Basilio Baltasar
Al lector avispado no le habrá pasado por alto el artículo que ayer firmaban en El País un teólogo y un filósofo. La reflexión, que lleva por título ¿Dios en Barajas?, enumera algunos interrogantes sobre los beneficios o maleficios del progreso técnico y se pregunta si la confianza en la tecnología podrá resolver el riesgo de vivir junto al insondable abismo de la nada. Los dos autores evocan la consternación padecida cuando la muerte súbita y brutal nos recuerda la ausencia de una respuesta convincente al enigma de la vida. Y a cuento de los dolores televisados después del accidente aéreo, los autores subrayan la perplejidad que imponen las grandes catástrofes y cuánto nos consolaba, en otro tiempo, la creencia en la vida eterna.
En realidad, las obviedades elaboradas en el artículo no excitarían ninguna polémica en este incipiente otoño si no fuera por la extraña tentación en la que ambos autores -el teólogo y el filósofo- han decidido caer. Su paseo matutino por las fronteras de la metafísica nos les impide formular un voraz diagnóstico de los males de nuestro tiempo:
"(Tanto) el creyente como el increyente (sic) debemos recordar que todas las promesas espléndidas que los ilustrados del siglo XVIII vincularon al progreso, han generado hoy el fatalismo pasota de nuestra posmodernidad, al no haberse cumplido".
Como si no tuviéramos bastante con los sustos que nos da la vida. Que la teología autorice semejante ejercicio de sociología urgente ya es motivo de espanto pero que para los autores del artículo los culpables de nuestra desdicha contemporánea vuelvan a ser Diderot, D’Alembert y Voltaire nos da una idea del acecho al que seguimos sometidos.
En realidad, son preferibles las acusaciones que los militantes católicos ultramontanos lanzaban contra los ilustrados. Al menos, el tacharlos de emanaciones del diablo nos eximía de entrar al trapo de una discusión estúpida. Los herederos de aquél fervor apostólico y romano, sin embargo, modernizando la apariencia de su discurso y apropiándose de algunos superficiales fragmentos de la crítica a la Razón Ilustrada, mantienen vigente el empeño de su vieja obsesión: cargar de nuevo las tintas -¡y menos mal que sólo son las tintas!- contra los ilustrados que fracturaron siglos de dominio eclesiástico en Europa.
¿Puede mantenerse tan vigoroso un juramento vengativo? ¿Puede la jerarquía teológica sostener su vieja inquina? ¿Estamos envueltos todavía en aquél combate? Esto es lo que nos parece cuando leemos un artículo que después de denostar a los ilustrados como origen de nuestra decadente tristeza se dedica, sin empacho, a reclamar "el progreso humano y la educación total".
No nos cuesta ningún esfuerzo identificar los gestos propagandísticos a los que nos acostumbraron los discípulos de Menéndez Pelayo pero ¡cuánto cansa comprobar el denuedo de su empeño!