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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Artistas y parásitos

Los artistas y sus protestas. En el escenario de los premios Goya, los que no son ni de la ceja ni del bigote afilaron sus discursos contra la eficiente injusticia que se desploma sobre los lomos de la penuria. Unos los aplauden mientras otros critican que una gala televisada y pagada con dinero público se entretenga con la mierda de las cañerías. Maribel Verdú denunciando un sistema quebrado que ha acabado con las casas, las ilusiones, el futuro e incluso la vida. O Candela Peña, revelando con dramática plasticidad la muerte de su padre en precario… Como rumor de fondo, el sablazo del IVA, que desertiza las pocas salas de cine que quedan y enrarece la oferta y la demanda teatral, los conciertos, el arte… Qué ingenuas esas pretensiones morales de que la reivindicación política no debería blandir espadas desde las tribunas de la cultura, como si esta debiera contentarse con dar saltitos de bufón justo cuando tantas zarzas dificultan su propia supervivencia. Como la piratería. Como los parásitos. Así se titula el último libro de Robert Levine, premio Ibercrea: Parásitos. Cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la cultura. Porque las primeras reivindicaciones en los Goya se centraron en su gravamen fiscal como artículo de lujo. Pero las segundas, las que pronunció bien alto González-Macho, poseen incluso mayor calado: el de impedir que la creación artística de uno pueda ser pirateada en nombre de la libertad de todos. En la última edición de Arco (con 250 benditos galeristas extranjeros) la panorámica estética protesta calmadamente. La experiencia humana, de nuevo el yo hipermoderno, cristaliza más que nunca en las paredes de la feria. Escribe Berger en su Fama y soledad de Picasso -reeditado ahora por Alfaguara y que hace veinte años espantó a los ingleses- que toda pintura establece un “diálogo entre la presencia y la ausencia”. Ahí está el “no hay tiempo” de Pello Irazu, o el “ya basta hijos de puta” y cuatro piedras con agujeros de bala, de Teresa Margolles o el activismo rural de Campadentro. No quedan demasiados rastros de la idealización del pasado. “El arte es reflejo de los tiempos, claro, pero los artistas no son cronistas ni periodistas; cuentan con su propia experiencia. A través de la obra de artistas turcos, por ejemplo, entiendes la singularidad de ser o no ser árabe, o de la de Ai Weiwei alcanzas un nuevo matiz de más de la censura en China”, me cuenta su director, Carlos Urroz. Sin duda es un triunfo, en las antípodas de los piratas y los parásitos: artistas que, más allá de la proclama, crean sus propios proyectos, que a la vez alimentan su obra convirtiendo el arte no sólo en fin, sino también en medio para mejorar el mundo. (La Vanguardia)

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20 de febrero de 2013
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La gran pesadilla infantil

  Puede que al expropiar la palabra locura del lenguaje políticamente correcto, y sustituirla por enfermedad mental, se haya disipado parte del tabú que durante tanto tiempo ha acompañado esta afección. Actualmente, los etiquetados y tratados como locos son aquellos que cometen tropelías: audaces criminales, kamikazes y algún conquistador de un récord Guinness. En cambio, la palabra locura se utiliza como superlativo en la moda, la música o los deportes, a fin de expresar un estado de euforia que estimula y embebe los sentidos. Tanto se ha ahondado en el estudio del cerebro como en el desesperado intento de acortar muros de incomprensión hacia los desajustes de la mente. Pero incluso cuando los antidepresivos de última generación circulan con fluidez, la confianza en los psiquiatras sigue siendo residual. Los hay que prefieren buscar más allá del fármaco y la psicoterapia cruzando mares metafísicos o esotéricos. Nunca se habían exaltado tanto los beneficios psicológicos del ejercicio como garantes del equilibrio como hoy, cuando la fragmentación de valores e identidades golpea sordamente nuestra calma. Pero, si el tratamiento de los trastornos mentales sufre aún el reparo social, con una aproximación temblorosa y cargada de prejuicios, ¿qué ocurre con los de los más pequeños e indefensos en una sociedad que se autoengaña pensando que la locura sólo es un problema de adultos? ¿Por qué en España la psiquiatría infantil no tiene categoría de subespecialidad médica? ¿Por qué ese atraso comparativo con el resto de la UE? Las cifras avalan la trascendencia del asunto: un 20% de los menores sufre algún trastorno mental, y está comprobado que en un 70% estas enfermedades se pueden diagnosticar en la infancia o la adolescencia. No siempre es así. Según la Academia de Pediatría de EE.UU., se ha registrado un dramático aumento de niños con bipolaridad. En Gran Bretaña, el Mirror contaba con su tinta amarilla cómo una niña -que sufría esquizofrenia sin haber sido diagnosticada- confesaba que las ratas le habían pedido que matara a su hermano. Al intuirse un cortocircuito en la mente del niño, la travesía es solitaria y confusa desde el momento en que salta la alarma hasta que se inicia el tratamiento. Existen muchas historias silenciadas de superación familiar, de lucha y también de éxito, experiencias doblemente dolorosas por el vacío existente en la sanidad pública, además de la falta de apoyos y la dimisión social. Las asociaciones como Affammma, del Maresme, no escatiman esfuerzos. Pero quienes quieren formarse en la materia tienen que salir al extranjero. Algunas fundaciones, como la de Alicia Koplowitz, conceden becas además de hogares para niños con trastornos y familias desestructuradas. No obstante, las repetidas promesas políticas de abordar esta asignatura pendiente han caído en saco roto. ¿Hasta cuándo?

(La Vanguardia)  

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18 de febrero de 2013
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La cocina de la moda

En el Lincoln Center, la ciudad aún con las farolas nevadas y la marca del hielo dentellando los tacones, una cola de gente empuña la invitación con ardor. A su alrededor, al igual que sucede hoy en los estrenos de teatro, un corro de criaturas con un aire ciertamente desgraciado mendiga un pase. Los elegidos son periodistas convertidos en gurús del estilo. Basta un leve bostezo desde su asiento de primera fila para que una colección quede aprisionada bajo la fatalidad del olvido. ?Banal?, sentencia a veces la prensa especializada como si se dedicara a divulgar el Tractatus de Wittgenstein. Ocurre dos veces al año, cuando el calendario de la pasarela internacional se inaugura en Nueva York y acelera sus motores para exhibir todo tipo de propuestas estéticas a lo largo de dos meses. De la misma forma en que la espectacularización del arte resume la necesidad de hallar un nuevo maná que haga sentir más audaz al público, la moda es acaso la ilusión más accesible para jugar a ser otro. Sólo para tener una mínima noción del tamaño del asunto en términos económicos, dos datos: L’Oréal aumentó sus beneficios casi un 18% el año pasado, mientras que los de General Motors caían algo más de un 40%. E Inditex es la empresa española más valiosa en bolsa. Porque la palabra clave ya no es creación sino estrategia. ?Los que mandan en la moda son auténticos especialistas de mercado, no los más creativos? me asegura Custo, que desde hace 17 años desfila en la Fashion Week de Nueva York. Todo empezó con cuatro camisetas y un viaje a California. Pero tras la carambola, junto a su hermano, se dispuso a planificar un modelo de negocio, a hablar de productos en lugar de patrones, y a salir indemne de una hoguera que aviva vanidades y consume talentos. Hoy, y no solo a causa de los efectos de la crisis sino de aquello en lo que ha derivado el sector, se penaliza la creación mientras se exalta la productividad. Una eficiente cadena de distribución acerca aquello que el consumidor ansía, no ya en el momento adecuado, sino incluso antes de que éste sepa que lo quiere. La moda nada tiene que ver con el pase privado de un modista con bata blanca inspirado en los ballets rusos. Hablamos de un complejo entramado convertido en pulmón de la economía mundial. Y para ello, a pesar de su hechizo y sus menús con poética, se exige un plan de viabilidad. ?No es lo mismo ser restaurador que cocinero. Y nosotros somos cocineros?, asegura Custo con las ideas tan claras como su moda, poco antes de que seis meses de trabajo se reduzcan a fuego lento para ser fagocitados por la pasarela, ese repetidor universal que se encargará de alimentar un deseo allí donde antes anidaba el tedio.

(La Vanguardia)

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13 de febrero de 2013
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La penumbra de la soledad

En la era de la hipercomunicabilidad y de la empatía, de las redes sociales y el tecnoestrés, encuentran el cadáver de una anciana en su casa, acurrucada en el sofá y rodeada de pájaros. Llevaba cuatro años muerta. Sin nadie que la buscara ni la echara de menos, sin preguntas ni respuestas, desprovista de los vínculos -incluso los más débiles- que se establecen entre los miembros de la familia, esa que en pleno siglo XXI sigue ejerciendo el papel de las vigas maestras que sujetan la estructura de nuestra sociedad. La imagen se abre paso en el cerebro con una plasticidad aterradora. Porque la noticia confirma cómo el fantasma de la soledad se erige implacable sobre un mundo de paredes de cristal que ha extremado su ilusión de transparencia, orden y control. No hablamos de la soledad con pedigrí, la del culto a la individualidad, las monodosis y la nanotecnología. Ni de la restaurativa, la que cada vez es más reclamada para “cargar pilas”, sosegarse y reconectar. Tampoco se trata de la misantropía maniática, la de aquellos a quienes les cuesta convivir y compartir y se diseñan un plan de vida autónomo, aunque a menudo sientan la necesidad de que al otro lado de la pared haya alguien -hasta el extremo de sentirse reconfortados al escuchar los pasos y los grifos del piso vecino-. Hemos glorificado la soledad elegida, la que exalta y promociona el mercado en clave de autorrealización potenciando la necesidad de tiempo para uno mismo. Según expone con brillantez el neurocientífico David Eagleman en Incógnito, una forma de comprender mejor el cerebro es compararlo con un equipo de rivales que compiten a fin de alcanzar la misma meta, sólo que tienen diferentes maneras de conseguirla y de resolver los problemas; un péndulo que oscila entre el automatismo y la reflexión enfrentarnos al alcance de la soledad abandonada. Porque ¿qué ocurre para que todas las defensas sociales dimitan de una vida? No es sólo la precariedad la que amenaza, sino los efectos colaterales del aislamiento sombrío. Cuesta entender cómo durante 1.460 días nadie echó de menos a la anciana, si acaso la leve curiosidad de los vecinos. Por lo que contaban a las televisiones, sus declaraciones construyen un bosquejo de la sensibilidad colectiva a pie de escalera: nos parecía raro que durante cuatro años las ventanas estuvieran abiertas y entraran los pájaros, decían unos; era una mujer antisocial, comentaban otros… Puede que al pasar por delante de la puerta sellada, más de una vez sintieran que en la penumbra de aquella soledad habitaba un misterio, o la nada. La ausencia de redes tangibles y de equipamiento humano que corroboren la propia existencia o la propia ausencia es un drama cotidiano que padecen aquellos que no eligen la vida a solas, sino que se ven aprisionados por ella. Y no se lo pueden contar a nadie. (La Vanguardia)

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11 de febrero de 2013
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Tiempo de malos

Por qué en la secuencia de un elogio, la que empieza por “es un gran profesional, con talento, inteligente, firme…”, se deja para el final lo de “… y buena persona”? En verdad suele decirse “y además es buena persona”, sujetando la expresión con el adverbio como si se tratara de algo no necesariamente obligatorio, de un plus que sirve de broche para expresar la idoneidad del individuo en cuestión. Hoy por hoy, nadie contrata a nadie por sus virtudes humanas ni por su nobleza o paciencia. Sin duda son características gratas, y sobre todo armoniosas, pero la preparación, el estatus e incluso el aspecto físico prevalecen. En la era del coaching y del ensimismamiento, que a diario exhibimos en las redes, se levanta un muro cada vez más alto entre el yo público y el yo privado. Aunque el ser humano sepa que continuamente tiene que conseguir dar un paso más, alumbrado por la ilusión de la trascendencia, el cortoplacismo ha condicionado sus aspiraciones. El gurú de la nueva religión laica, Alain de Botton, resalta cómo a lo largo de la historia las sociedades han priorizado el fomento de la bondad. “Pero nosotros somos una de las primeras generaciones que tienen cero interés público en el tema; es más, si alguien dice que se preocupará de ser más virtuoso, lo miran como a un loco”. Tan sólo hace falta revisar en qué contextos se ha utilizado el termino buenismo, y la rapidez con la que ha huido despavorido de la jerga mediática. La generosidad o la urbanidad -que va un paso más allá de la cortesía- no son valores en alza. Todo lo contrario, resultan una especie de propina que siempre será bienvenida. Desde antiguo, lo que más ha unido a la humanidad es que no tiene ningún lugar para escapar. La idea pertenece a Milan Kundera, recogida ahora por Bauman en Sobre la educación en un mundo líquido (Paidós), donde considera que la juventud está “tan preñada de rebelión como de conformismo”, y subraya la importancia de una educación para siempre, sobre todo cuando nada es perdurable y la vida se debe asumir pedazo a pedazo. En el nuevo saco de valores, el beneficio está por encima del sacrificio, y la arrogancia enmascara la confianza. Los unos definen a los otros como empáticos o reservados, con espíritu de funcionario o proactivos, ingeniosos o previsibles, vanidosos o humildes…, esquivando el reduccionismo maniqueo de buenos y malos, como si dicha división ya no tuviera crédito. Porque hoy, cuando se expresa admiración hacia alguien, se dice “eres un crac”, dejando claro que el mundo nunca ha sido de los buenazos sino de los putos amos.

(La Vanguardia)

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6 de febrero de 2013
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El gran malentendido

Hemos aprendido a soportar la división entre el ser y el parecer, a resignarnos ante las nuevas formas en que repta la soledad, incluso hemos acabado aguantando a esos diosecillos encumbrados por las audiencias. Pero no hay hígado capaz de metabolizar la larga lista de sinvergüenzas con cargo que han abierto la mano para quedarse con aquello que no les correspondía. Recibo un correo que solicita su difusión. Se titula “la denuncia silenciosa” e incluye un listado donde figuran 127 políticos españoles imputados por prevaricación, falsedad documental, corrupción urbanística, malversación, blanqueo o tráfico de influencias. Algunos nombres son populares, como los de Camps o Matas, y otros menos; eso sí, proceden de toda la geografía española de Alcobendas a Salou y de Pontevedra a Murcia. El goteo diario en los medios nos hace incapaces de digerir tantos sobresueldos y cuentas en Suiza, al tiempo que asistimos al desplume de nuestros honrados vecinos con “preferentes” y otras intoxicaciones bancarias. La generalizada corrupción se ve ahora redondeada por esa cutre teneduría de libros que ha publicado El País, encendiendo la mecha social por la jerarquía de los implicados. Porque mientras todo eso ocurría en el vértice de la pirámide del poder, el ciudadano de a pie aprendía a rebajarse el precio, moderar posiciones y ambiciones, y considerar aquello que tan admirablemente sostenía Camus: jugar es un riesgo. Me lo recuerda Gemma Cuervo con su catalán de Reus en el coche que avanza de madrugada por el norte de Madrid. Volvemos del estreno de El malentendido, protagonizada por su hija Cayetana Guillén Cuervo y Julieta Serrano. Volvemos de un deseo hecho realidad. “Papá, quiero hacerte un homenaje, ¿qué te gustaría que te dedicara?”, preguntó la hija al padre muy enfermo. “Revisa El malentendido de Camus, es oportuno recuperar su valor crítico”, le respondió. Y lo hizo: conseguir los derechos, entrar en el papel que interpretó su madre cuando la llevaba en el vientre, salir del ensayo para ir al hospital, traspasar, y de qué manera, la cuarta pared sacudiendo el dolor del personaje a cuchillazos. El gran actor no llegó al estreno por catorce días. Pero en el Valle-Inclán se pudo respirar el eco de su antiguo sueño. El estreno coincide con el centenario de Albert Camus, el intelectual comprometido con su tiempo y dotado de una capacidad extraordinaria para bajar hasta las profundidades del ser humano sin poesía ni moralinas. El que en su discurso al recibir el Nobel dejó bien claro que su propósito no era rehacer el mundo sino impedir que el mundo se deshiciera. El que alertaba de que los poderes mediocres, herederos de una historia corrompida, podían destruirlo todo. Camus es un mito sí, pero capaz aún de recordarnos que no podemos seguir soportando todo este gran malentendido. (La Vanguardia)

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4 de febrero de 2013
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El Príncipe y la generación X

Crecimos rodeados de constructoras, academias de idiomas, tabaco light y cantantes depresivos. “Soy el típico Piscis -escribió Kurt Cobain antes de suicidarse-, triste, sensible, insatisfecho”. Nuestros abuelos nunca pudieron desalojar el aturdimiento de la guerra ni la huella del hambre. Su lenta recuperación a pesar del franquismo, empujando viejos Simcas entre la copla y el estraperlo, sirvió para que nuestros padres bailaran bajo un tendido de luces celebrando esa palabra sonora que tan extraordinariamente define un tiempo: guateque. Del Dúo Dinámico y el twist a tener que levantar el país, mientras quienes nacimos entre los sesenta y los setenta merendábamos bocadillos de Nocilla, ordenábamos sellos y limpiábamos nuestros elepés con sprays imperfectos. A diferencia de los baby boomers, con el compromiso agarrado al DNI, que combinaban la tradición con las libertades recién inauguradas, nuestra generación -bautizada X- creció entre un lánguido inconformismo y una colección de guitarras distorsionadas. Fuimos educados con valores antiguos para encajar en un nuevo mundo cuyo futuro prometía grandes esperanzas. Y nos plantamos en el consumismo feroz, frente al espejo narcisista, sintiendo los primeros ardores solidarios. El príncipe Felipe, que hoy cumple 45 años con barba encanecida, representa a quienes tuvieron una infancia analógica y fueron quitándole caspa al país con espumas para el pelo, veranos de InterRail y conciertos de REM. Los alocados ochenta en los que estrenamos amaneceres se vieron interrumpidos por la bofetada del sida y las drogas. Eternos adolescentes, nos casamos con un trabajo, retrasamos la hora de ser padres y pensamos que estar sobradamente preparados nos garantizaría una vida a plazo fijo. Hoy sabemos que hemos vivido mejor que nuestros padres, pero también advertimos que nuestros hijos difícilmente conocerán una idea tan eufórica del progreso. No obstante, son muchos quienes asisten impávidos a este cambio desde la retaguardia porque la imponente generación tapón sigue inamovible, dispuesta a morir con las botas puestas. En cambio, los nativos digitales, más baratos y proactivos, han logrado que la palabra emprendedor ya no sirva para mayores de cuarenta. Felipe de Borbón, preparado para reinar, sigue siendo el eterno sucesor mientras el mundo avanza con saltos estratosféricos. La crisis acrecienta las voces que piden una abdicación. Incluso la propia monarquía es consciente de que necesita un rediseño. El tiempo de espera del Príncipe encarna el tránsito permanente de quienes se ven obligados a utilizar esa expresión cada vez más cansina y popular, “reinventarse”, aunque ni tan siquiera se hayan inventado.

(La Vanguardia)

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30 de enero de 2013
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En el poder y en la guerra

Coinciden en el tiempo dos noticias protagonizadas por mujeres que buscan su lugar en el mundo. Por un lado, el Pentágono acaba de hacer público que levantará la prohibición de que las militares puedan combatir en primera línea de fuego. Por otro, desde la City londinense, un grupo de escuelas europeas de negocios (entre las que se cuenta la española Iese) ha elaborado una base de datos con 8.000 profesionales cualificadas para ocupar una silla en consejos de administración. Esta iniciativa pretende callar a quienes aseguran que no existen candidatas válidas para intervenir en los máximos órganos de poder. Y aunque su fin sea el de reparar el desequilibrio en la paridad de los consejos, no se ampara tanto en las discutidas y tediosas cuotas como en la conveniencia del asunto. Evitando el registro victimista que señala con el dedo ese raquítico 14% de europeas que ocupan las butacas de respaldo vertical, las impulsoras de la iniciativa animan a las empresas con inusual entusiasmo: “Es una experiencia increíble tener consejos de administración con mayor diversidad”. Pero ¿se puede considerar, al igual que los consejos paritarios, la guerra mixta como una experiencia increíble? Hace unos meses, dos reservistas norteamericanas presentaron una demanda contra las restricciones que les imponía el Pentágono en zonas de combate, alegando que violaban sus derechos constitucionales. Las demandantes no solo se referían a la discriminación sexual en el frente o a lo arduo de los ascensos, sino también a cuestiones económicas como salarios y prestaciones de jubilación inferiores. Con el acostumbrado paternalismo investido de responsabilidad ética, algunas voces de las llamadas “autorizadas” se preguntan si en verdad ellas tienen la resistencia, fuerza y valentía necesarias para abrir fuego contra el enemigo, mientras no faltan quienes aseguran que el pueblo no tendría hígado para soportar la vuelta a casa de mujeres soldado en bolsas para cadáveres. Incluso ante la evidencia del carácter radical y extremadamente violento de las kamikazes palestinas, las milicianas de los Tigres Tamiles en Sri Lanka o las combatientes en el sur de Sudán, entre otras, aún hoy se cuestiona la idoneidad de las féminas para hacer la guerra, como si se quebraran las estructuras más profundas que consideran que el verdadero rol de la mujer es el de garantizar la especie. Imagino cómo reaccionarán quienes consideran que dedicarse a ser madres en exclusiva es el auténtico mandato femenino cuando las primeras soldados disparen a los talibanes. Incluso puede que al mismo tiempo, en los rascacielos de cristal, las que por fin tengan voz en los consejos de administración visen la compraventa de morteros y tanques. Probablemente, y sin entrar en juicios de valor, ese es el camino irreversible hacia la igualdad, sin beatificaciones que valgan.

(La Vanguardia)

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28 de enero de 2013
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Preocupación al cuadrado

Como cada año, Edge.org, la prestigiosa web de divulgación y debate, arroja el guante con su pregunta del año: ¿qué debe preocuparnos? Desde su sitio en internet -cuya definición identitaria reza así: “Para alcanzar la orilla del conocimiento del mundo, busque las mentes más complejas y sofisticadas, reúnalas en una habitación, y haga que se cuestionen unas a otras las preguntas que se están formulando”- , la aristocracia del pensamiento, la ciencia, la filosofía o el arte hace inventario de las inquietudes de nuestro tiempo, planteando un buen surtido de nudos gordianos. Y no hay mayor sombra que la que queda aprisionada dentro del propio interrogante: nos preocupa la preocupación. La comunidad vive hoy con la sensación de que sus días ya no son un lienzo en blanco para llenar, ni siquiera a golpe de competencia moral y epistemológica. Pero también siente la responsabilidad vigilada, como si alguien midiera sus pasos aguardando el momento del traspié. Una secuencia de actos fallidos y bloqueos mentales asola el paisaje. Y encima, la escasa moral azuzada por un reguero de corrupción bajo sobre dentro del partido que gobierna España. El entrecejo fruncido como actitud frente al mundo trae consigo un florido coro de cantos de cisne cuando parece que no queda otra alternativa que un vuelco drástico. Lo describe Vicente Verdú, ese gran oteador de las circunstancias de nuestro tiempo, en su libro Apocalipsis now: “Como un cambio de piel ruinosa, la penuria va carcomiendo el tejido conjuntivo de la colectividad”. Hacer un autoexamen. Marcar la perspectiva necesaria para enumerar las preocupaciones y tomarse la molestia de argumentarlas. La idea socrática de que la vida no examinada no vale la pena ser vivida adquiere prestancia cuando el análisis, lejos de ser un ejercicio ocioso y pudiente, resulta imprescindible sobre todo si gran parte de la humanidad se ve condenada a empujar la cola de la supervivencia. En Edge, Arianna Huffington se preocupa por el estrés, mientras que Steven Pinker teme los factores de riesgo de la guerra, Daniel Goleman enfoca sobre los puntos ciegos ante el peligro, y en la lista de miedos contemporáneos no faltan ni el cáncer ni el envejecimiento, el fracaso de la cooperación global, la conducta de la gente normal o nuestra dramática incapacidad para razonar sobre la incertidumbre. El nombre de la desesperanza lo pone el efecto dominó de la crisis, convertida en excusa para todo. Pero cualquier idea tiene su reverso; por ello, como verbaliza este elevado foro de quimeras, la despreocupación es una gran preocupación.

(La Vanguardia)

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23 de enero de 2013
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Nudismo maternal

Observo una y otra vez las fotos de Shakira con su vientre de ocho meses al aire y me pregunto por qué razón las mujeres embarazadas -especialmente las primerizas- sienten la urgente necesidad de fotografiarse desnudas. Desde aquel striptease de Demi Moore en Vanity Fair hace veintiún años, la maternidad de las celebrities se ha convertido en scoop recurrente siempre que enseñen su ombligo dilatado por la piel tirante. Pero sobre todo importa la transformación de su cuerpo exhibido como un trofeo en plena celebración de la maternidad. Se trata de un ritual de pasaje (el que se instaura ante la modificación de roles y estatus, ¡y qué mayor mudanza que la maternidad!) cada vez más aplaudido socialmente y que entronca con las representaciones de la fertilidad de las Venus paleolíticas. Los nuevos códigos de imagen, así como la aceptación pública de la desnudez maternal, han propiciado que famosas como Claudia Schiffer, Jessica Simpson, Paz Vega, Martina Klein o ahora Shakira, con su vientre rotundo, encarnen el deseo que también albergan millones de madres anónimas de inmortalizar el milagro de dos latidos en un mismo cuerpo y una declinación de la belleza entendida como ternura. De exhibir su tripa, lo más abultada posible, como una forma de mostrar su orgullo de madre y a la vez como búsqueda para reconocerse a sí mismas impregnadas de ese baile hormonal en el que la realidad adquiere formas caprichosas y lo urgente deja de parecerlo. Las embarazadas a menudo han sido representadas como mujeres serenas que esperan, “en estado de buena esperanza”, se decía antes. La espera forma parte de la historia de las mujeres y su tiempo se ha tejido con hilos de expectativas: desde aguardar a que los hombres regresaran de la guerra o del trabajo, a que los hijos se hagan mayores, a que les llegue la regla o se les retire… “Las madres no escriben, están escritas”, leo en Maternidad y creación (Alba), un libro en el que se reflexiona sobre el cuerpo de la mujer cuando actúa como una “tierra bella” para ser explorada. El maternonudismo contemporáneo, en cambio, nos ilustra acerca de todo lo contrario: la mujer espera, sí, pero de pie y desnuda, autoexplorándose. Sin indolencia y con actitud de plantarse frente el futuro. Aunque eso ya no sea noticia, ni la americanada que sin duda acabará prosperando, como Halloween, denominada baby shower -una fiesta con regalos para la madre y el bebé durante el embarazo-, en el caso de la colombiana con fines benéficos. La noticia en este caso es que a la estrella latina que canta canciones sobre lobas y waka-wakas la acompaña en las imágenes el padre, Gerard Piqué, enlazando sus manos sobre la barriga idolatrada. Un hombre diez años más joven que ella, también desnudo de cintura para arriba, que viene a demostrar que hoy no sólo se trata de exhibir el orgullo maternal, sino también el del hombre que se siente embarazado. (La Vanguardia)

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21 de enero de 2013
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El Boomeran(g)
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