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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales como Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), Icon de El País, Marie Claire, y Woman. Ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (El País, Vogue, la cadena SER, Onda Cero, TV3 y TVE) y ha publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Actualmente es columnista de La Vanguardia y directora del Magazine

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No es culpa mía

Creía que se trataba de una cuestión generacional de quienes nos educamos en una cultura que empezó a glorificar la juventud, no sólo como una (buena) etapa de la vida sino como ideal de permanencia. Y que pensamos ingenuamente que sentirnos eternos adolescentes era una ventaja en lugar de un molesto inconveniente. Pero según la autora del best seller Adulting, Kelly Williams Brown, después de diversas indagaciones sobre la dificultad de madurar, “nadie se ve a sí mismo como un adulto”. Leo sus bienintencionados consejos para conseguir dar ese paso (desde comprar diez barras de desodorante y repartirlas por el baño, el coche o el despacho -”su importe es irrisorio comparado con lo que logran evitar”-, hasta propuestas más russellianas como, a la conquista de la felicidad, aprender a “ser justo con los demás” y crítico con nosotros mismos), pero hoy el sentido común, más allá de generaciones X o Y, cotiza a la baja. “Joven de espíritu”, se dice de aquellos que, a pesar del paso de los años, huyen de ánimos, actitudes, apariencias y términos que les avejenten. Algo bien distinto a ser un “inmaduro”, etiqueta que hasta hace poco se utilizaba sobre todo en las relaciones entre hombres y mujeres (mayoritariamente en referencia a los primeros) para referirse a esa invisible losa que paraliza e inhibe conductas. Williams Brown amplía el catálogo: quejarse a menudo, con tintes melancólicos instalados en el ensimismamiento tan propio de la pubertad; creerse siempre la víctima; azuzar la ansiedad por no alcanzar las expectativas de los otros… Pero hay una fórmula que destaca en el retrato de la inmadurez en sociedad, y que tiene que ver con la dificultad en asumir los errores propios. ¿Cuántos “no es culpa mía” oímos al día? Además de en nuestro entorno cotidiano, desde las tribunas políticas, económicas o policiales se repite sin cesar esa justificación exculpatoria tan infantil y gratuita. La misma que tiene ahora a Madrid convertido en un vertedero. La que decide unilateralmente cerrar Canal 9, donde antaño impuso mazo y bozal, exigiendo que, de Zaplana, se emitieran sólo imágenes de su perfil bueno antes de defenestrarle. O la que mantiene enfrentados a Generalitat y Gobierno central por la morosidad en el pago a las farmacias catalanas. Puede que no sea culpa tuya, pero sí asunto tuyo, como razona la autora de Adulting. En su crónica aflora el retrato de una sociedad que, desde las cúpulas donde se deberían optimizar políticas y resultados, hasta las tormentas de arena con las que nos hemos acostumbrado a convivir, tiende a desembarazarse de sus competencias. Entre la previsión y el caos, la obsesión de control y la laxitud hedonista, pero, sobre todo, entre la responsabilidad y la dimisión de la misma, oscilamos, hartos de oír que nadie tiene la culpa de nada, cuando lo que de verdad importa ante un problema es la destreza y la voluntad para solucionarlo. (La Vanguardia)

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11 de noviembre de 2013
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La trampa del recuerdo

La primera persona y sus menudencias no sólo se han extendido, sino que se han interiorizado en la actual hegemonía de la cultura confesional. Y sitúan en primer plano el mundo de los recuerdos, planteando el dilema sobre su fiabilidad. ¿Mentimos al rememorar? ¿Lo hacemos involuntariamente porque lo que nos viene siempre a la memoria es la última recreación de dicho recuerdo? ¿Nos apropiamos incluso de imágenes mentales relatadas por otros? Muchos son los interrogantes sobre el discurrir de la memoria, que como capas de cebolla va envolviendo la reconstrucción de una vivencia hasta el extremo de deformarla, embellecerla o dulcificarla. “Los recuerdos se revisan con el tiempo y sus significados cambian a medida que envejecemos, algo que hoy reconoce la neurociencia y denomina ‘reconsolidación de los recuerdos’”, asegura Siri Hustvedt en su apasionante recopilación de ensayos Vivir, pensar, mirar. Todo el mundo se siente propietario de una historia, y lo que hay de intransferible en ella representa un pequeño tesoro. El yo se descompone en mil partículas, y la experiencia (auto)biográfica atrapa hoy tanto como la ficción en todos los formatos -de los realities televisivos a los blogs y bitácoras digitales-, incluso cuestionando su papel cuando resulta tan fácil, tan consumible y carente del pudor de antaño. Lo que a menudo olvidamos es que el ser humano -desprovisto de una rigurosa metodología analítica como herramienta de trabajo, a la manera del historiador o del biógrafo- reinventa a menudo su propio pasado. En Slate leo una entrevista con la matemática y psicóloga de la Universidad de California Elisabeth Loftus, cuya intervención en reconstrucciones de accidentes de tráfico o en interrogatorios a testigos en juicios -como el de O. J. Simpson o el de Michael Jackson- ha sido clave para mostrar el grado de contaminación del recuerdo. Tanto en la identificación de criminales como en la reconstrucción de un asesinato, a menudo consigue poner en entredicho la credibilidad de los testigos presenciales, sin que ello significara que mintieran: tan sólo evidenciaba que la memoria es maleable. Eso sí, muchos expertos en la materia afirman que embellecer los recuerdos es garantía de superación, puro instinto de supervivencia. Estas conclusiones nos chocan, justo cuando la videomanía se ha convertido en un gesto cotidiano, casi en una obsesión. Y grabamos lo intrascendente y lo trascendente. Como esa brutal paliza de los mossos a Juan Andrés Benítez, que sin las cámaras de los ciudadanos se hubiera agazapado entre la amnesia del recuerdo y la tendencia a ficcionarlo. (La Vanguardia)(Foto: Caroline Makintosh)

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6 de noviembre de 2013
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El arrepentimiento

Salen de la cárcel a pesar de que, si las condenas se sumaran, se pudrirían en ellas. Las fotos de recién liberados (debería analizarse la iconografía que acompaña a quien sale de la cárcel: la sonrisa borrosa, la indumentaria de estudiante, la bolsa de deporte con lo que resume treinta años entre rejas, la comparsa obligada de los familiares…) están estos días en primera plana. Salen, pero no están arrepentidos. Ese es el gusano que carcome a los familiares de padres y hermanos asesinados por ETA o de las mujeres -hasta 78 violó Antonio García Carbonell- que no han podido deshabitar el miedo ni un solo día de sus vidas. La mayoría de presos que han pertenecido a ETA, incluso los que se han desradicalizado, aseguran que “no se arrepienten de nada absolutamente”. Así lo afirma en el libro Patriotas de la muerte la mayor parte de sus 70 antiguos militantes que entrevistó el catedrático de Ciencia Política y experto en terrorismo Fernando Reinares. “Satisfecho”, “orgulloso”, esos son los sentimientos predominantes en los terroristas. También insisten en el “contexto histórico” y utilizan a menudo la coletilla “el precio que debía pagarse”. Para ellos su lógica continúa vigente y no se permiten cuestionarse lo que significa acabar con una vida. En un principio -y pienso en Foucault- las cárceles modernas surgieron como instituciones disciplinarias con el objetivo principal de separar al criminal de la sociedad, por ser un peligro público. Pronto se le añadió a este argumento un componente fundamental: el delincuente pagaba, no directamente a las familias de sus víctimas sino, simbólicamente, al conjunto de individuos por el daño causado. Trabajaba, se formaba, encontraba su utilidad. Y, tras haber cumplido su condena y haberse reeducado, quedaba exento de toda culpa y podía reemprender una nueva vida, algo que con los años se ha demostrado, en la mayoría de los casos, una auténtica utopía. Hoy en nuestro país hay 159 presos por cada 100.000 habitantes. Vivimos en una sociedad cada vez menos violenta gracias al progreso, pero aumenta la población reclusa a causa del fracaso de nuestra política penitenciaria: los presupuestos menguan, se denuncian falta de asistencia médica y abandono de programas de reinserción… España es el país con más presos de Europa Occidental. De la misma forma que para solucionar un problema lo primero es reconocerlo, parece lógico que para expiar una culpa haya que empezar por arrepentirse. Pero ese razonamiento tan sólo es moral. El culpable, según Spinoza, no puede arrepentirse porque estaría expresando su voluntad de desligar su persona de la acción de la que, sin embargo, se considera causa. “Nadie podrá arrepentirse de una acción que haya sido incorporada a la trama de su propia personalidad”, encuentro en un diccionario filosófico en una entrada sobre la culpa. O sea, la muerte en vida. Aunque ya sean zombis. (La Vanguardia)

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4 de noviembre de 2013
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Cóctel con mono

Antes de imprimir la invitación a una fiesta deben dar el visto bueno unos diez o doce ojos. “¿No haría falta especificar el dress code?”, señalan unas gafas. “Le falta un poco de magenta”, advierten otras. Cuando por fin todos dan su OK -con el que, de un tiempo a esta parte, asentimos todos por escrito pero nos cuidamos de decirlo de viva voz-, los organizadores sienten que ya no hay marcha atrás. Dependiendo del aforo, la decena de ojos empieza a dividir el preciado mailing de invitados entre sí y no. Dicen: “Fulanito no… ay qué pereza”, o “menganito sí, of course”. La lista no parece referirse a personas, sino sólo a nombres, y según cotice en ese momento el nombre recibirá el cartón con un poco más de magenta. Es curioso como aún permanece esa vieja palabra, cóctel, que ha acabado por denominar el acto social en que la gente se besa, hace cháchara, aprovecha para exhibir su belleza o su influencia, y busca trabajo. Se dan de todo tipo, con almendras y con foie, grisines o vino dulce, y con champán francés, aunque desde hace unos años sólo corran burbujas si está patrocinado. “Aquí al menos tienen jamón”, comentaban en una embajada. Ya en 1986 Tom Wolfe consideraba el cóctel como una institución en vías de extinción. En su libro La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop cita el caso de la llamada “cena con mono”, que marcó un antes y un después en la vida social neoyorquina. Una dama, Stuyvesant Fish, convocó en 1908 a lores y condesas a una cena de honor del príncipe Drago. “Nadie se molestó en preguntar quién era el príncipe Drago, pero todos asistieron. Y allí estaba el príncipe, sentado a la mesa: un babuino adulto del Zambeze vestido de etiqueta”. Entre las bestialidades del primate y la absurda situación, la señora Fish dejó en evidencia a todos sus frívolos invitados, muchos de ellos profundamente indignados. Hoy el mono es el famoso o el aspirante de turno, y el dios, el espónsor. No importa que, detrás de cualquier honor que se rinda, haya una marca de vodka o una aseguradora si, a cambio de taladrarte con su nombre, te dan de cenar. Y más cuando ofrecer algo gratis se valora con ecos de posguerra. Pero a fin de amortizar el dispendio, lo que en verdad importa cuando se invita a las cámaras es el photocall. Hay que hacer casar dos nombres: el noble y el comercial. Si se invitara a ese grupo elegido en nombre de una marca de cervezas, los asistentes dirían: qué horror. En cambio, si quien convoca es una institución, un gran personaje o la excusa de unos premios, que cuando entra el otoño proliferan en las ciudades, los invitados se dicen: “Hay que ir, hay que dejarse ver”, con el ferviente pero callado deseo de querer ser el mono.

(La Vanguardia)

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30 de octubre de 2013
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Tacones y cerebro

La indumentaria en el mundo de los negocios no sigue las tendencias. A pesar de que los nuevos millonarios de Silicon Valley o Palo Alto sean tipos ataviados con camisas a cuadros y tejanos bajos de cintura que bien podrían pasar por vendedores de bicicletas, el código de vestimenta, en este ámbito, poco ha variado su estilo conservador. Y no me refiero a los zapatos Oxford, los puños almidonados o la espectacularidad de un reloj -nunca más grande que la hebilla del cinturón- sino a la composición final cuyo propósito es ofrecer una imagen que no compita con la cuenta de resultados. Varios casos se han sucedido ya de ejecutivas reprobadas, e incluso despedidas, por vestir demasiado sexy. “Uno no se podía concentrar”, declaraban. “Querían mostrar con más atención su cuerpo que su cerebro”. Escotes desinteresados, minifaldas brevísimas y labios perfilados como un corazón, a menudo protagonizan esa noticia chisposa que, a pesar de su carga discriminatoria, destaca más por su vistosidad que por su trasnochado puritanismo. El ser humano requiere de protocolos. Constituyen un dique contra el error y la mala representación. Unas mínimas reglas ayudan a uniformizar, verbo que puede conjugarse como la acción de controlar la singularidad de cada uno y a la vez la de identificarle como parte de un todo. Pero es arriesgado que se señale a quien se salta las líneas del guión no escrito y, como ocurrió en un foro de inversores, elija -frente a la libertad de su armario- calzarse unos tacones de 15 cm. Eso sucedió hace unos días cuando Jorge Cortell, cabeza de una compañía de software médico, tuiteó una foto de una chica sobre unos stilettos infinitos. Junto a la foto, Cortell escribió: “Se supone que este evento es para los empresarios, capitalistas de éxito, pero estos tacones… (he visto varios como estos). WTF . #brainsnotrequired. Ya alertaron las feministas hace años que cerebro y tacones guardaban la misma relación que plumero y leones”. El tuit encendió la red, acusado de sexista, pero también fue defendido por aquellos que insisten en que para elaborar un plan de negocio, ninguna mujer debe igualar su calzado al de Dita von Teese. No es un caso aislado, conozco a más de una a quien su jefe le ha pedido -bien, como suele decirse, con cariño- que no se ponga tacones para discutir cuentas de resultados. “Sólo cuando estemos con clientes” . Más allá de la anacrónica moral que aún defiende con severidad que al cuerpo de la mujer no lo vista el diablo, pervive una tendencia ni clásica ni conservadora sino mojigata. “Una mujer con tacones de aguja es como un hombre con una camisa desabrochada hasta la clavícula”, leo en el artículo de The Wall Street Journal. Después del incendio en la red, llegó la podología. Lo nunca visto: una sociedad obsesionada por la salud de los pies de las mujeres. (La Vanguardia)

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28 de octubre de 2013
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Lo que permanece

En los últimos años, debido al estatus de la tecnología como la nueva religión y al cambio de mentalidad propiciado por la crisis, han surgido varias palabras fetiche que giran alrededor del concepto de transformación. La sensación de que todo muda se ha ido apropiando de nuestras mentes, aunque cada vez son más quienes sostienen que internet nos ha hecho más superficiales. No me refiero a los nostálgicos, a esas viejas glorias que se han visto desplazadas en un mundo con un renovado alfabeto. Ni a los que acusan pereza, o una mortecina curiosidad, respecto a la nueva forma de comunicarse y a descifrar la ristra de neologismos que nos acompaña. A pesar de la responsabilidad de los medios en cuidar nuestra lengua, muchos son quienes esgrimen las ventajas de hablar un lenguaje global, y a menudo caemos en la trampa porque crowfounding resulta más simple que “financiación colectiva”, o naming más resultón que “ponerle nombre a un producto o una cosa” -por cierto, un nuevo oficio en tiempos en los que el envoltorio es tan decisivo que hay que empezar a seducir con la magia del título-. Pero a un resumen lo llamamos briefing; al posicionamiento de un producto, product placement; a una marca, brand… Por no hablar de expresiones como “360 grados”, un concepto plenamente nietzscheano que evoca el eterno retorno: cerrar el círculo, marcar un recorrido íntimamente conectado de principio a fin. Más Nietzsche y menos naming, podrían decir quienes sienten cierto hastío ante la jerga marketiniana que hoy destilan las relaciones laborales y comerciales, y que esgrimen desde sus outlooks los profesionales 3.0 que se han apropiado del nuevo paradigma. Bien conscientes de que en nuestros días todo dura poco, incluso un palabro de moda como es el caso de disrupción. El término significa romper las reglas del juego en una interrupción brusca que hace referencia a un cambio muy relevante, y que sin duda llama la atención, pero también se enmarca en un relativismo inconcreto. Porque acaso sea pronto más disruptivo no hablar tanto de lo cambiante como de aquello que permanece; desde descalzarse al llegar a casa hasta la cruz verde de las farmacias o las velas para celebrar un cumpleaños. Los castillos en la arena, las setas en otoño, la palmada en la espalda, la idea, tan fugitiva, de la felicidad… Nos habitan infinidad de gestos que repetimos de generación en generación, y que fluyen con el ciclo de la vida, conscientes, como bien saben los estudiantes que hacen comentarios de texto, de que lo que varían no son los temas -universales, los mismos de siempre: la muerte, el amor, el dinero, el dolor…-, sino la manera de contarlos, y de vivirlos.

(La Vanguardia)

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23 de octubre de 2013
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El Príncipe

No hay empresa, por insignificante que sea, que no precise de un portavoz. Alguien que dé la cara, que se erija en interlocutor, que abra o cierre las reuniones y que palmee las espaldas de sus interlocutores con cierta desenvoltura. Y no digamos si esa empresa es un país. Un país en crisis, además. Para brindar por los éxitos y solemnizar los adioses, cortar cintas o alentar al pueblo. Mal que nos pese, la representatividad es una exigencia tácita de la vida en sociedad. La rubrica que oficializa una experiencia colectiva. No deja de resultar paradójico que el mejor portavoz y relaciones públicas sea hoy alguien que no ha sido elegido en las urnas. Porque, dejando de lado debates políticos y filosóficos sobre la monarquía -en una España que nunca ha sido monolíticamente monárquica- y también a pesar de la zozobra que vive hoy esta institución debido al llamado efecto calamar -cuya tinta de fatalidad se extiende oscureciéndolo todo-, el príncipe Felipe es la figura pública más solvente. Con él, el pánico al ridículo se desvanece; ya que posee un don de gentes que consiste sobre todo en saber mirar a los ojos y tener soltura en varios idiomas. Y en su estrenada madurez institucional, ha dado sobradas muestras de que se halla preparado para saludar con franqueza, mediar y encabezar un relato nacional, que es lo que se exige de un rey. Con el paso de los años, acabamos hartos de la pesada colección de tics del poder. De la fanfarronería o la incompetencia, del cinismo, de la grosería y la baja preparación. Y el actual desafecto hacia la clase política, aquejada de una enorme falta de credibilidad, reclama nuevos liderazgos. Por ello, que el Príncipe acuda a la Cumbre de Panamá con una agenda apretada, pero sentado en la tribuna de invitados, sin poder reemplazar simbólicamente a su padre, es una prueba más de la artificialidad e inmovilismo que nos envuelve. Hace pocos días escuché a Don Felipe dirigirse a los inversores y jóvenes emprendedores, en el II Foro Spain StartUp & Investor Summit, organizado por el IE y puesto en escena, con excelencia, por los hermanos Antoñanzas. Felipe de Borbón habló de “creativación”, de la necesidad social de contar con agentes transformadores, de la adaptación a los cambios por parte de profesionales ávidos de futuro; “cuantos más seáis mejor nos irá”, dijo a los participantes. Pensé en lo frustrante que debía ser que él no pudiera aplicárselo. En los últimos años, los reyes de Bélgica y Holanda han abdicado en sus hijos, de edad parecida. De la misma forma que surgen nuevos perfiles profesionales denominados “agentes de transformación” las viejas monarquías europeas sacuden sus alfombras, renovándose por dentro y por fuera. Y en España, al menos no se debería cometer el ridículo de temer por el “prematuro protagonismo” del Príncipe. Porque nadie es precoz a los 45 años. (La Vanguardia)

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21 de octubre de 2013
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Las ojeras de la capital

Hubo un tiempo en que Madrid fue espumoso y chispeante, desafiando su estampa costumbrista. Contenía infinitas burbujas de euforia, poder y hambre de mundo. O mejor dicho, formaba una burbuja en sí misma. Consciente de haber crecido sin planificación ni filosofía, sus defectos acababan convirtiéndose en virtudes porque sus códigos tan disparatados ?de la Zarzuela a los curas rojos de Vallecas? componían una estampa vistosa. A mediados de los noventa, aún podías detenerte ante las ventanas del Gijón para ver quiénes estaban en su tertulia. Y en el antiguo prostíbulo ?y trastienda de Chicote? Cock, una nutrida legión de escritores y periodistas disparaban al arco iris de la noche con ingenio y whisky on the rocks. Qué madrugadas aquéllas en las que Maruja y Vázquez Montalbán oficiaban la liturgia y Juan Cruz dictaba la crónica por el teléfono del bar. Entonces, sus calles parecían un casting abierto 24 horas en el que se mezclaban, en su caos proverbial aunque excitante, los tatuajes de Alberto García-Alix con las pashminas de Cari Lapique; y donde las damas de la gauche caviar se reunían en el ágora de la tienda de Elena Benarroch. Un ir y venir de mujeres apodadas ?Cuca? o de hombres llamados Jose ?sin acento? mantenían la tradición en el barrio de Salamanca y se iban a ?comprar la joya? a Durán y el tortel al rancio pero inefable Embassy, el muy castizo salón de té. Al estrenar siglo, Madrid hizo el esfuerzo de sacudirse el provincianismo. Y la euforia de clubes, buenos gimnasios, tiendas eco,y marcas italianas se hacía notar. ¡Cuánta admiración despertaba la proactividad empresarial! El dinero se representaba con la esfinge del oso del madroño, y producía cierto morbo contemplar el paso de la comitiva real porque te hacía sentir como en Versalles o Buckingham. Era el Madrid en el que la por entonces ministra Ana Palacio mandaba a sus escoltas a que le sacaran los perros, cuatro bracos vigorosos. O el de los estrenos sinfín y las fiestas más canallas: la luna infinita de Madrid. El año pasado, cuando cerró Jockey, el emblema del clasismo madrileño ?y las mejores patatas fritas con aire?, comenzó el principio del fin. Con el estropicio de la crisis fueron desapareciendo sus iconos más identitarios, y afloró una ciudad resistente, cuyo mejor paisaje es el de su gente, que aún soporta el sanbenito de facha a pesar de que en la misma Juan Bravo se abriera el club más grande de intercambio de parejas de España. Hoy también está cerrado. Además de relaxing cups of café con leche, en la Plaza Mayor, de noche, hay ratas. El Beer Bus, donde se bebe cerveza, se canta a gritos y se interrumpe el tráfico, ejemplifica lo bajo que se puede caer malvendiendo el centro histórico ?que pide a gritos un plan de saneamiento? a un turismo de mínimos. Mientras que sus ciudadanos sufren una alta carga impositiva. La comparación de la llamada Milla de Oro con el Paseo de Gracia resulta cada vez más dolorosa, y el mar de la meseta de Vistillas añora la placidez del azul condal. Agua, azucarillo y aguardiente, regresó el costumbrismo y la falta de miras. Aún y así, existe un Madrid extraoficial, subterráneo, que mantiene su audacia, por mucho que, en la superficie, un imperio low cost amenace ética y estética. Pero lo peor de todo no es que la Villa y corte haya perdido su lustre, ni que sea más que nunca una ciudad incómoda gracias a la inoperatividad de sus gestores que han contribuido a hacerla cada vez más irrespirable. Lo peor es sentir que ha perdido su sonrisa de gata.

(La Vanguardia)

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20 de octubre de 2013
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Esto es hardcore

Un sexo libertino, con unos gramos de Viagra -de uso recreativo-, intercambios de pareja, sexting y poses acrobáticas abandona la oscuridad de los sótanos. No se alarmen, aún no es obligatorio; pero cada vez parece menos excepcional. La libertad de información que procura la red incide en la sexualidad, y de qué manera. “Cuando se tiene sexo hoy se quiere que sea como en una película porno”, confiesa una estudiante a la edición norteamericana de Vanity Fair en un reportaje sobre el impacto de la tecnología en la vida sexual de los más jóvenes. Asediados por una cultura pornográfica que las generaciones anteriores recibieron con cuentagotas y codificada, hoy tanto la disponibilidad para la cita a ciegas como la caída de tabúes han modificado la forma de interactuar con el deseo. Y si bien durante largos años se ha denunciado la sexualización de la mujer por parte de la publicidad, las revistas femeninas, la moda o el cine, ahora la impudicia con la que se exhiben cuerpos preparados para desafiar el clasicismo sexual no entiende de puritanismos, feminismos ni caminos de retorno. No sólo son las desinhibidas estrellas de Melrose Avenue, con sus morritos procaces, como Miley Cyrus, que puso el trasero en pompa en el escenario de los premios MTV; celebrities cuya explícita hipersexualidad, sumisa, queda a años luz del juego de provocaciones de sus predecesoras. También las escenas y los anuncios porno que se cuelan en los dispositivos electrónicos a los que permanecen enganchados los adolescentes más de once horas al día. Basta un clic para despertar de la edad de la inocencia: pubis depilados, erecciones encadenadas, obligados juguetes sexuales, desafíos para romper rutinas…y, como telón fondo, el riesgo de banalizar la transgresión. Algunas voces de alarma advierten de que el sexo ha mecanizado el artificio entre las parejas tiernas que quieren emular aquello que ven a diario en sus pantallas. Y que a las experiencias eróticas enriquecedoras las ha reemplazado la imposición de un hardcore inapelable. Resulta chocante que en ese mar de emociones fuertes alguien defienda lo positivo de las rutinas de pareja que arrastran una especie de culpabilidad social, según la sexóloga Catherine Blanc: “Hoy se cree que las relaciones a tres son casi prácticas obligatorias, pruebas de libertad o de emancipación, pero no olvidemos que nos pertenece a nosotros definir nuestros deseos”. Porque lo que importa no es el escenario o las fantasías, sino actuar con conciencia sin patrones ni imposiciones -ya sean puritanas o libertinas- para que cada uno escoja el lenguaje con el que desea expresarse en la vida y en la cama. O a través de la pantalla. (La Vanguardia)

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16 de octubre de 2013
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Pechos que no venden

No fue “un episodio capaz de producir objetivamente una perturbación grave del orden”. Así lo dictó en su auto el juez Ramiro García de Dios, ordenando la puesta en libertad de las activistas de Femen que alborotaron el Congreso con sus grafiteados pechos al aire. El juez parte de una premisa monumental: desnudar el torso “en la realidad social del tiempo actual” ya no escandaliza a nadie. Acaso podrían causar disturbio grave las palabras de las activistas, afirma, pero no tanto por su contenido sino por dar voces hasta interrumpir abruptamente las sesión. La lógica del juez parece la propia de una sociedad madura y cansada: resulta más condenable armar griterío entre las bancadas de sus señorías que plantarles un topless reivindicativo en pleno escaño. Protestar con las tetas apuntando a la lente de la cámara no significa protestar más, pero sí conseguir un eco mediático que, a día de hoy, sigue funcionando. Quién lo hubiera dicho. La mamocracia es en nuestros días un lugar común que, como bien advierte el juez, se ha convertido ya en costumbre. Las mujeres exhiben sus tetas por motivos bien dispares: bajo el sol, para mostrar rebeldía, con deseos lúbricos o para amamantar a sus hijos. En las campañas de publicidad, en el cine, en las revistas que promueven un erotismo cool -como la resucitada Lui, dirigida por el escritor y provocador profesional Frédéric Beigbeder; o la barcelonesa Odiseo-, las modelos posan ante fotógrafos estrella en desnudos llamados “estéticos”, glamurosos o minimalistas. Eso ocurre en un dobladillo de la realidad, y por su intensidad como espectáculo predomina en el discurso público de los senos desinhibidos. Pero, en el otro extremo, entre la masa difusa de las vidas corrientes, en las que no hay asomo de exhibicionismo ni de bronca, muchos pechos corren otra suerte: en la Comunidad de Madrid, 30.000 mujeres no han podido someterse desde hace más de medio año a una mamografía preventiva. Asuntos de contratos con clínicas privadas. Recortes. Y como resultado, una dimisión del sistema en toda regla. La Sociedad Española de Oncología Médica ha anunciado su preocupación, y el PSOE pide abrir expediente, pero el caso es que esas 30.000 mujeres de entre los 50 y los 69 años -a partir de entonces te desahucian del protocolo de prevención- aguardan su cita con la máquina. “No respires, no te muevas”. Los pechos oprimidos entre planchas de acero. Una prueba sádica, dolorosa, y aun así salvadora y reconfortante. Cierto que no es lo mismo el amor que el sexo, ni el erotismo que la ginecología. Y que los pechos expectantes de una mamografía poco tienen que ver con los senos morbosamente felices de las revistas que ahora vuelven a los quioscos de la Rive Gauche ni con las tetas protestonas de Femen. En verdad son más noticiables, sí; pero no venden. (La Vanguardia)

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14 de octubre de 2013
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El Boomeran(g)
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