Basilio Baltasar
Acostumbrado a desconfiar de los discursos elaborados para darme satisfacción, he sentido siempre una natural inclinación por la crítica que los deja al desnudo.
Creo que ha sido esta sana costumbre la que me ha salvado de padecer la más común de las dolencias intelectuales de nuestro tiempo: la credulidad. Esa tendencia emocional a dar por bueno lo que se oye. Ya sea para elogiarlo o denostarlo.
Sin embargo, me veo obligado a reconocer mi reciente desconcierto. He leído las declaraciones de Barack Obama en la edición española de la revista Esquire y me pregunto con asombro de dónde procede la similitud entre su discurso y el de Zapatero.
Las figuras retóricas de nuestro presidente, que tanto me irritan por su aspecto de sermón moral, las maneja el candidato Obama con la misma desenvoltura, fuerza y convicción.
"Aprendí de mi madre el disgusto por la crueldad, la falta de consideración y el abuso de poder", "a nadie le gusta vivir con miedo", "quiero acabar con la guerra de Irak y cerrar Guantánamo", "los caminos del corazón son tan variados y mi vida tan imperfecta que no me siento cualificado para ser el arbitro moral de nadie", "hay que hablar con el enemigo directamente"…
Los motivos personales de Obama coinciden exactamente con las razones que hacen deseable su victoria como nuevo presidente de los USA.
Pero sigue vigente el origen de la sospecha que nos hace ser tan injustamente agrios con estos oradores: ¿puede una bondad programática corregir los vicios y abusos del poder?
Lo que uno se teme, cuando rechaza la benéfica invitación a la sinceridad colectiva no es la farragosa ínfula religiosa que agita sobre nuestras cabezas, sino que la convocatoria de los buenos sentimientos, en lugar de organizar la regeneración social, sólo haga más llevadera la hipnosis institucional y disfrace de nuevo la descarnada realidad de la corrupción.