme; cogió de la mesa una fórmula impresa y un lápiz, una gramática rusa -estudiaba el ruso porque, según decía, esperaba que en el servicio esto le proporcionaría algunas ventajas- y equipado de este modo salió al balcón, se tendió sobre la chaise longue y cubrió sus pies con una manta de pelo de camello".