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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

Robin Williams en "El club de los poetas muertos"

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Un malestar sin poetas

 

Hubo un tiempo en el que la noción de esfuerzo se transmitía de padres a hijos. No hacían falta palabras; bastaban las manos callosas que subían el butano y los delantales gastados. Y aunque su sudor nos conmoviera, nada era capaz de herir la hermosura que íbamos hinchando a base de azúcar y ensueño. El amor estaba en el aire, ­pero también un destino digno: la promesa de que viviríamos mejor que nuestros padres pues se abría la puerta de un ascensor social hasta entonces bloqueado. España enfilaba su norte estrenando Seats, libertad y futuro.

“Quiero que encuentren su propio camino, en cualquier dirección: con estilo orgulloso, con estilo tonto, como sea”, decía el profesor Keating a sus alumnos en El club de los poetas muertos. También les recordaba que todos seremos alimento para los gusanos, por ello les alentaba a aprovechar el tiempo, a vivirlo abrazando lo extraordinario. Y aquel profesor interpretado por Robin Williams se subía a la mesa para explicar el punto de vista: pobres quienes no saben mirar las cosas de manera distinta. Los que entonces éramos jóvenes idealistas adoramos la película y leímos con más ferocidad a Whitman, Frost o Maria-Mercè Marçal, versos que nos liberaban del miedo a despeñarnos si pensábamos diferente, esa “desesperación silenciosa” que nombraba Thoreau. Nuestros profesores no se subían a un pupitre, pero nos abrían el hambre y la sed de conocimientos. La guerra estaba lejos. A nuestros veintitantos bombardearon Sarajevo, donde, como cuenta la escritora Dubravka Ugrešic en su deslumbrante ensayo La edad de la piel (Impedimenta), una niña que acabó en la sección psiquiátrica de un hospital respondía a la pregunta de los médicos “¿qué es lo que más miedo te da?”: “Las personas”.

Hoy, nuestros hijos, zetas y millennials , saben que vivirán peor que nosotros. La pandemia ha multiplicado la hilera de puertas impenetrables. Licenciados y con másters aspiran no más que a cronificar su estatus de becarios. Los gurús del mapa disforme de las nuevas leyes sociales no son ya poetas ni maestros, sino El Rubius o Kim Kardashian. Suelen identificar el éxito con la provocación y la vacuidad del postureo. Y se ven salpicados por la ola de cinismo que dificulta la principal máxima de la democracia: vernos como verdaderamente somos, mientras falsas verdades encienden la mecha del odio.

Las expectativas de los jóvenes son miserables, lo que les lleva a no sentir el mínimo apego por el sistema. Algunos acaban comprando argumentos populistas: radicalidad, violencia, rechazo de lo democrático. Se han acostumbrado a que vendedores disfrazados de coach desplacen a la autoridad intelectual y científica. Ahí está, por ejemplo, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele –39 años–, que gobierna el país con poder absoluto desde varias pantallas, incapaz de mantener una conversación de Estado sin mirar cien veces su teléfono.

El cambio de paradigma analógico/virtual ha supuesto el triunfo de una forma de entender el conocimiento que sigue la lógica de la fast food: facilidad y rapidez, satisfacción inmediata, nada productivo, ni una miga de beneficio. Y si a eso le sumamos el desplome de la espiritualidad –casi la mitad de quienes tienen entre 18 y 24 años no se identifica con ninguna fe–, se agiganta el vacío. Lo resumía el escritor Adam Zagajewski: “En general, lo grande no puede ser expresado. En cambio, lo pequeño sí: se puede intentar”.

El manto de la cultura ha dejado de protegerlos. Les ha fallado el principio de la retribución: no por mucho estudiar tendrán un lugar en la vida. Extraños de sí mismos, su desmotivación dificulta incluso la rebeldía. Pero no lo olvidemos, el malestar de los jóvenes violentos esconde el silencio herido de los pacíficos, que empiezan a temer más a los adultos que al fuego, como aquella niña de Sarajevo.

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8 de marzo de 2021
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Tiempo de compasión

El espejo nos devuelve la ilusión óptica de lo que se ve de nosotros. Nos hemos acostumbrado al chasis, lo hemos aceptado y mejorado, pero seguimos buscando “nuestra esencia”. Incluso quienes hacen gala de un ánimo impasible y ejercitan voluntad, esfuerzo y paciencia habrán conocido el látigo del desasosiego, que desnuda como nunca podrá hacerlo un espejo.

La pandemia ha quebrado la noción convencional de tiempo y la hechura del siglo. Ha parado el reloj global. Ha limitado la libertad de movimiento, creando una especie de doble realidad: seguimos viviendo como siempre aunque en realidad vivamos como nunca. Ha pospuesto trabajos y negocios, bodas, viajes y reencuentros en los que ya se había grabado una ilusión; eran una forma de aliviar la pesada carga de la vida, durante tanto tiempo entendida como una empresa.

Días de parálisis han acentuado las consecuencias de la estrecha convivencia con uno mismo. Tú puedes ser el explosivo. En los aeropuertos ya no revisan tan celosamente el equipaje, te toman la fiebre, en busca del potencial infeccioso que puede seguir perpetuando la cadena vírica hasta que llegue la ansiada inmunidad. En el 2022 la sitúa Financial Times , y la bautiza Nuevo Renacimiento. Volverán los eventos, los bailes, la benigna sensación de hoja en blanco. Menguarán los viajes de trabajo, pero emprenderemos rutas por placer, con asistencia digital; las miradas vigilantes de los jefes se irán transformando en plataformas para controlar el trabajo; invertiremos más en salud, veremos al médico por Zoom. La tecnología nos arrebatará suavidad y gesto. Y la salud mental será nuestro flanco débil.

En su último libro, Yoga , Emmanuel Carrère ingresa diez días en un retiro de yoga. No se puede hablar y no se cena, pero se va allí a ser menos desgraciado. Carrère se conmueve ante el grupo aislado, casi en ayuno, que quiere conocerse mejor. Y entonces recuerda a André Malraux frente a un viejo cura que sumaba cincuenta años de confesionario, a quien interrogó sobre lo que sabía del alma humana. “He aprendido dos cosas –le respondió el cura–. La pri­mera es que la gente es mucho más infeliz de lo que se cree. La segunda es que no hay grandes personas”.

La depresión ha escalado posiciones, aunque ya hace años que la OMS la considera la tercera causa de muerte. Cada 40 segundos se suicida alguien en el mundo: la precariedad global, el tedio del sedentarismo, tanta pantalla sin carne… La receta media deriva al ansiolítico y la fluoxetina. Existe información holgada sobre el alud de desórdenes mentales que ha activado la crisis de la covid. Pero, en cambio, la certeza de nuestra fragilidad ahuyenta la compasión, que no equivale a la caridad cristiana, y es más intensa que la empatía. Se trata de escuchar todas aquellas emociones que nos remueven ante el sufrimiento del otro: un lenguaje captado por los sentidos, aunque nos hayamos alejado de la visión eudaimonista de los clásicos para alcanzar una vida mejor. Lo resume así la filósofa Martha Nussbaum: “Para que se despierte la compasión se debe considerar el sufrimiento de otra persona como una parte significativa del propio esquema de objetivos y metas. Se deben tomar sus penurias como algo que afecta al propio florecimiento”. Autoras como Concepción Arenal o Simone Weil habían ahondado antes en el fundamento de la intersubjetividad, pero Naussbaum es concluyente: no indignarse ante las injusticias cometidas a otros es propio de esclavos. La compasión es un revulsivo emocional que nos enfrenta al dolor ajeno y nos empuja a reducirlo.

Puede que apenas haya grandes personas, como le dijo aquel cura a Malraux, y que todos nos revolvamos en nuestras miserias y fruslerías, pero si no somos capaces de sentir compasión, habitaremos un glaciar poscovid, donde la poca piel que nos quedaba acabará crionizada.

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24 de febrero de 2021

Artista: Maurice Quentin de La Tour
Título: Madame Du Châtelet at her Desk

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Brecha de tiempo

Durante la Feira do Libro da Coruña, antes de la pandemia, coincidí con un matrimonio de escritores, y comentamos la circunstancia de que ambos trabajasen en casa. “¿Y los niños, no os interrumpen?”, les pregunté, a lo que ella me respondió: “A él no; a mí siempre”. Recordé aquellas imágenes reveladas en biografías de John Cheever o Lev Tolstói: “Silencio, padre trabaja”. El escritor ajeno a la fiebre infantil y las rodillas ensangrentadas, extranjero de la montaña de ropa por planchar. Su puerta era la de un castillo. No como las maternas, líneas franqueables a demanda. De nada importa la relevancia del cargo ni el volumen de trabajo, una madre está abierta 24/7. Sus vidas poco se parecen a la de Madame du Châtelet, que se largó a un castillo en la Lorena con su amante, Voltaire, para escribir el Discurso sobre la felicidad , traducir a Newton al francés y preparar un tratado de física dedicado a su hijo.

La pandemia ha agrandado la brecha de tiempo no retributivo de las mujeres, y también ha pospuesto sueños. En el foro europeo Women Business & Justice, organizado por el Col·legi de l’Advocacia de Barcelona, la presidenta del Senado, Pilar Llop, advirtió que la covid “ha dilapidado el talento femenino, ahora en riesgo de retroceso”. Muchas carecen de una habitación propia para avanzar en sus estudios, proyectos o becas. Lo evidencian estudios realizados por la Complutense sobre el impacto del confinamiento. Persiste la vieja dinámica del reparto de tareas: antes del virus, las investigadoras dedicaban una media de 6,2 horas semanales a trabajar en sus publicaciones, hoy su tiempo de estudio se ha reducido a 1,6 horas, mientras que el de los hombres ha aumentado más de una hora. Las cifras, neutras y opacas, oscurecen siempre a la minoría: aquellos que lejos de acomodarse en su burbuja son compañeros de veras –la etimología de la pa­labra recuerda el vínculo entre aquellos que compartían el pan– y apuestan por construir a cuatro manos. El valor del tiempo no debería tener género ni sexo, aunque el de las mujeres siga cotizando a la baja.

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11 de febrero de 2021

ALEX WONG (AFP)

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Te recuerdo, Amanda

Vestía un abrigo rojo con vuelo y coronaba su frente con una diadema. Parecía recién salida de un libro dorado de juventud. Fui afortunada: entramos juntas en el ascensor y pude seguir admirándola. Se pintó los labios y hablamos sobre el rojo; recitó un par de versos de Lorca con un quiebro que asustaba, y se rió al vibrar con las erres. Me contó que era poeta, norteamericana, y que el equipo de Prada la había fichado a través de Instagram. Los tentáculos virtuales de las redes sociales habían acercado a una desconocida joven universitaria de Harvard hasta la miel de la moda. Se llamaba Amanda Gorman, tenía 21 años y había empezado a escribir de niña para entender por qué la vida no era fácil. Fue su forma de perder el miedo a un mundo donde ser negra y mujer significaba no estar del lado de los ganadores.

Intercambiamos correos: estudiaba en Madrid y prometió llamarme. Una tarde llegó en autobús desde la avenida de América. Llevaba un cuaderno y me preguntaba con perspicacia acerca de las expresiones que usábamos. Su autoconfianza desbordaba los contornos de su traje. Se definía como “escritora anónima”. Quedamos en hacer un reportaje sobre ella, pero Oprah Winfrey la descubrió y adelantó su regreso a EE.UU.

No la había vuelto a ver hasta la semana pasada. En la toma de posesión del presidente Biden. Allí estaba Amanda, con su inamovible sonrisa, y un compás que, como los flamencos, marca con el paladar cada sílaba. Celebrando que “una negra flaca descendiente de esclavos y criada por una madre soltera pueda soñar con convertirse presidenta o encontrarse de repente recitando para uno”.

Ella le puso rostro a esa utopía de la que habíamos perdido su sombra. “Si fusionamos la misericordia con el poder, y el poder con los derechos, entonces el amor se convierte en legado”, como dice el poema que recitó: “The hill we climb”. La opinión internacional elogió su activismo poético, pero en nuestra España algunos la consideraron cursi y otros provincianearon, reprochándole que hubiera preferido ir al desfile de Prada en lugar de leer versos en clase.

Amanda posee un poderoso espejo: todos aquellos que se miran en él se ven mejores. Lo supieron Miuccia Prada, Hillary Clinton o Jill Biden, que la propuso para la ceremonia. Esta es una historia feliz. Amanda lleva una cabeza dentro de su cabeza. Y encarna un futuro que suena con latido, un faro para los jóvenes achicados por la precariedad y la pandemia que acorta sus pasos. ¡Ah, esa frescura, Amanda, capaz de combatir el persistente olor a vinagre!

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2 de febrero de 2021

Imagen por Angel Santos en Unsplash

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Soñar en pequeño

No lo han dudado. Han negociado con los dueños de la casa rural que suelen alquilar los veranos, y se han mudado allí a pasar el invierno contemplando amaneceres con escarcha y zorros que platean el monte. “Las niñas van al colegio a caballo”, me cuenta mi amiga, que aguantará con su marido y sus dos hijas hasta la primavera en una aldea abulense sin hacer colas enmascarilladas, aunque tampoco se paseará bajo la luz de las farolas. Dos escritores teletrabajando: seis meses en una casona, forrados de libros. Las niñas sentadas en un pupitre de la escuela rural, los sábados corretean entre gallinas. Se trata de una escena bucólica en la que carecen de importancia las goteras o la impotencia de Amazon.

Difícilmente el mundo precovid hubiera aceptado el nuevo contrato en remoto que se ha impuesto, por el cual han empezado a renacer algunos pueblos golpeados por la falta de empleo de calidad, razonablemente remunerado y estable. Las normas que parecían sostener la estructura de las relaciones laborales se han flexibilizado, y acaso el mayor inconveniente sea el social: equipos sin contornos, sin roce ni perfume, envasados al vacío.

Lo rural se ha ido proyectando como un espacio pintoresco para los urbanitas. Un poco de antropología y otro tanto de paisajismo, una práctica accesible para doparse de neorruralismo chic. Pero la realidad es que los pueblos se empequeñecieron todavía más porque el modelo de vida que ofrecían había acabado por alejarse demasiado del ideal. La desconexión con las ciudades se había convertido en traumática: ahí estaba su gran anuncio de una vida con escaparates y avenidas con setos, de trabajos interesantes y centros de formación solventes, clubs, tascas y robots aspiradores Roomba, mercados capaces de proveerte de fresas durante todo el año aunque los tomates sepan a poliespán. Por ello muchas zonas rurales fueron perdiendo su dibujo al carbón y se ajaron, ante el peligro de convertirse en no lugares, una especie de pueblos dormitorio donde sus habitantes –sobre todo los jóvenes– adoptaban una posición más nihilista que en las áreas de extrarradio.

Algunos ayuntamientos creativos han empezado a promocionar a través de las redes campañas de repoblación, eso sí, sin autocares de solteras ni sorteos de jamones. Se trata de una invitación a un éxodo en sentido contrario. Porque, de repente, el tan humano soñar a lo grande se ha visto sacudido por lo imprevisto, instaurando una nueva humildad desde la que resurge el pueblo como un lugar donde respirar.

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19 de enero de 2021
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Se puede vivir

Pasaron cosas cuando parecía que no podía ocurrir nada. La vecina rubia paseaba por las tardes su tripa de nueve meses para que el bebé bajara. Un atardecer oímos el llanto de leche, ese gemido que es una oración de la inocencia, y fuimos más felices. La vida no se cansaba de nacer.

La lavanda floreció en verano y trajo el fragante aroma del campo a la ciudad; nos frotábamos las manos con sus espigas violáceas. Luego ahuecábamos el rostro entre ellas para sentirnos olorosamente jóvenes. La gravedad se resentía, igual que bajo la ducha o al sacar las tostadas calientes; nos reconciliaba con el desorden. Pasaban cosas cuando no debía pasar nada. Todo el espacio estaba colonizado por la batalla a vida o muerte contra el virus. Hubo medusas en la playa, más solitarias, pero persistentes como nosotros, que corrimos a bañarnos para quitarnos la costra del encierro. Los niños no tuvieron piojos.

Nos olvidamos de pasar las hojas del calendario. Había un placer decadente en ver abril en lugar de junio. Cuando el reloj de la cocina se paró, decidí dejarlo unos días marcando las cinco de la tarde, una hora inglesa y lorquiana. El tiempo tiene luz. Estrenamos el 2021 con la idea de salir de un largo y oscuro túnel. Y la cicatriz de la muerte a nuestro alrededor nos hace estrenar un sentimiento de ligereza. Felizmente, ha habido una especie de dimisión de una parte de nosotros mismos, pobres idiotas que queríamos exhibir dientes de audacia: “Entérate de que no habrás progresado realmente hasta que hayas perdido el deseo de demostrar que tienes talento”, anotó Jules Renard.

Escribo estas líneas con la última niebla de diciembre. Enero amanecerá blanco, igual que la insaciable idea del cuaderno por estrenar, aunque no olvidemos las pérdidas ni el dolor arrojado. Cuenta Emmanuel Carrère en Yoga (Anagrama) –sale en febrero– que durante una grave depresión acudió a visitar a un médico sabio. Solo veía el suicidio como posible salida. En lugar de contradecirlo, le dijo: “Tiene usted razón. El suicidio no tiene buena prensa, pero hay veces en que es la solución”. Luego añadió: “Si no, puede vivir”. Cuatro palabras para curar el alma.

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8 de enero de 2021
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La vida nuda

Durante buena parte de nuestra vida activa tendemos a confundir lo que hacemos con lo que somos. Permanecemos imantados a nuestras actividades como el cordón umbilical que nos ata a la flecha del tiempo. Acabamos por creer que han delegado en nosotros un poder y una responsabilidad que, por pequeños que sean, debemos tomarnos absolutamente en serio. O-, ¿no recuerdan cuando nos llevábamos trabajo a casa, no solo carpetas sino problemas, complejos, impotencias y relaciones envenenadas? Este año la casa ha acogido el despacho, y apenas hemos tenido roce con los otros. El simbolismo de las oficinas concebidas como colmenas humanas –donde aparentemente reinaba una eficiencia colaborativa– ha sido reemplazado por la pantalla inodora, ante la cual podemos transgredir el protocolo social fusionando vida pública con vida privada. ¿Cuántos teletrabajadores se habrán conectado con sus jefes en pantalón de pijama y calcetines? Y si este detalle bien podía producirnos cierto placer (igual que el de no trasladarnos hasta la periferia para ocupar nuestra silla laboral), debemos admitir que, a la vez, implica una pérdida de nuestro yo social y político.

Justo al inicio de la pandemia cayó en mis manos un interesante ensayo que analiza el pensamiento de Giorgio Agamben, Política sin obra , escrito por el joven filósofo Juan Evaristo Valls Boix, que forma parte de la corriente de pensamiento de política posfundacional plasmada en una colección que edita Gedisa. La filosofía de Agamben desarrolla una crítica a la maquinaria política occidental que ha separado la vida en dos: la legítima, productiva y gobernable, y la desnuda e inoperante, señala el autor. ¿Por qué no dejar de someterse a los principios de la realización y del éxito, los mismos que nos han atenazado como individuos? ¿Por qué la búsqueda del valor de nuestros actos nos ha desprovisto de gestos soberanos? “El hombre moderno es aquel que ha perdido la relación con él mismo y solo puede pensarse a través del consumo de nuestra identidad”, resuelve Juan Evaristo Valls.

Subrayé medio libro, desde el mismísimo prólogo, firmado por la profesora Laura Llevadot, en el que ilustra acerca de la inoperancia que encarna Bartleby y su “preferiría no hacerlo”, que, según el filósofo italiano, representa una forma de resistencia pasiva para no seguir engordando un sistema que “exige un hacer continuo y nos separa de la vida hasta agotarla”. Y volví a pensar en las vidas nudas, las que carecen de suplemento de politicidad. Las mismas que nos han asistido durante la pandemia. Y siguen haciéndolo. Las de los mensajeros y repartidores de paquetería, muchos de ellos sin un DNI español, precarizados y en los bordes del sistema, pero cuyo servicio –al igual que cajeras, repartidores o camioneros– ha constituido el pilar sobre el que se ha asentado una sociedad confinada.

Llegan las Navidades, pautadas, abortadas y replanteadas una y otra vez en una especie de coitus interruptus . Asistimos a una ruidosa delibe­ración de medidas que ha agotado nuestra escasa ración de deseo. Durante meses hemos blandido el carnet de buenos ciudadanos, entregando nuestras libertades a cambio de la promesa de seguridad, muertos de miedo por la acuciante sombra de la tragedia, y bien parece que sigamos dentro de un mal sueño parecido al que nos revelaba Roger Caillois, en el cual había desaparecido la casa que habitábamos; sí, se esfumaba de repente. Simplemente dejaba de existir.

¿Acaso nuestro presente y futuro no están más desnudos que antes del virus? Desprovistos del hervor de la ambición, ya no podemos admitir que la vida por sí sola no vale nada, sino reivindicar esa pura inmanencia del vivir aconteciendo, que describe Agamben. “Situar el vivir en el centro de la vida”, resume con clarividente sencillez. Qué difícil es entender a aquel cuyo vivir no se ha medido en función de sus fines y de sus obras, sino en la búsqueda del perdido jardín del Edén; “la beatitud de esta vida”, en palabras de Dante que recoge el autor.

Ya hemos hecho nuestra la soledad del animal herido, el desamparo del perro de Goya apuntando su hocico al abismo. Las ciudades paralizadas, la cancelación de los rituales sociales, las familias separadas que no se juntarán este año en la ritualización de Navidad y Fin de Año, esos escenarios familiares por antonomasia. Todo ello nos afecta, sí, pero permite también que nos escrutemos, asomados a la intemperie universal con un espíritu de superviviente. Y nos brinda la oportunidad de liberarnos de unas cuantas máscaras que, como el mentiroso que acaba por creer sus propios engaños, pensábamos que eran consustanciales a nuestra personalidad.

El otro día le oí decir al papa Francisco en La 2 que “los artistas son apóstoles de la belleza que ayudan a vivir a los demás”. Hizo un alegato a favor de la expresión artística y confesó que reza a santo Tomás Moro para que le guarde el sentido del humor. Qué sencillo parece, pensé: arte, risas y el paraíso terrenal. Algún día la vida pudo ser eso.

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23 de diciembre de 2020
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Estado burbuja

Hay un placer sumiso en ­hacer estallar burbujas, porque son ilusiones que representan lo efímero. Glóbulos de aire que reventamos en los plásticos protectores, complacidos con su sonido similar al de despegar los labios. Otras se deshacen con la punta de la lengua cuando suben desde el fondo de la copa, bullendo. De jabón doméstico, higienizantes, o a lo Cleopatra, blancas como una fantasía nevada en agua caliente, evocan la alegría causada por una belleza fugaz. Las encontramos ya en la pintura flamenca del siglo XVII, y Chardin, Millais o Monet se entretuvieron dándoles forma en sus cuadros, al igual que Calderón y Machado en sus versos.

Burbujas que ya casi ni percibimos, pues la vista nublada por la Covid apenas permite espacio mental para lo minúsculo. ¿Se acuerdan de aquellas actrices y bailarinas caracterizadas de burbujitas doradas de cava? No ha habido mejor disfraz, tan festivo como ridículo, para sugerir un estado ingrávido. Hoy nos producirían pudor, y sería extraño que alguien se sintiera espumoso haciendo de burbuja. Porque en un arrojo de obediencia semántica, la sanidad pública nos ha cambiado el uso de la palabra.

Oigo decir a los invitados de una tertulia que pasarán sus Navidades en su burbuja social , tal como han recomendado las autoridades sanitarias. Burbujas de seis, que, si se aplica la norma, deben ser siempre los mismos. Sin cruces de saliva más allá del sexteto. Podemos transitar de dentro a fuera, pero imprimiendo soledad a nuestros hábitos. Nos vamos desmembrando de la multitud, ya no pertenecemos a ella, custodiados en nuestra burbuja profiláctica y reescribiendo los cálculos de la proxemia: el estudio entre la distancia íntima y la pública, que nunca había sido tan dilatada. La idea de cabaña se apropia con más fuerza que nunca de nuestro corazón abatido, tal vez porque trae ese aire de fantasía infantil, el goce seguro entre dentro y fuera.

Etéreas y delicadas, en su iridiscencia las burbujas tienen algo de hipnótico. Su simbolismo alude a lo pasajero que, al no tener consistencia sólida, puede estallar de forma imprevista en cualquier momento y desaparecer sin dejar rastro; pero también expresa la libertad total: ¿quién puede controlarlas? Sinónimo de solipsismo y frivolidad, ahora nos agarramos a su resignificación, conectada con la seguridad y la responsabilidad. Aunque lo esencial es que, a pesar de este gran cambio, el efecto Marangonisiga cumpliéndose y nuestras burbujas no se desvanezcan cuando por fin lleguemos a la superficie de una verdadera normalidad.

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9 de diciembre de 2020
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Los mediocres

En los hervores de esta crisis, cada semana recibo una noticia procedente de mi entorno que constata el ascenso de alguien mediocre, así como la tóxica influencia que ejerce en las vidas de otros. Pienso en la palabra mediocre. Acaso sea injusta. En realidad se trata de hombres y mujeres revestidos de un tipo particular de talento que consiste en no hacer nada o muy poco, y aparentar lo contrario. Suelen ser ases haciendo pasillos, y no, no tienen la lacerante sensación de apartarse de su cometido mientras enredan, forman alianzas, conspiran y lanzan escupitajos de rencor.

Les irritan las buenas ideas si no las proponen ellos -pues, aunque no las tengan, las roban y copian-, ya que, como advirtió Stendhal, "no existe nada que odien más que la superioridad de talento: esta es, en nuestros días, la verdadera fuente del odio". Y, a pesar de su mezquindad, van creándose una minirreputación gracias a sus modales altaneros y a menudo iracundos, siempre faltos de modestia y empatía, excepto cuando, en un rapto de calculada magnificencia, deciden perdonar la vida a sus pobres lacayos o invitar a una ronda aduladora.

Pero también están los mediocres silenciosos, aquellos que suelen pasear un perfil bajo a fin de no ser descubiertos, o que han aprendido del coach de turno que lo ver­daderamente importante no es el conocimiento, ni la preparación o la experiencia, sino que se aferran a una palabra resba­ladiza, actitud , que camufla su oportu­nismo sonrojante. Y si es cierto que todo ejercicio del poder, desde la política hasta la em­presa o la universidad, implica cierto grado de cinismo que pisotea la ética entre ­iguales, en su caso, la única verdad inamovible es que para ser popular hay que ser aborregado.

¿Por qué las personas más cultivadas, ­generosas y sensibles no suelen ocupar puestos de poder? Me dirán que su propia inteligencia, una cualidad a menudo despreciada por la jauría competitiva, juega en su contra. Demasiado buenos, moderados y poco ambiciosos, argumentarán otros. Escribía el incontestable Paul Johnson que las buenas acciones son más fáciles de describir que de realizar. Malcolm Muggeridge le comentó una vez a Graham Greene: "Yo soy un pecador que trata de ser un santo, y usted es un santo que trata de ser pecador". Pero ¿qué hay de la insípida mayoría que, como yo, no desea ni la notoriedad ni una aureola?". Y, a su pregunta, añadiría otra: ¿a qué podemos aspirar todos aquellos que asistimos con cara de pasmarotes al desfile de mediocres que vampirizan el aire que respiramos?

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26 de noviembre de 2020
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Contactless

 

El déficit de luz y abrazos nos decolora como si nos hubiéramos echado un líquido para apagar el bronce de la piel. "Falta de vitamina D" reflejan masivamente las analíticas, a pesar de que el sol de invierno sea capaz de doparnos los huesos. Pero los paisajes fantasma no calientan el corazón, al contrario, por huidizos y mudos, huérfanos del eco de los pasos sobre el empedrado. La idea de multitud sigue en cuarentena y nos sentimos desprogramados, parece que aquella densificación nos amparara en lugar de magullarnos. El apelotonamiento humano en los centros de las ciudades o las mesas pegadas en los restaurantes, donde la conversación vecina se nos metía dentro del plato, han caducado igual que los aforos a rebosar, o los turnos sin intervalo que dejaban las sillas calientes.

Otra noción de la distancia social nos hace más vulnerables y pobres en oxitocina. Sí, la hormona de la felicidad que segregamos al tocarnos, besar mejillas y enroscar lenguas nos ha sido arrebatada con la muerte del tacto social. Y de la sensorialidad. "El contacto lento, parecido a una caricia, no solo es importante para nuestra supervivencia, sino también para nuestro desarrollo cognitivo y social: por ejemplo, puede influir en la forma en que aprendemos a identificar y reconocer a otras personas desde una edad temprana", explica Laura Crucianelli, investigadora Marie Skłodowska-Curie en el Instituto Karolinska y el University College de Londres. Según sus conclusiones, sentir la piel del otro puede reducir la frecuencia cardiaca, la presión arterial y los niveles de cortisol, es decir, rebajar el estrés. Crucianelli recuerda que, cuando abrazamos a un amigo, nuestro cuerpo libera oxitocina reforzando nuestra motivación para mantener el contacto con los demás.

El coronavirus ha declarado la guerra a los sentidos. Una de sus flechas directas asaeta el olfato y el gusto: no oler ni saborear, menudo castigo. Pero sobre todo proscribe el tacto, de forma que los adultos hacemos regresión y recordamos aquella reprimenda infantil que se convirtió en cantinela: "¡No toques eso!". Hoy, vista y oído deben jugar en solitario la partida sensorial, no exentas de limitaciones. Gafas empañadas a causa de la mascarilla, y oídos a menudo blindados a los ruidos exteriores por los auriculares que informan de las últimas cifras de infectados y las nuevas medidas implementadas. El neuromarketing de los noventa quiso combatir la emoción cada vez más plana que proporcionaba lo material dotándola de atributos más elevados. Se extendió el término japonés kansei , que puede traducirse por "sensibilidad y sensitividad" y se relaciona estrechamente con el sentido del tacto en el ámbito del "diseño emocional", demostrando, como afirmaba Margaret Atwood, que "el tacto es el primer idioma y el último, y siempre dice la verdad".

La nueva urbanidad, además del miedo, nos ha hecho dimitir de nuestros hábitos tocones pese a que parecía imposible para nuestra expansiva cultura latina. Hemos renunciado a la fisicidad sin apenas rechistar. Ni una palmada en la espalda, por si acaso. Mejor reunirse a través de la pantalla, comer y beber en solitario, bailar en modo aerobic... Ahora nos palpamos el corazón igual que si fuéramos fríos nórdicos, aunque hay perspectivas interesantes que tener en cuenta dentro de esa virtualización. Por un lado, se ha extendido la soledad como enfermedad silenciosa y global. Vivir solo y sentirse solo no siempre están vinculados. Sin embargo, cuando acontece, la tristeza se expande igual que una mancha de aceite y robotiza los gestos humanos. No es una sensación exclusiva de las personas mayores: los millennials son la generación que más sola se siente. Así mismo, es propio de esta promoción un menor interés por el sexo: descienden los encuentros sexuales y aumenta el onanismo. Dado que los españoles dedicamos de media cinco horas y 18 minutos diarios a internet, y una hora y 39 minutos a las redes sociales (en las que algunos tienen hasta ocho perfiles diferentes), es evidente que el muro que no nos deja olernos ni manosearnos está hecho de pantallas. Nos entregamos a ellas sin reservas. Aplaudimos la sofisticada tecnología que iba sustituyendo la mano humana por la inteligencia artificial, la moneda por el bitcoin, e imponiendo la huella digital para acceder a la información que antes guardábamos en un archivador. Fuimos reemplazando las charlas telefónicas por los mensajes cortos y absurdos -¿cuántas veces escribimos gratuitamente OK tan solo para constatar que estamos al otro lado de la red?-. Abandonamos el papel que crujía al pasar la página por la luz lechosa del iPad. Vimos que la distancia no era impedimento para obtener placer, y aceptamos que el sexo virtual también era sexo.

Y ahora, doblemente huérfanos de tacto, imploramos un abrazo y un beso, tan proscritos como la peste. Ayer, con una PCR negativa en la mano, le estampé un beso a una amiga de mi hija y sentí una vieja emoción: cómo no absorber su energía capturando esa mezcla de olor a pizza y a perfume de fresa. Fue un efímero, aunque embriagador, retorno sensorial a la vida.

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12 de noviembre de 2020
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El Boomeran(g)
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