Clara Sánchez
Qué tormento sentirse convertido en un burro o en un enorme insecto sin llegar a perder la conciencia de sí mismo. Una pesadilla que no surge de la nada sino de otro miedo más profundo y antiguo a lo desconocido, a lo imprevisible, a perder el control, o sea, a que mi memoria se olvide de quién soy, que es el precio que Jekyll ha de pagar por ser Hyde. O, lo que es lo mismo: joven, vigoroso, impulsivo, sin prejuicios ni educación, una fuerza caprichosa de la naturaleza en busca de la satisfacción urgente de cualquier deseo por retorcido que sea.
Jekyll quiere ser Hyde. Y este Hyde ignora a Jekyll. Digamos que Hyde es ese castigo que llega -en palabras del amigo del doctor Mr. Utterson- "cuando la memoria ha olvidado ya". Y el narrador confirma que "Jekyll tenía el interés de un padre; Hyde poseía la indiferencia de un hijo". Pobre Hyde, esa sombra escurridiza, que la vergüenza de Jekyll condena a ser deforme y repulsivo. Producto del lado oscuro de la conciencia del doctor, del sentimiento de culpa, de la clandestinidad, del secreto que no puede ser compartido con nadie. ¿Quién no tiene algo en su conciencia que es incapaz de contarle a los demás, que le produce vértigo poner en palabras? He aquí el tercer miedo que nos ofrece esta historia.