Clara Sánchez
Los manuales también recogerán el caso de los disidentes del coche, dicho de una manera. O bien de los parásitos de los coches de los demás, dicho de otra, porque vivimos atrapados en este invento sin salida posible. A estas gentes, entre las que me encuentro, el coche no les ha llegado a calar. Su estética les deja fríos, no distinguen las marcas ni los modelos, les falta la sensibilidad del futurista Marinetti, que decía que un coche de carreras tenía más belleza que la Victoria de Samotracia. Puede que el respeto que nos produce no nos deje valorarlo en todo su esplendor. Y nos aparte, nos excluya de algo común y corriente, lo que puede acarrear secuelas sicológicas.
Pongo mi caso. Pertenezco al pequeño club de los que nos sacamos el carné de conducir a los veinte años y hemos cogido el coche cuatro o cinco veces en toda nuestra vida, lo que no quiere decir que no me deje llevar por los coches de los demás. Sólo no me fío de mí. Desde entonces tengo una pesadilla recurrente. Voy conduciendo como puedo sin respetar direcciones prohibidas, ni cedas el paso y sin conocer bien el callejero, entonces me ocurre que no encuentro con el pie el freno ni el embrague y he de agacharme a mirar mientras conduzco, lo que me crea bastante angustia y me prometo no volver a coger el coche nunca más en mi vida.