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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Los ricos también ríen

A los ricos de verdad siempre les ha gustado pasear un perfil discreto. Mostrar su querencia por los gustos sencillos, aunque debajo del abrigo escondan un forro de visón. Son esos personajes que la ficción se ha ocupado de reflejar cómo pueden permitirse disfrazarse un día con harapos para sentir la adrenalina que les produce un aparente extravío, y también para poner a prueba al prójimo. Nada tienen que ver con los millonarios ostentosos, los que antes que ser necesitan parecer, y que creen que el estatus hay que demostrarlo con distintivos que vistan su identidad borrosa y produzcan una admiración, obscena, pero admiración al fin y al cabo. De la misma forma que ser espléndido no es lo mismo que ser generoso, tener una gran fortuna no siempre equivale a tener buen gusto, ni a convertir la exquisitez en dogma de vida. Ahí está Carlos Slim, el hombre más rico del mundo, según la lista anual que Forbes acaba de publicar, que vive en un adosado con las paredes desconchadas y las marcas de las obras de arte que ha cedido a los museos, según cuentan quienes han estado en su casa. Y que sirve a sus invitados bizcochos de sus restaurantes Sanborns con plásticos en lugar de plata. Poco se puede añadir de la anónima normalidad ya casi legendaria de Amancio Ortega, el tercer millonario del top ten de fortunas actuales, con su eterna camisa Oxford y sus zapatos Castellanos, cuya mayor excentricidad conocida es la de reventar el motor de su Porsche. También figura el austero Li Ka-Shing, presidente del Holding Cheung Kong, conocido por los suyos como Superman por haber construido su emporio con sudor y sin bachillerato. Y por lucir un rudimentario reloj Seiko del cual nunca se separa. Algunos incluso se permiten ser románticos, como Warren Buffett, el oráculo de Obama, que pasó días sin comer por amor a su ex mujer. Cierto es que los filántropos concienciados como Bill Gates viven en casas que aprovechan la temperatura de la tierra, aunque haga frío. Gestos austeros que Gates combina con caprichos como exponer el Codex Leicester, un cuaderno de Leonardo Da Vinci, en su mansión. “Los negocios son mi forma de hacer arte”, manifestó Donald Trump. Puede que tuviera razón, porque de esta lista de especies protegidas lo reseñable no son las excentricidades de hastiados hombres de costumbres caras, sino el hecho de que, mientras los pobres son cada vez más pobres, las máximas fortunas del mundo han crecido 800 billones de dólares en el último año. En plena debacle de la clase media, los mercados de valores están de nuevo en auge, y el estatus de millonario alcanza techos tan inalcanzables que ni una mala camisa ni unos zapatos polvorientos pueden disimular. (La Vanguardia)

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13 de marzo de 2013
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El síndrome del impostor

Se trata de una sensación semiclandestina, entre sincera e incómoda, humilde y descarada, que tanto puede resultar agitadora como paralizante. Me refiero al síndrome del impostor. A ese miedo de ser un fraude andante, una mentira, un falsario. A no sólo parecer, sino también ser incompetentes o fraudulentos en alguna de nuestras actividades. A sentir que nos excede la responsabilidad, aunque debamos disimularlo. A examinarnos y criticarnos hasta el extremo de fustigarnos y ejercer un autorreproche que acaba por amargarnos las horas. Me ha ocurrido en varias ocasiones, cuando alguien ha aprobado alguna de mis ideas o actos ante los que yo misma dudaba de mi competencia, he acabado por confesar mi sentimiento de impostura y de desacuerdo conmigo misma, como si el cinturón me apretara hasta el punto de asfixiar mi seguridad. Curiosamente, del otro lado no sólo me ha llegado comprensión, sino también identificación. Escuchar “a mí me ocurre lo mismo”, no de cualquiera, sino de gente a la que admiro y respeto, de quienes considero los mejores en lo suyo, me ha resultado sorprendente y reconfortante. Por ello, pienso que no es marginal el porcentaje de individuos que a menudo damos un paso aunque nos cuestionemos. Acabo de leer a Julian Baggini en el Financial Times, y asegura que él también ha sido presa de este sentimiento: “Como muchos, sufro de una leve forma de síndrome del impostor: la sensación persistente o recurrente de que algún día seré expuesto como un fraude incompetente. Digo ‘sufrir’, pero en realidad creo que cierto tipo de temor a la impostura es completamente sano y apropiado”. La teoría de Baggini es balsámica, porque amparándose en el principio aristotélico de que gracias a la habituación acabas consiguiendo tu propósito, sostiene que esta clase de inseguridad es más positiva que, al contrario, partir de la sobrevaloración de uno mismo. En definitiva, quien actúa como un valiente lo acaba siendo. Cierto es que para alcanzar un reto se requiere una dosis de talento, otra de dedicación, una porción de suerte y otra de descaro. Y es este último el que produce palpitaciones y mal acomodo en la costumbre. De ahí la sensación de impostura. Hoy escuchamos repetidamente las palabras “oportunidad”, “transformación”, “desafío”… Pero ahí siguen los mismos de siempre, los que sin ninguna voluntad de disrupción -nueva palabra de moda-, lejos de plantearse abandonar su zona de confort hacen todo lo contrario: taponan el relevo y la regeneración. No les sudan las manos ni vacilan al tomar decisiones veleidosas o personalísimas, que sostienen con aparente firmeza. Me refiero a esa gente segura y con enorme poder de convicción que nos pilota en política, finanzas o empresas con rumbos inamovibles y que se resiste a permanecer, acaso porque nunca han sufrido el síndrome del impostor. (La Vanguardia)

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11 de marzo de 2013
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Nada que ocultar

Nunca me he creído del todo a quienes aseguran no tener nada que esconder. Porque, desde la verruga en el ombligo hasta los calcetines agujereados, un cenicero de hotel o un deseo inapropiado, casi todo el mundo posee alguna veladura. En el Reino Unido de Cameron se instalaron millones de cámaras de vigilancia en las calles para garantizar la seguridad y la buena convivencia. La campaña se presentó con el eslogan: “Si no tienes nada que esconder, no tienes nada que temer”, una frase que, a pesar de su higiénica garantía, a muchos -los más sinceros- les produjo un efecto intimidatorio. Alexánder Solzhenitsin afirmaba que todo el mundo es culpable de algo o tiene algo que ocultar. “Solo hay que mirar lo suficientemente a fondo para encontrarlo”. Y así es, siempre habrá alguien dispuesto a demostrar que copiamos en un examen, robamos un libro, fumamos en el lavabo de discapacitados o pagamos al fontanero olvidando el IVA. Porque todos somos sospechosos en mayor o menor medida. Y todos hemos sacrificado una buena porción de nuestra privacidad voluntariamente. En nuestra diaria autoafirmación manejamos con profusión el yo conscientes de que siempre habrá algo, un pensamiento, una emoción, que sólo permanecerá para nosotros. Por ello me produce tanta desconfianza ese “nada que ocultar” por parte del ciudadano de a pie, para quien la posesión de un secreto significa la afirmación de su propia existencia, mientras un desfile de corrupciones, dobles contabilidades o redes de espionaje sacude la escena política. Porque invadir la esfera privada de forma tan peliculera como la trama entre partidos y detectives, que consideraba a los adversarios políticos (en una democracia, por muy debilitada que se encuentre) como parte de un juego sucio sin principios que valgan, supera las expectativas. El escándalo del espionaje en la política catalana demuestra que hoy vale todo, incluso traspasar los límites de la privacidad y del pudor, a fin de arañar un secreto que podría ser utilizado como estrategia de derribo. “Estas flores no esconden micrófonos”, leo en una tarjeta sobre de la mesa del chiringuito Kauai, de Óscar Manresa, siempre original para poner letras a los cubiertos. Se agradece el aviso, porque en verdad estas maniobras insidiosas sitúan la política al borde del delirio ficción, como si antes de sentarse a comer hubiera que activar inhibidores, detectores y transformadores de voz para conversar con tranquilidad sobre sexo y bótox. Pero ¿es que alguien cree que aún se pueden guardar secretos, cuando nunca habían estado tan devaluados? Loco mundo el que nos vigila y espía, y que prefiere la opacidad a la transparencia. (La Vanguardia)

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6 de marzo de 2013
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Corinnas

Suelen tener los ojos claros, los labios carnosos, las manos de pianista y saben reírse mirando a cámara sin entrecerrar los ojos como hacemos la mayoría de mortales. Hay que decir también a su favor que hablan varios idiomas y resultan excelentes anfitrionas, de esas que mientras te besan saludan al de enfrente, dan órdenes al camarero y cogen de la mano a uno que pasaba por allí para presentártelo. Y como los dependientes de las tiendas de lujo, logran hacer sentir especial a cada uno de sus invitados. A lo largo de la historia, esas mujeres de mundo han representado un eslabón con el poder. Su registro ha ido variando a lo largo de la historia de la vida en sociedad. Desde las salonnières del XVIII -de las que Voltaire decía que, en el ocaso de su belleza, necesitaban hacer brillar el aura de su ingenio- hasta las musas pop que acababan paseándose desnudas por los lofts neoyorquinos sin identificar su desgracia de muñecas rotas. No todas caben en el mismo saco, por supuesto. Hoy, el principal patrimonio de las modernas cortesanas es una agenda abultada y el pedigrí de un titulo heredado, de esos que alargan el apellido y las convierte en delicatessen para las relaciones públicas. Hubo un tiempo en el que las firmas más exclusivas se rodearon de apellidos tan nobles como los suyos, a fin de introducirse en nuestro país. Allí estaba la extrovertida Elena de Borbón, Wanda de Ligne y la tan francesa Melinda d’Eliassy con sus golpes de cabeza hacia atrás que marcaban la elegancia. O la perspicaz e imbatible Beatriz de Orleans para Dior. Pero mientras eso ocurría en la moda cuando esta aún no se había convertido en un gigante económico, entre los brókers de cuello almidonado emergía una nueva estirpe de hacedoras. Mujeres que organizaban cenas privadas con supervips levantando volutas de encanto. Y que enseguida se profesionalizaron, sin complejo de chicas Bond, buscando inversores y favores, cruzando teléfonos y recomendaciones, constructoras y consulting research. En las entrevistas concedidas por Corinna zu Sayn-Wittgenstein a diversos medios hay una frase rotunda: “En mi trabajo soy una experta en encontrar soluciones”. Dice que el Rey le pidió un trabajo para su yerno. Y lo hizo experta como es en encontrar soluciones. Para desmarcarse del caso Nóos, la que ha sido señalada como “amiga íntima” del Rey ha iniciado una campaña de prensa de cuidada fotografía, fiel al signo de los tiempos: cuando te señalan, no hay que esconderse sino utilizarlo como promoción, incluso si eres la favorita. El caso me hace pensar en cuántas Corinnas hay en el mundo -mujeres solventes que igual organizan cacerías en África que se ocupan de asuntos clasificados de interés nacional-: viven a caballo entre continentes, tienen contactos sensibles en el móvil y posan sonrientes encima de un sofá. Pero, sobre todo, inducen a reflexionar hasta qué extremo nuestro mundo las necesita. (La Vanguardia)

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4 de marzo de 2013
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El desorden del futuro

Parece que todos estamos de acuerdo: se han cargado la idea de futuro. ¿Quién? ¿El sistema, la burbuja financiera, la corrupción y sus sobres, el apoltronamiento, los malos profetas? El sujeto es tan plural que nadie puede eximirse, en mayor o menor medida, de este funeral. La calle se inunda de protestas mientras los pactos de gobernabilidad se desdibujan entre las dosis tóxicas de noticias diarias, desde la opereta italiana hasta el cutre espionaje de restaurant. Es tiempo para filósofos. De Ratzinger y su profunda decisión tomada en nombre de la verdad y los roles que la representan, a John Gray, aquel que sostenía en Perros de paja que “la vida espiritual no es una búsqueda de sentido, sino una liberación de él”, y que ahora, en su nuevo libro, The silence of animals: on progress and other modern myths, concluye que no habrá un futuro mejor. También están quienes buscan un cielo despejado. Como Marc Augé, que en Futuro asegura que la gravedad del momento radica en que vivimos el fin de la historia tal como la habíamos entendido hasta ahora, y que el pensamiento único sólo puede combatirse desde el “existencialismo político”. Padecemos la locura de unos tiempos insidiosos que se han revestido de amoralidad y de amusia (ausencia de musas), un término que Javier Gomà recupera en su último ensayo, Necesario pero imposible, en el cual explora el cara a cara con la muerte bien señalada en los pies de foto. El propósito de Gomà es el de convertir la nostalgia en esperanza. No en vano, cada mañana parece intacta bajo las sábanas, y con la primera caricia de sol es difícil no creer en que casi todo es posible, hasta que las horas se arrugan. Ojalá nuestra época tan sólo estuviera arrugada. La fe en el progreso, la reconfortante sensación del trabajo bien hecho o la convicción de actuar con nobleza y ganar por ser el mejor se han debilitado ante un espectáculo tan poco ejemplar. La primera reacción es el derrotismo, la segunda la rebeldía. Un espíritu luchador emerge como satélite de la realidad, aunque parece desplomarse a mitad del camino. Por eso resulta tan contemporánea esa santa Teresa que interpreta con todos los poros la actriz Clara Sanchis -compañera de runrún en este periódico- en La lengua a pedazos. La que dijo “entre pucheros habla Dios” o “la imaginación es la loca de la casa”. La que ella encarna ahora en el escenario del Fernán Gómez bajo dirección de Juan Mayorga, y que, cuando el inquisidor le escupe: “A menudo se llama espíritu a lo que es desorden”, ella le responde: “O al revés”. Sustituyamos espíritu por futuro: a menudo se llama futuro a lo que es desorden. O al revés. (La Vanguardia)

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27 de febrero de 2013
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La peluquería del mundo

El mundo es una gran peluquería. Bien podríamos recorrerlo de norte a sur, a través de estos establecimientos, con el fin de husmear su capilaridad social. Desde las paredes desconchadas de color pastel donde revolotean inmensos rulos caribeños, hasta los locales bulliciosos en Chicago o Nairobi en que se practican laboriosos desrizados o los templos minimalistas de Avenue Montaigne, las mujeres se observan a sí mismas en un ritual inexcusable que alberga el deseo de ser percibida. Lo cuenta bien Nancy Houston en su último libro, Reflejos en el ojo de un hombre, al confesar que ha necesitado mucho tiempo para admitir que las mujeres alimentan el deseo de ser miradas. En las peluquerías se respira intimidad, de la misma forma que la laca te hace estornudar. Un lugar donde se escenifica el sentimiento de desdoblamiento femenino: el sentirse a la vez observadora y observada. No es casual que en muchos países del Sudeste Asiático, con una silla y un espejo, se improvise una barbería en la calle, mientras que en su versión femenina debe de tener, como mínimo, tres paredes. Tampoco lo es que desde el estado de opinión se haya popularizado un calificativo que vale para todo, aunque básicamente para subrayar lo superficial: revistas “de peluquería”, conversaciones “de peluquería”… La relación entre pelo y libertad ha sido glosada desde antiguo. Por ello, ante la globalización de la política sexual, en muchos países, género y sexo se han convertido en principales indicadores sociales del estado en nombre del honor. La ola de violaciones que en pleno siglo XXI recorre el globo, de México a India, del Sudeste Asiático al mundo árabe o América Central, significa ante todo un arma cargada de honor contra el enemigo. Se toma a la fuerza el cuerpo de las mujeres, en una vejación extraordinariamente perversa de la individualidad, para dañar al adversario. Y ciertamente se yuxtaponen dos realidades: la de la conquista y afirmación de la identidad propia de una civilización moderna, y los vestigios aún inquebrantables de una sociedad patriarcal que, entre otras cosas, atribuye al pelo de las mujeres una descomunal simbología, y es capaz de legislar un yo sin cuerpo. No me refiero sólo a ese velo que muchas mujeres islámicas aseguran llevar libremente porque les procura integridad, seguridad y protección. Ni, en el otro extremo, a la avalancha de queratinas, alisados y tintes vegetales. En Occidente, el pelo lleva asociados otros significados, ni punitivos ni escandalosos, sino propios del dilema interno entre la búsqueda y la autorrepresentación, pero que a veces resultan una auténtica colección de desencuentros con uno mismo. Por eso, para conocer bien un país es recomendable pisar una de sus peluquerías donde se oye el rumor de fondo de la sociedad panza arriba, pero también donde mujeres, y hombres, van a lavar, a cortar y a peinar su yo. (La Vanguardia)

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25 de febrero de 2013
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Artistas y parásitos

Los artistas y sus protestas. En el escenario de los premios Goya, los que no son ni de la ceja ni del bigote afilaron sus discursos contra la eficiente injusticia que se desploma sobre los lomos de la penuria. Unos los aplauden mientras otros critican que una gala televisada y pagada con dinero público se entretenga con la mierda de las cañerías. Maribel Verdú denunciando un sistema quebrado que ha acabado con las casas, las ilusiones, el futuro e incluso la vida. O Candela Peña, revelando con dramática plasticidad la muerte de su padre en precario… Como rumor de fondo, el sablazo del IVA, que desertiza las pocas salas de cine que quedan y enrarece la oferta y la demanda teatral, los conciertos, el arte… Qué ingenuas esas pretensiones morales de que la reivindicación política no debería blandir espadas desde las tribunas de la cultura, como si esta debiera contentarse con dar saltitos de bufón justo cuando tantas zarzas dificultan su propia supervivencia. Como la piratería. Como los parásitos. Así se titula el último libro de Robert Levine, premio Ibercrea: Parásitos. Cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la cultura. Porque las primeras reivindicaciones en los Goya se centraron en su gravamen fiscal como artículo de lujo. Pero las segundas, las que pronunció bien alto González-Macho, poseen incluso mayor calado: el de impedir que la creación artística de uno pueda ser pirateada en nombre de la libertad de todos. En la última edición de Arco (con 250 benditos galeristas extranjeros) la panorámica estética protesta calmadamente. La experiencia humana, de nuevo el yo hipermoderno, cristaliza más que nunca en las paredes de la feria. Escribe Berger en su Fama y soledad de Picasso -reeditado ahora por Alfaguara y que hace veinte años espantó a los ingleses- que toda pintura establece un “diálogo entre la presencia y la ausencia”. Ahí está el “no hay tiempo” de Pello Irazu, o el “ya basta hijos de puta” y cuatro piedras con agujeros de bala, de Teresa Margolles o el activismo rural de Campadentro. No quedan demasiados rastros de la idealización del pasado. “El arte es reflejo de los tiempos, claro, pero los artistas no son cronistas ni periodistas; cuentan con su propia experiencia. A través de la obra de artistas turcos, por ejemplo, entiendes la singularidad de ser o no ser árabe, o de la de Ai Weiwei alcanzas un nuevo matiz de más de la censura en China”, me cuenta su director, Carlos Urroz. Sin duda es un triunfo, en las antípodas de los piratas y los parásitos: artistas que, más allá de la proclama, crean sus propios proyectos, que a la vez alimentan su obra convirtiendo el arte no sólo en fin, sino también en medio para mejorar el mundo. (La Vanguardia)

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20 de febrero de 2013
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La gran pesadilla infantil

  Puede que al expropiar la palabra locura del lenguaje políticamente correcto, y sustituirla por enfermedad mental, se haya disipado parte del tabú que durante tanto tiempo ha acompañado esta afección. Actualmente, los etiquetados y tratados como locos son aquellos que cometen tropelías: audaces criminales, kamikazes y algún conquistador de un récord Guinness. En cambio, la palabra locura se utiliza como superlativo en la moda, la música o los deportes, a fin de expresar un estado de euforia que estimula y embebe los sentidos. Tanto se ha ahondado en el estudio del cerebro como en el desesperado intento de acortar muros de incomprensión hacia los desajustes de la mente. Pero incluso cuando los antidepresivos de última generación circulan con fluidez, la confianza en los psiquiatras sigue siendo residual. Los hay que prefieren buscar más allá del fármaco y la psicoterapia cruzando mares metafísicos o esotéricos. Nunca se habían exaltado tanto los beneficios psicológicos del ejercicio como garantes del equilibrio como hoy, cuando la fragmentación de valores e identidades golpea sordamente nuestra calma. Pero, si el tratamiento de los trastornos mentales sufre aún el reparo social, con una aproximación temblorosa y cargada de prejuicios, ¿qué ocurre con los de los más pequeños e indefensos en una sociedad que se autoengaña pensando que la locura sólo es un problema de adultos? ¿Por qué en España la psiquiatría infantil no tiene categoría de subespecialidad médica? ¿Por qué ese atraso comparativo con el resto de la UE? Las cifras avalan la trascendencia del asunto: un 20% de los menores sufre algún trastorno mental, y está comprobado que en un 70% estas enfermedades se pueden diagnosticar en la infancia o la adolescencia. No siempre es así. Según la Academia de Pediatría de EE.UU., se ha registrado un dramático aumento de niños con bipolaridad. En Gran Bretaña, el Mirror contaba con su tinta amarilla cómo una niña -que sufría esquizofrenia sin haber sido diagnosticada- confesaba que las ratas le habían pedido que matara a su hermano. Al intuirse un cortocircuito en la mente del niño, la travesía es solitaria y confusa desde el momento en que salta la alarma hasta que se inicia el tratamiento. Existen muchas historias silenciadas de superación familiar, de lucha y también de éxito, experiencias doblemente dolorosas por el vacío existente en la sanidad pública, además de la falta de apoyos y la dimisión social. Las asociaciones como Affammma, del Maresme, no escatiman esfuerzos. Pero quienes quieren formarse en la materia tienen que salir al extranjero. Algunas fundaciones, como la de Alicia Koplowitz, conceden becas además de hogares para niños con trastornos y familias desestructuradas. No obstante, las repetidas promesas políticas de abordar esta asignatura pendiente han caído en saco roto. ¿Hasta cuándo?

(La Vanguardia)  

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18 de febrero de 2013
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La cocina de la moda

En el Lincoln Center, la ciudad aún con las farolas nevadas y la marca del hielo dentellando los tacones, una cola de gente empuña la invitación con ardor. A su alrededor, al igual que sucede hoy en los estrenos de teatro, un corro de criaturas con un aire ciertamente desgraciado mendiga un pase. Los elegidos son periodistas convertidos en gurús del estilo. Basta un leve bostezo desde su asiento de primera fila para que una colección quede aprisionada bajo la fatalidad del olvido. ?Banal?, sentencia a veces la prensa especializada como si se dedicara a divulgar el Tractatus de Wittgenstein. Ocurre dos veces al año, cuando el calendario de la pasarela internacional se inaugura en Nueva York y acelera sus motores para exhibir todo tipo de propuestas estéticas a lo largo de dos meses. De la misma forma en que la espectacularización del arte resume la necesidad de hallar un nuevo maná que haga sentir más audaz al público, la moda es acaso la ilusión más accesible para jugar a ser otro. Sólo para tener una mínima noción del tamaño del asunto en términos económicos, dos datos: L’Oréal aumentó sus beneficios casi un 18% el año pasado, mientras que los de General Motors caían algo más de un 40%. E Inditex es la empresa española más valiosa en bolsa. Porque la palabra clave ya no es creación sino estrategia. ?Los que mandan en la moda son auténticos especialistas de mercado, no los más creativos? me asegura Custo, que desde hace 17 años desfila en la Fashion Week de Nueva York. Todo empezó con cuatro camisetas y un viaje a California. Pero tras la carambola, junto a su hermano, se dispuso a planificar un modelo de negocio, a hablar de productos en lugar de patrones, y a salir indemne de una hoguera que aviva vanidades y consume talentos. Hoy, y no solo a causa de los efectos de la crisis sino de aquello en lo que ha derivado el sector, se penaliza la creación mientras se exalta la productividad. Una eficiente cadena de distribución acerca aquello que el consumidor ansía, no ya en el momento adecuado, sino incluso antes de que éste sepa que lo quiere. La moda nada tiene que ver con el pase privado de un modista con bata blanca inspirado en los ballets rusos. Hablamos de un complejo entramado convertido en pulmón de la economía mundial. Y para ello, a pesar de su hechizo y sus menús con poética, se exige un plan de viabilidad. ?No es lo mismo ser restaurador que cocinero. Y nosotros somos cocineros?, asegura Custo con las ideas tan claras como su moda, poco antes de que seis meses de trabajo se reduzcan a fuego lento para ser fagocitados por la pasarela, ese repetidor universal que se encargará de alimentar un deseo allí donde antes anidaba el tedio.

(La Vanguardia)

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13 de febrero de 2013
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La penumbra de la soledad

En la era de la hipercomunicabilidad y de la empatía, de las redes sociales y el tecnoestrés, encuentran el cadáver de una anciana en su casa, acurrucada en el sofá y rodeada de pájaros. Llevaba cuatro años muerta. Sin nadie que la buscara ni la echara de menos, sin preguntas ni respuestas, desprovista de los vínculos -incluso los más débiles- que se establecen entre los miembros de la familia, esa que en pleno siglo XXI sigue ejerciendo el papel de las vigas maestras que sujetan la estructura de nuestra sociedad. La imagen se abre paso en el cerebro con una plasticidad aterradora. Porque la noticia confirma cómo el fantasma de la soledad se erige implacable sobre un mundo de paredes de cristal que ha extremado su ilusión de transparencia, orden y control. No hablamos de la soledad con pedigrí, la del culto a la individualidad, las monodosis y la nanotecnología. Ni de la restaurativa, la que cada vez es más reclamada para “cargar pilas”, sosegarse y reconectar. Tampoco se trata de la misantropía maniática, la de aquellos a quienes les cuesta convivir y compartir y se diseñan un plan de vida autónomo, aunque a menudo sientan la necesidad de que al otro lado de la pared haya alguien -hasta el extremo de sentirse reconfortados al escuchar los pasos y los grifos del piso vecino-. Hemos glorificado la soledad elegida, la que exalta y promociona el mercado en clave de autorrealización potenciando la necesidad de tiempo para uno mismo. Según expone con brillantez el neurocientífico David Eagleman en Incógnito, una forma de comprender mejor el cerebro es compararlo con un equipo de rivales que compiten a fin de alcanzar la misma meta, sólo que tienen diferentes maneras de conseguirla y de resolver los problemas; un péndulo que oscila entre el automatismo y la reflexión enfrentarnos al alcance de la soledad abandonada. Porque ¿qué ocurre para que todas las defensas sociales dimitan de una vida? No es sólo la precariedad la que amenaza, sino los efectos colaterales del aislamiento sombrío. Cuesta entender cómo durante 1.460 días nadie echó de menos a la anciana, si acaso la leve curiosidad de los vecinos. Por lo que contaban a las televisiones, sus declaraciones construyen un bosquejo de la sensibilidad colectiva a pie de escalera: nos parecía raro que durante cuatro años las ventanas estuvieran abiertas y entraran los pájaros, decían unos; era una mujer antisocial, comentaban otros… Puede que al pasar por delante de la puerta sellada, más de una vez sintieran que en la penumbra de aquella soledad habitaba un misterio, o la nada. La ausencia de redes tangibles y de equipamiento humano que corroboren la propia existencia o la propia ausencia es un drama cotidiano que padecen aquellos que no eligen la vida a solas, sino que se ven aprisionados por ella. Y no se lo pueden contar a nadie. (La Vanguardia)

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11 de febrero de 2013
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