Basilio Baltasar
Cuando llega mi turno, y estamos entre colegas informados, digo:
""Nada puede complacer más a un lector: ver a su autor favorito transformado por esa fuerza que lo hace siempre distinto, jamás idéntico."
Debería saber si esa fuerza es una "fuerza ciega". Pero me detengo a considerar si realmente es eso lo que espera un lector de su autor favorito. Quizá existan lectores, pienso, reacios a tolerar esa fuerza de transformación y celebren sumamente complacidos la consagración de la identidad.
El encuentro con un yo ficticio consuela al "ego" que huye del tiempo real.
Quiero hablar de una fuerza ciega, la potencia del tiempo, recordando que aniquila lo que no transforma, pero el mito de nuestro tiempo es la voluntad y no hay otro modo de contar la vida que vivimos.
De Mario Vargas Llosa pueden decirse muchas cosas, como en efecto se dirán en esta jornada en Santillana del Mar, pero quiero subrayar una muy singular: su liberté d’esprit.
La enarbola como literato, como crítico, como político. Y eso lo ha hecho especialmente sensible a los cambios de nuestra época. Los percibe incluso antes de que adopten formas visibles, evidentes.
En 1971 publicó su conocido ensayo sobre la obra de Gabriel García Máquez, Historia de un deicidio. En 1990, casi veinte años después, publicó una selecta antología de breves críticas literarias, La verdad de las mentiras, en dónde describe el artefacto narrativo de la ficción como el arte de mentir. El arte de mentir con propiedad, podría decirse para omitir la responsabilidad moral del simple embustero.
La cuestión es: ¿qué ocurrió en esas dos décadas para que nuestra cultura se vea impelida a corregir la vanidosa pretensión de sus escritores? Renunciar al deicidio, a sustituir al dios creador, y conformarse a ser un orfebre de ficciones. ¿A esto nos empuja el paso del tiempo?
¿Qué vergonzantes renuncias culturales, desistimientos, agotamientos, incluso genuflexiones, han convertido al creador de mundos en un inventor de mundos?