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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El Príncipe

No hay empresa, por insignificante que sea, que no precise de un portavoz. Alguien que dé la cara, que se erija en interlocutor, que abra o cierre las reuniones y que palmee las espaldas de sus interlocutores con cierta desenvoltura. Y no digamos si esa empresa es un país. Un país en crisis, además. Para brindar por los éxitos y solemnizar los adioses, cortar cintas o alentar al pueblo. Mal que nos pese, la representatividad es una exigencia tácita de la vida en sociedad. La rubrica que oficializa una experiencia colectiva. No deja de resultar paradójico que el mejor portavoz y relaciones públicas sea hoy alguien que no ha sido elegido en las urnas. Porque, dejando de lado debates políticos y filosóficos sobre la monarquía -en una España que nunca ha sido monolíticamente monárquica- y también a pesar de la zozobra que vive hoy esta institución debido al llamado efecto calamar -cuya tinta de fatalidad se extiende oscureciéndolo todo-, el príncipe Felipe es la figura pública más solvente. Con él, el pánico al ridículo se desvanece; ya que posee un don de gentes que consiste sobre todo en saber mirar a los ojos y tener soltura en varios idiomas. Y en su estrenada madurez institucional, ha dado sobradas muestras de que se halla preparado para saludar con franqueza, mediar y encabezar un relato nacional, que es lo que se exige de un rey. Con el paso de los años, acabamos hartos de la pesada colección de tics del poder. De la fanfarronería o la incompetencia, del cinismo, de la grosería y la baja preparación. Y el actual desafecto hacia la clase política, aquejada de una enorme falta de credibilidad, reclama nuevos liderazgos. Por ello, que el Príncipe acuda a la Cumbre de Panamá con una agenda apretada, pero sentado en la tribuna de invitados, sin poder reemplazar simbólicamente a su padre, es una prueba más de la artificialidad e inmovilismo que nos envuelve. Hace pocos días escuché a Don Felipe dirigirse a los inversores y jóvenes emprendedores, en el II Foro Spain StartUp & Investor Summit, organizado por el IE y puesto en escena, con excelencia, por los hermanos Antoñanzas. Felipe de Borbón habló de “creativación”, de la necesidad social de contar con agentes transformadores, de la adaptación a los cambios por parte de profesionales ávidos de futuro; “cuantos más seáis mejor nos irá”, dijo a los participantes. Pensé en lo frustrante que debía ser que él no pudiera aplicárselo. En los últimos años, los reyes de Bélgica y Holanda han abdicado en sus hijos, de edad parecida. De la misma forma que surgen nuevos perfiles profesionales denominados “agentes de transformación” las viejas monarquías europeas sacuden sus alfombras, renovándose por dentro y por fuera. Y en España, al menos no se debería cometer el ridículo de temer por el “prematuro protagonismo” del Príncipe. Porque nadie es precoz a los 45 años. (La Vanguardia)

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21 de octubre de 2013
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Las ojeras de la capital

Hubo un tiempo en que Madrid fue espumoso y chispeante, desafiando su estampa costumbrista. Contenía infinitas burbujas de euforia, poder y hambre de mundo. O mejor dicho, formaba una burbuja en sí misma. Consciente de haber crecido sin planificación ni filosofía, sus defectos acababan convirtiéndose en virtudes porque sus códigos tan disparatados ?de la Zarzuela a los curas rojos de Vallecas? componían una estampa vistosa. A mediados de los noventa, aún podías detenerte ante las ventanas del Gijón para ver quiénes estaban en su tertulia. Y en el antiguo prostíbulo ?y trastienda de Chicote? Cock, una nutrida legión de escritores y periodistas disparaban al arco iris de la noche con ingenio y whisky on the rocks. Qué madrugadas aquéllas en las que Maruja y Vázquez Montalbán oficiaban la liturgia y Juan Cruz dictaba la crónica por el teléfono del bar. Entonces, sus calles parecían un casting abierto 24 horas en el que se mezclaban, en su caos proverbial aunque excitante, los tatuajes de Alberto García-Alix con las pashminas de Cari Lapique; y donde las damas de la gauche caviar se reunían en el ágora de la tienda de Elena Benarroch. Un ir y venir de mujeres apodadas ?Cuca? o de hombres llamados Jose ?sin acento? mantenían la tradición en el barrio de Salamanca y se iban a ?comprar la joya? a Durán y el tortel al rancio pero inefable Embassy, el muy castizo salón de té. Al estrenar siglo, Madrid hizo el esfuerzo de sacudirse el provincianismo. Y la euforia de clubes, buenos gimnasios, tiendas eco,y marcas italianas se hacía notar. ¡Cuánta admiración despertaba la proactividad empresarial! El dinero se representaba con la esfinge del oso del madroño, y producía cierto morbo contemplar el paso de la comitiva real porque te hacía sentir como en Versalles o Buckingham. Era el Madrid en el que la por entonces ministra Ana Palacio mandaba a sus escoltas a que le sacaran los perros, cuatro bracos vigorosos. O el de los estrenos sinfín y las fiestas más canallas: la luna infinita de Madrid. El año pasado, cuando cerró Jockey, el emblema del clasismo madrileño ?y las mejores patatas fritas con aire?, comenzó el principio del fin. Con el estropicio de la crisis fueron desapareciendo sus iconos más identitarios, y afloró una ciudad resistente, cuyo mejor paisaje es el de su gente, que aún soporta el sanbenito de facha a pesar de que en la misma Juan Bravo se abriera el club más grande de intercambio de parejas de España. Hoy también está cerrado. Además de relaxing cups of café con leche, en la Plaza Mayor, de noche, hay ratas. El Beer Bus, donde se bebe cerveza, se canta a gritos y se interrumpe el tráfico, ejemplifica lo bajo que se puede caer malvendiendo el centro histórico ?que pide a gritos un plan de saneamiento? a un turismo de mínimos. Mientras que sus ciudadanos sufren una alta carga impositiva. La comparación de la llamada Milla de Oro con el Paseo de Gracia resulta cada vez más dolorosa, y el mar de la meseta de Vistillas añora la placidez del azul condal. Agua, azucarillo y aguardiente, regresó el costumbrismo y la falta de miras. Aún y así, existe un Madrid extraoficial, subterráneo, que mantiene su audacia, por mucho que, en la superficie, un imperio low cost amenace ética y estética. Pero lo peor de todo no es que la Villa y corte haya perdido su lustre, ni que sea más que nunca una ciudad incómoda gracias a la inoperatividad de sus gestores que han contribuido a hacerla cada vez más irrespirable. Lo peor es sentir que ha perdido su sonrisa de gata.

(La Vanguardia)

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20 de octubre de 2013
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Esto es hardcore

Un sexo libertino, con unos gramos de Viagra -de uso recreativo-, intercambios de pareja, sexting y poses acrobáticas abandona la oscuridad de los sótanos. No se alarmen, aún no es obligatorio; pero cada vez parece menos excepcional. La libertad de información que procura la red incide en la sexualidad, y de qué manera. “Cuando se tiene sexo hoy se quiere que sea como en una película porno”, confiesa una estudiante a la edición norteamericana de Vanity Fair en un reportaje sobre el impacto de la tecnología en la vida sexual de los más jóvenes. Asediados por una cultura pornográfica que las generaciones anteriores recibieron con cuentagotas y codificada, hoy tanto la disponibilidad para la cita a ciegas como la caída de tabúes han modificado la forma de interactuar con el deseo. Y si bien durante largos años se ha denunciado la sexualización de la mujer por parte de la publicidad, las revistas femeninas, la moda o el cine, ahora la impudicia con la que se exhiben cuerpos preparados para desafiar el clasicismo sexual no entiende de puritanismos, feminismos ni caminos de retorno. No sólo son las desinhibidas estrellas de Melrose Avenue, con sus morritos procaces, como Miley Cyrus, que puso el trasero en pompa en el escenario de los premios MTV; celebrities cuya explícita hipersexualidad, sumisa, queda a años luz del juego de provocaciones de sus predecesoras. También las escenas y los anuncios porno que se cuelan en los dispositivos electrónicos a los que permanecen enganchados los adolescentes más de once horas al día. Basta un clic para despertar de la edad de la inocencia: pubis depilados, erecciones encadenadas, obligados juguetes sexuales, desafíos para romper rutinas…y, como telón fondo, el riesgo de banalizar la transgresión. Algunas voces de alarma advierten de que el sexo ha mecanizado el artificio entre las parejas tiernas que quieren emular aquello que ven a diario en sus pantallas. Y que a las experiencias eróticas enriquecedoras las ha reemplazado la imposición de un hardcore inapelable. Resulta chocante que en ese mar de emociones fuertes alguien defienda lo positivo de las rutinas de pareja que arrastran una especie de culpabilidad social, según la sexóloga Catherine Blanc: “Hoy se cree que las relaciones a tres son casi prácticas obligatorias, pruebas de libertad o de emancipación, pero no olvidemos que nos pertenece a nosotros definir nuestros deseos”. Porque lo que importa no es el escenario o las fantasías, sino actuar con conciencia sin patrones ni imposiciones -ya sean puritanas o libertinas- para que cada uno escoja el lenguaje con el que desea expresarse en la vida y en la cama. O a través de la pantalla. (La Vanguardia)

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16 de octubre de 2013
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Pechos que no venden

No fue “un episodio capaz de producir objetivamente una perturbación grave del orden”. Así lo dictó en su auto el juez Ramiro García de Dios, ordenando la puesta en libertad de las activistas de Femen que alborotaron el Congreso con sus grafiteados pechos al aire. El juez parte de una premisa monumental: desnudar el torso “en la realidad social del tiempo actual” ya no escandaliza a nadie. Acaso podrían causar disturbio grave las palabras de las activistas, afirma, pero no tanto por su contenido sino por dar voces hasta interrumpir abruptamente las sesión. La lógica del juez parece la propia de una sociedad madura y cansada: resulta más condenable armar griterío entre las bancadas de sus señorías que plantarles un topless reivindicativo en pleno escaño. Protestar con las tetas apuntando a la lente de la cámara no significa protestar más, pero sí conseguir un eco mediático que, a día de hoy, sigue funcionando. Quién lo hubiera dicho. La mamocracia es en nuestros días un lugar común que, como bien advierte el juez, se ha convertido ya en costumbre. Las mujeres exhiben sus tetas por motivos bien dispares: bajo el sol, para mostrar rebeldía, con deseos lúbricos o para amamantar a sus hijos. En las campañas de publicidad, en el cine, en las revistas que promueven un erotismo cool -como la resucitada Lui, dirigida por el escritor y provocador profesional Frédéric Beigbeder; o la barcelonesa Odiseo-, las modelos posan ante fotógrafos estrella en desnudos llamados “estéticos”, glamurosos o minimalistas. Eso ocurre en un dobladillo de la realidad, y por su intensidad como espectáculo predomina en el discurso público de los senos desinhibidos. Pero, en el otro extremo, entre la masa difusa de las vidas corrientes, en las que no hay asomo de exhibicionismo ni de bronca, muchos pechos corren otra suerte: en la Comunidad de Madrid, 30.000 mujeres no han podido someterse desde hace más de medio año a una mamografía preventiva. Asuntos de contratos con clínicas privadas. Recortes. Y como resultado, una dimisión del sistema en toda regla. La Sociedad Española de Oncología Médica ha anunciado su preocupación, y el PSOE pide abrir expediente, pero el caso es que esas 30.000 mujeres de entre los 50 y los 69 años -a partir de entonces te desahucian del protocolo de prevención- aguardan su cita con la máquina. “No respires, no te muevas”. Los pechos oprimidos entre planchas de acero. Una prueba sádica, dolorosa, y aun así salvadora y reconfortante. Cierto que no es lo mismo el amor que el sexo, ni el erotismo que la ginecología. Y que los pechos expectantes de una mamografía poco tienen que ver con los senos morbosamente felices de las revistas que ahora vuelven a los quioscos de la Rive Gauche ni con las tetas protestonas de Femen. En verdad son más noticiables, sí; pero no venden. (La Vanguardia)

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14 de octubre de 2013
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Madrid es un bache

En Madrid también se cierran panaderías. No las de barrio de toda la vida, esos pequeños colmados que combinan la baguette con las chucherías y la bollería industrial (que curiosa adjetivación que en cambio no se aplica a los frankfurt), sino aquellos establecimientos nacidos con el arranque del nuevo siglo, tan europeos, que nos enseñaron a recorrer medio mundo a través de las más diversas formas de amasar la harina o el centeno. El pan es lo que la ternura a la infancia en el reino de los alimentos. Señalaba Morris en ?El mono desnudo? que tenemos preferencia por la comida caliente porque simula ?la temperatura de la presa?, vinculándonos a nuestro pasado de animales de rapiña. También existe una razón dictada por ?la sabiduría del cuerpo?: los alimentos se calientan para ablandarlos. Pero, ¿por qué razón se calientan los blandos, y por qué sentimos tanto gusto masticando pan caliente? Acaso porque sabemos que es un placer fugitivo, que pronto se enfría. Mucho podría glosarse acerca de la mística del pan; también de la suerte de santuario en que se convierten algunas panaderías, y el reencuentro con la memoria del primer olor, ese acontecimiento de la infancia cuando se manda al niño, por primera vez, solo, a comprar el pan. En poco tiempo, en la calle Hortaleza, en General Oraa o junto al Paseo de la Habana han desaparecido los hornos donde se doraban los candeales, los de nueces, pasas o variadas semillas. Recuerdo que al llegar a esta ciudad, hace ya más de dieciséis años, me sorprendí de la escasez de tiendas gourmet, además de gimnasios decentes. En Barcelona siempre hubo hornos golosos, con casta, y luego cadenas de panaderías con dulce y salado, unas mejores que otras. ?El pan es uno de los productos mágicos con un precio asequible? dice Ferran Adrià en el libro ?Locos por el pan?. Madrid que reventó en los noventa con gimnasios, flag-ship stores y panaderías artesanas, celoso y a la vez admirado del esplendor de Barcelona, cada vez con mayor ambición y menos complejo. Hoy, la hegemonía del Paseo de Gracia contrasta con la soledad de las aceras de Ortega y Gasset mientras por primera vez no habrá festival de jazz en el otoño de la capital ?donde han actuado, en sus 29 años de historia, los más grandes? mientras que Esperanza Spalding actuará en el Palau. Una vez perdida la llave de los juegos olímpicos, con un pronunciado descenso del consumo, el tráfico aéreo y la oferta cultural, así como un sangrante recorte en la recogida de basuras, la ciudad pierde alegría, brillo y hornos de pan. ?Madrid es un bache? ?me dice un taxista (con permiso de Paul Johnson para utilizar este recurso un artículo)?: hay miles y no arreglan ninguno. Ni los de postín?. (La Vanguardia)

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9 de octubre de 2013
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Risa con espinas

Confieso que también sentí estupor al contemplar la risa de Rosario Porto, la madre de la niña asesinada en Santiago. Ese natural desenfado, provisto de la ligereza refrescante que muchos consiguen transmitir cuando sonríen… A primer golpe de vista parecía incluso una risa alegre. La escena, captada desde lejos y entre árboles, desprendía el halo de imagen furtiva, robada, lo que aún rubricaba más su ignominia. Porque en las películas sólo los malvados sonríen mientras la policía busca pistas del crimen de tu propia hija. La ficción, como estructura mental que ha organizado las reacciones humanas y nuestro imaginario colectivo -estereotipándolas de paso-, reescribe el guión del dolor con estilo noir. Reírse en medio del drama es un acto indecoroso, y a la vez desafiante. Y si esa risa nos llega a través del ojo de una cámara el juicio es inmediato. Porque bajo el impacto de la noticia del asesinato de una niña en el que los padres son detenidos como presuntos sospechosos, la división entre el bien y el mal está cantada. “Se trata de una risa social”, afirmaba el otro día una experta en semiótica, al tiempo que denotaba su percepción de la madre como una mujer experta en manejar la distancia social, acostumbrada a interactuar, incluso con los policías que la llevaban detenida. No en vano es abogada. Reírse. Es innegable el grado de ofensa que puede entrañar fuera de contexto. Su poder hiriente, el desprecio que supone en un marco de desgracia, cuando alrededor domina la conmoción. Puede que fuera la única sonrisa en 48 horas de Rosario Porto, o que se tratara de una reacción espontánea ante un comentario animoso. Incluso de un mecanismo de defensa. Da igual. En el crimen de Santiago ya se ha escrito la mitad de la sentencia con los antecedentes: hija adoptada, y superdotada, que a veces tomaba medicación fuerte, madre con crisis de ansiedad, separación de los padres, abuelos recién fallecidos, y mucho dinero, una copiosa herencia patrimonial. Y si le sumamos el retrato psicológico de una de las supuestas culpables, al veredicto le acompañan en nuestra mente redobles condenatorios. Es remarcable cómo hemos acostumbrado no sólo la mirada sino también el juicio a la edición de la realidad. En nuestra sociedad panóptica y sobreinformada, instagrameada, tuiteada y youtubeada en directo, sólo cuenta lo que se ve. A pesar de que la filosofía nos ha prevenido contra las apariencias, hoy somos capaces de invadir la intimidad, de conocer cada una de sus teclas, y de sacar conclusiones rápidas gracias a la fijación de una imagen. Mientras le rendimos culto de manera desesperada, aferrados a lo visible, una parte de la vida subterránea, insondable, inconsciente, sigue oculta. Y se nos hace excesivamente arduo enfrentarnos a ese “por qué” sin cámaras de por medio, como si la realidad fuera un largometraje en 3D. (La Vanguardia)

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7 de octubre de 2013
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Hablar por las uñas

¿Qué somos las mujeres sin manos? Sin los dedos que abrochan sujetadores, se colocan los pendientes con un gesto concentrado o hurgan en el fondo del bolso. Manos que extienden cremas hidratantes sobre la piel de sus hijos, que aún anudan corbatas o atusan cariñosamente el pelo de los maridos. Manos laboriosas que se entrelazan en el ancho páramo de la convivencia a esa hora en la que tanta falta hace tener otra cerca para sentirla dentro de la tuya. Hay mujeres que son auténticas virtuosas del arte de mover las manos. Algunas incluso hipnotizan con sus movimientos. Las extienden, agitan, repican las uñas en la mesa con golpecitos lentos y secos, las hacen girar como una mariposa o las abren en un gesto que viene a ser mitad súplica mitad ofrenda. En algunos países del sudeste asiático, el peso de la danza no se apoya en los pies sino en las manos, que van dibujando formas en el aire. Como las bailaoras de flamenco. Hubo un tiempo, a finales de los noventa, en que se pusieron de moda las clases de sevillanas en los gimnasios. A veces me quedaba mirándolas tras el cristal: señoras con el pelo mojado, embutidas en un traje de faralaes. Veinte mujeres, cuarenta manos y cuatrocientos dedos en tensión; muchas sensaciones emergían, pero todas ajenas al tacto. En casi todas las culturas, cuando una mujer se siente sobreexpuesta, le sobran las manos. No sabe dónde meterlas. Es un asunto particularmente visible en las fotos:te sobran, no sabes qué hacer con ellas. El auge del llamado ?nail art? en verdad representa una prótesis decorativa de gran sofisticación. ¿Por qué hoy las mujeres se pintan las uñas de azul o amarillo? Del rojo oscuro de Cleopatra a aquellos primeros colores sólidos que popularizó Eleanor Roosevelt, la moda de decorar las uñas se ha convertido en un nuevo ?nicho? de mercado. La carta de colores y filigranas, de esmaltes permanentes y brillos, se extiende en un catálogo infinito como si quisiera neutralizar las uñas mordidas, las manos agrietadas o los dedos retorcidos. A veces contemplo a aquellas que se acarician a sí mismas mientras esperan en un aeropuerto. Si son mujeres, prueben la diferencia de hacerlo con las uñas descuidadas o recién pintadas. Qué inexplicable sentimiento de eficacia aportan unas manos, como se dice, ?arregladas?. No en vano, el arreglo ha sido una circunstancia connatural de nuestra condición, un adjetivo que ha determinado dos categorías muy claras: mujeres arregladas y mujeres dejadas. En ambos casos, no puedo dejar asociarlas a un taller de reparación. Y es que en realidad, los esmaltes de uñas no son más que una composición refinada de la pintura de coches.

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2 de octubre de 2013
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Buscarse la vida en Marte

El show de la realidad en formato televisivo se ha convertido en un nuevo aguijón de subsistencia. Más allá de los cinco minutos de gloria y de la obsesión por la fama como activo -no tanto para sumar fortuna como para sedar vanidades y conseguir mesa en un restaurante-, hoy a través de los realities se consigue una profesión. A poder ser vocacional. Ahí está el llamado Project Runway -un concurso de diseñadores de moda gracias al cual el ganador puede financiar su colección-, los histriónicos Master chef o La voz, de donde se sale con la promesa de un luminoso futuro laboral y una campaña promocional gratuita. En Italia, RAI3 estrenará el próximo noviembre Masterpiece, un talent show para escritores que mezclará literatura y emociones, presumiblemente no a la manera de Bernard Pivot en su mítico Apostrophes, ni de nuestro Joaquín Soler Serrano y sus espléndidas conversaciones sobre literatura y vida, sino, supuestamente, de forma vistosa, comercial, “atractiva para el gran público”, como suele decirse. Escritores expuestos a la grasienta cotidianidad de la convivencia y convertidos en protagonistas de un exhibicionismo de primer orden: sus inseguridades, bloqueos, manías, sus euforias y rituales, la necesaria soledad del que alinea palabras para narrar una historia, pero sobre todo ese manojo incierto de celos, lágrimas y libidos alimentarán la parrilla televisiva a cambio de ver su nombre en la tapa de un libro. “A día de hoy, o te presentas a un reality o emigras”, me decía el otro día una joven que no ha conseguido adaptarse en Munich y que forma parte del casi medio millón de españoles que, según el INE, emigraron el año pasado (desde 2008 el número de jóvenes expatriados ha crecido un 41%). Buscarse la vida lejos como solución a la crisis, al desempleo o la precariedad y a la desesperación ha definido siempre los movimientos migratorios, incluso los de las aves. Desarraigo frente a supervivencia. Aunque cada vez más radical, como acaba de plantear una organización llamada Mars One que supera el formato del reality: se trata de emigrar para siempre a Marte. Hasta el momento han recibido más de 200.000 solicitudes, entre ellas casi 4.000 desde España. En 2023 un equipo convenientemente formado “se convertirá en el primer grupo de seres humanos que viajan a Marte para vivir allí el resto de sus vidas”, afirman sus promotores, que también dejan claro que el retorno es inviable económica y tecnológicamente. Y además, “tras un tiempo en Marte, el cuerpo no sería capaz de habituarse de nuevo a las condiciones gravitatorias de la Tierra”. I’m a stranger here myself, titulaba Odgen Nash uno de sus libros de poemas. Así nos vemos un poco más cada día, extraños para nosotros mismos, habitantes de la nada dispuestos incluso a plantar lechugas en Marte sin billete de vuelta. (La Vanguardia)

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30 de septiembre de 2013
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Obreras de la moda

De nuevo la pasarela. Esa adicción juvenil. Ese negocio monumental. La exaltación estética, aspiracional. Vuelve lo de siempre, la recreación del pasado con un barniz de novedad capaz de encender el deseo y reproducir en un lenguaje universal sus consignas a fin de capturar el aire del tiempo. “Los años se secan como hojas”, escribe el autor del momento, el recuperado John Salter, de moda como los pantalones al tobillo o las botas con tachuelas. Pero, mientras la prosa sin pedrería de Salter se lee como un descubrimiento, los diseños que estos días desfilan en las semanas de la moda -ahora, la de París- se exhiben como una evidencia. Ni teorías a lo Barthes ni poesía costurera en las crónicas. Lo que en verdad cotiza es la nomenclatura: las marcas, las tendencias y, muy especialmente, las modelos. Los rankings de las mejor pagadas se han convertido ya en un tópico, aunque siempre aparezcan en las páginas de cotilleo. Mientras se encumbra a las más famosas, tan indispensables para cualquier inauguración, campaña o reportaje, una legión de muchachas anónimas, algunas vulnerables muñecas de porcelana -como cantaba Serrat-, se visten y desvisten varias veces al día ante un director de casting que las escruta sin piedad. El 30%, según la organización Model Alliance, ha sufrido tocamientos o ha sido despedida por no perder dos kilos. La mayoría tiene entre 15 y 22 años y su mayor esfuerzo consiste en estar delgadas. Engordar un kilo significa una derrota. Las que llegan a las pasarelas internacionales representan un privilegiado 2%. Hay niñas de quince años a quienes un fotógrafo les pide que se desnuden. Una de ellas confesaba que se escondió en el baño a llorar, pero luego lo hizo, posó. A veces trabajan doce horas seguidas. Y no son pocas las que, a Dios gracias, reciben un traje y la cena como único salario. Los abusos sexuales siempre han acompañado a esta profesión sobre la que pesa la acusación de frivolidad, prebendas, objetualización del cuerpo y narcisismo. Vivir de la imagen, en verdad, tiene algo que ver con la prosa rasa de Salter: hay que asumir una actitud ganadora desde el primer momento. Pero la realidad esconde demasiadas historias sórdidas, y hablar de los derechos de las modelos parece un asunto muy diferente que el resto de reivindicaciones laborales. Garantizar los mismos derechos que amparan cualquier otro oficio es lo que pretenden asociaciones como Equity o Model Alliance: regular horarios, limitar la edad de las chicas para trabajar, controlar el mobbing y los abusos… Porque bajo las alfombras del glamur existe un sucio suburbio en el que se cometen auténticos atropellos contra las bellas obreras de la moda. (La Vanguardia)

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25 de septiembre de 2013
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La crisis, las abejas y el Papa

Hay datos concluyentes de que estrenamos una nueva era. Y no sólo por los archiconocidos argumentos de cambios de paradigma. Ocurren a diario transformaciones que nos mantienen en vilo, cada vez más habituados al sobresalto. Frente a la desconfianza de los cínicos que nunca han creído que los lazos de la fraternidad humana sean naturales, sino producto del interés común, aflora una nueva sensibilidad. O mejor dicho, una transformación ética que promueve otros baremos para medir el valor de lo tangible y lo intangible bajo unos criterios bien distintos a la lógica capitalista del sistema de precios. Hoy, incluso la supervivencia de las abejas se ve amenazada (gran tema que hace unas semanas publicaba Time en portada, alertando sobre el uso de pesticidas y sobre todo dibujando un mundo donde cada vez se plantan menos flores). Una excelente metáfora sobre estos tiempos la que planteaba la revista al aventurar que habrá que crear abejas robóticas porque la tercera parte de los alimentos humanos son polinizados por abejas, según la Wikipedia; y su labor representa quince mil millones de dólares de valor en los cultivos, según Time. Las alternativas para suplir lo que se extingue a menudo pasan por la deshumanización, como el polen de acero frente a los enjambres naturales que tantas veces han representado el trabajo en equipo y la organización de grupo. Las colmenas abandonadas a causa de la amenaza de los pesticidas simbolizan el éxodo, interior y exterior de una sociedad cada vez más empobrecida. No sólo la bancarrota de los estados provoca un cambio de actitud; una demanda casi histérica de protección se multiplica frente al desplome del Estado del bienestar: educación, sanidad, pensiones… Y parecen razones suficientes para neutralizar la sociofobia que ha permanecido en tantos discursos liberales. Lo analiza con hallazgos César Rendueles en Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital. (Capitán Swing). “Un sistema económico basado en un arrogante desprecio por las condiciones materiales y sociales de la subsistencia humana está condenado a caer en un proceso autodestructivo cuya única finalidad es tratar infructuosamente de reproducirse”, afirma el autor. Las medidas urgentes que penalizan a la ciudadanía, ahora esos 33.000 millones de recortes en pensiones, evidencian de nuevo que los discursos sobre la austeridad son de cartón piedra, y que la dignidad es un valor perdido. Hubiera querido dedicar esta columna a las palabras sinceras, diferentes, revolucionarias, del papa Francisco. Al significado de los puentes que tiende para combatir las distancias sociales y las exclusiones. Y al final he escrito sobre abejas y sociofobias. Pero basta terminar con una frase suya que debería de convertirse en nuevo mandamiento universal: “No se puede hablar de la pobreza sin experimentarla”. (La Vanguardia)

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23 de septiembre de 2013
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El Boomeran(g)
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