Clara Sánchez
Con buen criterio a medias, se han empezado a colocar desfibriladores en centros comerciales y lugares donde se reúne un gran número de personas. También han empezado a verse en muchos restaurantes porque (y esto es algo que nunca me había atrevido a pensar abiertamente) el restaurante es un lugar de riesgo. En el restaurante se come en abundancia, más de lo normal; la comida se riega con vino y después viene el cigarrito y la copa, a lo que hay que añadir que se habla más de la cuenta y alto por la excitación de lo comido y lo bebido y lo fumado. En conclusión, el restaurante es uno de los lugares más propicios para sufrir un infarto, y el aparato en cuestión nos lo recordará siempre al entrar.
Decía al empezar que esta medida es una buena idea porque por lo visto los diez primeros minutos de un infarto son decisivos para la supervivencia de la persona. Y el hecho de que el desfibrilador nos lo podamos aplicar unos a otros supone una gran economía de tiempo. Pero en el fondo no es tan buena idea porque si yo voy andando por un pasillo y alguien sufre un infarto y tengo que desfibrilarle me voy a hacer un lío porque no he visto un aparato de esos en mi vida, con los nervios no voy a entender bien las instrucciones y, si no logro salvarle, siempre cargaré con la duda de no haber sabido usar el aparato.
Lo que de verdad echo de menos es que en la televisión pública, inmediatamente antes o después de los telediarios, en prime time, se enseñen durante unos minutos a la ciudadanía primeros auxilios, entre ellos saber usar ese desfibrilador que de ahora en adelante nos vamos a encontrar en cualquier parte. Estoy segura de que encima tendría una audiencia bestial.