Clara Sánchez
El verano está hecho para la playa, la siesta, el ruido de abejas entre las flores, el olor salvaje de los pinos, el calor que te lleva lejos aunque no te muevas del sitio, la lectura en la hamaca. El verano siempre recuerda la niñez cuando se terminaba el colegio y el mundo se volvía vago y silencioso y los adultos se olvidaban de ti. El verano tendría que ser ese momento de tregua en que casi no pasa nada, como mucho alguna insolación, algún enamoramiento. En verano nuestra única preocupación tendría que ser que la cerveza no esté suficientemente helada. Pero no, en los largos días de sol y las calurosas noches estrelladas la tragedia se repite y no podemos apartar de nuestra conciencia el terrible drama de los cayucos, de esa pobre gente que estos días ha muerto en el mar tratando de llegar a nuestras costas. Demasiados muertos, demasiados niños.
Nuestras playas son la puerta a una vida soñada. Y en este caso los sueños cuestan demasiado caros: los ahorros de toda una vida, los préstamos para emprender un viaje loco en que la vida no vale nada. El problema de fondo está en manos de esos poderosos del G-8 a quienes pagamos para que solucionen las cosas. Mientras tanto, se podría hacer un esfuerzo por controlar a las mafias que se aprovechan de la miseria y la esperanza. Ya sabemos que nada es fácil, pero más difícil es para algunos vivir.