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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales como Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), Icon de El País, Marie Claire, y Woman. Ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (El País, Vogue, la cadena SER, Onda Cero, TV3 y TVE) y ha publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Actualmente es columnista de La Vanguardia y directora del Magazine

Oberon, Titania and Puck with Fairies Dancing c.1786 William Blake. Tate.org.uk

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Bailar la conga

Durante el confinamiento, después de los aplausos a los sanitarios, se quedaban algunos vecinos a charlar de balcón a balcón. Yo los observaba igual que a actores de teatro. Con qué fruición pronunciaban los adjetivos o adornaban sus exclamaciones con los brazos, tanto mujeres con batas de forro polar como hombres con camisetas imperio. Se les veía a gusto, parloteando con la olla al fuego o el mando de la tele en la mano, con tal ansia de hablarse en persona que olvidaban el pudor de ventilar sus intimidades.

Pensé en ellos cuando la masa se volvió a meter en una lata de sardinas para celebrar el fin del estado de alarma. El predecible efecto sacacorchos se concretaba en una exhibición de euforia al recuperar la libertad de movimiento a través de tipos y tipas muy ufanos de representar la imprudencia. No tardaron en llegar los lamentos de quienes profetizaron que la pandemia nos haría mejores. Según los pensadores que han analizado su impacto, esta nos dejará una buena cicatriz en algún rincón del ser, el público y el privado, porque una crisis mortal nos ha pasado por encima, colapsando el mundo. No obstante, el espíritu extrovertido, espoleado por el hartazgo, se apresura a celebrar. Lo que sea. Y a bailar la conga, fundiéndose entre la multitud, ese existir mediante los otros.

Empiezan a recuperarse las tertulias de café, las partidas de mus y el té con pastas en las ciudades de provincias. Los primos, sobrinos y cuñados ya pueden derramar juntos el cava sobre el mantel. Pero también se irá rompiendo una de las pocas costumbres benévolas que nos dejó todo esto: cenar a las ocho y media, regresar a las once y empezar de nuevo la noche. Volverán las dobles filas, los abrazos falsos y los besos mojados. Socializaremos más, aunque no olvidaremos que durante un año apenas hemos tenido ganas de hablar con cuatro gatos, los mismos que nos han curado con su voz alguna noche de perros. Con ellos hemos compartido una intimidad que no se pliega a ningún toque de queda, sí, los grandes afectos han salido fortalecidos de esta media soledad. “¿Imaginas si al terminar la reclusión obligada todo volviera a ser como antes, cegados por la socialidad perdida, y no pudiéramos quedarnos con la atención recuperada?”, reflexiona Remedios Zafra en Frágiles. Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura (Anagrama), además de intuir el apabullamiento de miles de tareas minúsculas sobre las aceras recalentadas. Es un temor fundado: nuevos pastores excitan a su aborregada multitud en nombre de una falsa libertad.

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14 de mayo de 2021

Amor y Dolor – Edvard Munch

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Terapia y amor

 

Buscamos secretos, aunque sepamos que en cualquier historia habita un silencio. Lo que se calla puede ser la pieza suelta que necesitábamos para comprender o, todo lo contrario, nos decepciona porque, lejos de esclarecer algo, lo oscurece. Por ello hay escritores que incluyen largos silencios en sus novelas como forma de activar nuestra propia voz y excitarnos la curiosidad. Nos llevan a fantasear que somos pequeños Robinson Crusoe de la condición humana, ansiosos de entender la razón por la que unos se corrompen y extravían, pierden las ganas de amar, y otros se hacen millonarios.

Hoy somos terapeutas amateur que hurgan entre los restos de los sueños para explicarnos por qué perdemos el sentido de la vida. Atribuimos a la pandemia la nube mental que ralentiza nuestro pensamiento. La misma que nos ha desgajado del grupo por su condición tóxica. Ha desaparecido incluso el espacio público para hablar de la nada, y se han llenado las consultas –muchas virtuales– de psicólogos y psiquiatras. “¿Qué me está pasando?”, “¿qué he hecho mal en la vida?”, “¿por qué soy una mierda?”. La pandemia se ha erigido también en contaminadora de mentes al romper la ilusión del control, ese mandato que ha regido siempre nuestras vidas.

Se agranda la brecha del afecto: deseamos imperiosamente que nos quieran, que sepan de verdad quiénes somos. Personajes famosos que durante años insistieron en no hablar –Nevenka, Rocío Carrasco…– se han sentado frente a una cámara y han ofrecido un relato interiorizado que deja entrever largas sesiones de terapia o autoanálisis. Se lo han contado a sí mismos –o al médico– en infinitas ocasiones, de ahí que lo articulen sin dudar: expresarlo es empezar a curarse.

“Se debería entonces pensar la pandemia como criatura mítica”, afirma en Lo que estábamos buscando (Cuadernos Anagrama) Alessandro Baricco, para quien el virus, antes de tocar los cuerpos de los individuos, ha contagiado el imaginario colectivo. Y, una vez pase, ya vacunados, resistirá como un mito que tan solo podrá ser conjurado por otro, un descarrilamiento del cuerpo con mejor química que el diazepam: el amor.

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28 de abril de 2021
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Una conspiración literaria

Escritores y lectores conver­sando sin un fin concreto, ajenos a los caprichos del mercado, construyendo un relato que entra y sale de los libros entre el mundo de ayer y el de hoy. Esta es la imagen con la que identifico el premio Formentor, una especie de sociedad literaria creada en unos tiempos en que intelec­tuales y editores eran todavía escuchados. Carlos Barral, Claude Gallimard y Giulio Einaudi decidieron convocar la primera edición del premio, en 1960, para encontrar al más necesario de los escritores célebres. Deliberaron, y concedieron un ex ­aequo a Borges y Beckett, entregado el año siguiente en aquel paraje semisalvaje, el oasis mediterráneo del hotel Formentor. Se trata del galardón literario más interna­cional que se concede en España, y surge de la iniciativa privada. De la pasión de unos dis­tinguidos bohemios que leían a Rilke en la playa mallorquina, mistificada por sus rocas telúricas y su pino poético, símbolo de fortaleza.

El pasado lunes Formentor se trasladó a Sevilla, y navegó hasta la Cartuja, una isla fluvial situada entre dos brazos del Guadalquivir. Las nubes bajas traían una promesa de neblina que dudaba en esparcirse entre las ráfagas de jazmín y azahar. Ferrer Lerín, miembro del jurado, apreció un cernícalo primilla –al distinguir su cola gris azulada– sobrevolando el hotel Barceló Renacimiento cual guardián de las letras.

La ciudad estaba a punto de aflamencarse para vivir una feria en balcones y aceras, al tiempo que un jurado, ajeno al frufrú de los volantes, deliberaba el ganador de una edición que recupera la itinerancia, y que, con la pandemia, extiende su sentido de conspiración cultural. El argentino César Aria recibirá el galardón en Túnez. Basilio Baltasar, artífice del premio –que cuenta con el mecenazgo de la familia Barceló y Buades–, lo conecta con “cierto espíritu nómada, cuyo origen se remonta a las disputas filosóficas de la Magna Grecia, protegido por ese clima de libertad, agudeza, curiosidad y ecuanimidad que raras veces encontramos en otros lugares”.

Formentor es una anomalía. Exalta la imaginación, la calidad, la crítica y la meditación cultural, en las antípodas de los predicadores que extienden sus alas desde los realities show o los escupideros de las redes. Los intelectuales pintan hoy poco; el poder de influencia corresponde a los medios. Y deberíamos cuestionarnos por qué los pensadores y escritores ocupan un espacio tan marginal en una sociedad que apenas se hace preguntas, envilecida por el ruido de tripas de un pensamiento anoréxico.

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14 de abril de 2021

Imagen por Díaz Wichmann para Destino

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Najat y el ardor multicultural

Tuve tiempo por primera vez a los 28 años”. ¿Cómo fue eso? “Gané un premio literario, el Ramon Llull, y con aquel dinero por fin tuve tiempo”. Habla Najat el Hachmi, escritora, ganadora del último premio Nadal con El lunes nos querrán (Destino/Edicions 62), una novela sobre el éxodo. Huir de la religión, de la cultura, del idioma natal, de un piso de techos bajos, del imán de la mez­quita del barrio, de las vecinas malignas, policías de costumbres. Y de una misma. Su libro contiene un recuento detallado del viaje que supone escapar de un marco para encajar en otro, que también aprieta. Najat gastó 28 años de tra­vesía; y cuando por fin pudo comprar tiempo, supo quién era. No me cabe mayor idea de la soledad.

“La imagen que mejor refleja la ansiedad, el frágil equilibrio, es la de una madre sola”, me dice Najat. Ella lo fue con 21 años. El padre desapareció. Y el cableado con su familia estaba demasiado arañado. Se llevaba al hijo a todas partes, transbordos y librerías. Como la pro­tagonista de su libro que relata: “Cuando la gente se daba cuenta de que no le hablaba en la lengua de mi madre se sentían decepcionados y me decían: ‘¡Qué pena perder una lengua!’. Y yo no me atrevía a contarles que para con­servar la lengua me hubiera tenido que quedar en el barrio, bien tapada. Lo único que conseguía explicarles era que las lenguas están vinculadas a las emociones, y que las mías hacía décadas que no estaban ligadas a la lengua de mi pueblo”.

A Najat la invitaban a mesas redondas como la mora integrada de la que se espera un discurso ejemplar que abrace lo mejor de los dos mundos, incluido el exotismo que nos gusta contemplar en los mercadillos ambulantes. La bien amada multiculturalidad que confieso que un día exalté con ignorancia. Pornografía étnica, en palabras de El Hachmi. Ella era la nota de color, la cuota para tranquilizar la conciencia. Nadie le preguntó qué papel quería desempeñar. Lo daban por hecho.

Es difícil manejar las intolerancias ajenas. Como las interpretaciones rigoristas del islam que obligan a las mujeres a cubrirse el pelo como forma de invisibilizarlas: abayas y burkas para borrar su silueta y cerrar el paso al demonio. Tampoco el feminismo es amigo de los tacones y el maquillaje, comentamos con Najat. “Sí, pero a nadie le dan una paliza por llevar tacones, y en cambio sí te la dan por quitarte el pañuelo”. Hoy, la palabra multiculturalidad se ha sustituido por diversidad . No solo es más amplia, sino que huye de la identificación de los términos cultura y origen . Porque la cultura no debería tener límites geográficos, y, además, siempre multiplica. Pero ocurre un fenómeno curioso: cuando se preparan especiales sobre el concepto de diversidad en los medios españoles, la suelen importar de Francia o Inglaterra, donde los autores parecen más chic que los autóctonos.

El extranjero siempre será extranjero. Queremos que adopte nuestros valores y costumbres, y a la vez que nos entretenga con su plus de singularidad. Pero lo seguimos viendo como el otro . El diálogo y la negociación de acuerdos son todavía estrategias políticas titubeantes, entorpecidas siempre por el ruido y la furia de la polémica reaccionaria. Más que preservar su cultura original , los que vienen de afuera quieren papeles, derechos como ciudadanos y un lugar donde trabajar y vivir en paz. Su libertad y su dignidad está por encima del choque cultural o por lo que entendemos por integración, que suele ser siempre sesgado. No solo ellos, también nosotros somos sujetos interactuantes en el intercambio de la diferencia.

Hay muy pocas Najat en España, y hacen falta. Ella aprendió a escribir gracias a una madre que no sabía leer pero era una gran narradora oral de la tradición bereber. Afirma que ese es el legado más importante que ha conservado de sus orígenes. Luego saltó en pértiga.

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5 de abril de 2021

Imagen por Priscilla Du Preez en Unsplash

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Leed, leed, malditos

Soy rica en libros y en perfumes. No concibo mayores tesoros privados, garantes de un placer solitario que me conecta con los otros. Incluso cuando se abandonan, los libros viejos y los frascos vacíos siguen transmitiendo el encanto del descubrimiento. Los aromas me devuelven memorias olfativas y me aderezan el ánimo. En sus notas habita una promesa de felicidad, e igual sucede cuando entra un libro en casa y reconozco en él la oportunidad de un festín íntimo. Porque la lectura ha sido la llave para entender las cuatro cosas que sé de la condición humana.

Soy, por descontado, una madre más que entona el réquiem por los libros que no leen los hijos. Que nada en la frustración cuando las fantasías narcisistas me conducen a recomendarles lo que me fascinaba a su edad y vestía mis deseos. No funciona. Acudes a Geronimo Stilton o Roald Dahl. Después, solo pantalla. Cuánta razón tiene el ­ministro de Economía y Finanzas francés, Bruno Le Maire, en su alegato –que se ha hecho viral en las redes– a favor del poder de los libros. “La lectura es un combate –afirmó dirigiéndose a un grupo de estudiantes–; os va a permitir entender quiénes sois, va a poner palabras a aquello que sentís y que ni siquiera sabéis sobre vosotros. Y una persona totalmente desconocida a la cual nunca habéis visto y a la que probablemente nunca veáis os susurrará al oído, en el silencio de la lectura, cosas que nunca habríais comprendido sobre vosotros si no las hubierais leído”. No suele ser habitual que un político anime a abrir libros: “Leed, apartaos de las pantallas. Las pantallas os devoran, la lectura os alimenta. Esa es la diferencia”.

La buena voluntad del político francés –cuánto por aprender en esta España nuestra– probablemente chocará con el desinterés y la inercia. Las aplicaciones, ­videojuegos, redes o series seguirán dopando a los jóvenes. En mi caso, soy optimista. Algún día se les abrirá el hambre. Recuerdo cuando a mi hija mayor –todo le aburría– le di a leer El gran cuaderno de Agota Kristof. A medio libro vino sofocada, gritando: “¿Qué tipo de madre eres? Hay una escena de zoofilia”. Y con­tinuó leyendo, comiéndose los dedos.

 

 

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17 de marzo de 2021

Robin Williams en "El club de los poetas muertos"

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Un malestar sin poetas

 

Hubo un tiempo en el que la noción de esfuerzo se transmitía de padres a hijos. No hacían falta palabras; bastaban las manos callosas que subían el butano y los delantales gastados. Y aunque su sudor nos conmoviera, nada era capaz de herir la hermosura que íbamos hinchando a base de azúcar y ensueño. El amor estaba en el aire, ­pero también un destino digno: la promesa de que viviríamos mejor que nuestros padres pues se abría la puerta de un ascensor social hasta entonces bloqueado. España enfilaba su norte estrenando Seats, libertad y futuro.

“Quiero que encuentren su propio camino, en cualquier dirección: con estilo orgulloso, con estilo tonto, como sea”, decía el profesor Keating a sus alumnos en El club de los poetas muertos. También les recordaba que todos seremos alimento para los gusanos, por ello les alentaba a aprovechar el tiempo, a vivirlo abrazando lo extraordinario. Y aquel profesor interpretado por Robin Williams se subía a la mesa para explicar el punto de vista: pobres quienes no saben mirar las cosas de manera distinta. Los que entonces éramos jóvenes idealistas adoramos la película y leímos con más ferocidad a Whitman, Frost o Maria-Mercè Marçal, versos que nos liberaban del miedo a despeñarnos si pensábamos diferente, esa “desesperación silenciosa” que nombraba Thoreau. Nuestros profesores no se subían a un pupitre, pero nos abrían el hambre y la sed de conocimientos. La guerra estaba lejos. A nuestros veintitantos bombardearon Sarajevo, donde, como cuenta la escritora Dubravka Ugrešic en su deslumbrante ensayo La edad de la piel (Impedimenta), una niña que acabó en la sección psiquiátrica de un hospital respondía a la pregunta de los médicos “¿qué es lo que más miedo te da?”: “Las personas”.

Hoy, nuestros hijos, zetas y millennials , saben que vivirán peor que nosotros. La pandemia ha multiplicado la hilera de puertas impenetrables. Licenciados y con másters aspiran no más que a cronificar su estatus de becarios. Los gurús del mapa disforme de las nuevas leyes sociales no son ya poetas ni maestros, sino El Rubius o Kim Kardashian. Suelen identificar el éxito con la provocación y la vacuidad del postureo. Y se ven salpicados por la ola de cinismo que dificulta la principal máxima de la democracia: vernos como verdaderamente somos, mientras falsas verdades encienden la mecha del odio.

Las expectativas de los jóvenes son miserables, lo que les lleva a no sentir el mínimo apego por el sistema. Algunos acaban comprando argumentos populistas: radicalidad, violencia, rechazo de lo democrático. Se han acostumbrado a que vendedores disfrazados de coach desplacen a la autoridad intelectual y científica. Ahí está, por ejemplo, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele –39 años–, que gobierna el país con poder absoluto desde varias pantallas, incapaz de mantener una conversación de Estado sin mirar cien veces su teléfono.

El cambio de paradigma analógico/virtual ha supuesto el triunfo de una forma de entender el conocimiento que sigue la lógica de la fast food: facilidad y rapidez, satisfacción inmediata, nada productivo, ni una miga de beneficio. Y si a eso le sumamos el desplome de la espiritualidad –casi la mitad de quienes tienen entre 18 y 24 años no se identifica con ninguna fe–, se agiganta el vacío. Lo resumía el escritor Adam Zagajewski: “En general, lo grande no puede ser expresado. En cambio, lo pequeño sí: se puede intentar”.

El manto de la cultura ha dejado de protegerlos. Les ha fallado el principio de la retribución: no por mucho estudiar tendrán un lugar en la vida. Extraños de sí mismos, su desmotivación dificulta incluso la rebeldía. Pero no lo olvidemos, el malestar de los jóvenes violentos esconde el silencio herido de los pacíficos, que empiezan a temer más a los adultos que al fuego, como aquella niña de Sarajevo.

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8 de marzo de 2021
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Tiempo de compasión

El espejo nos devuelve la ilusión óptica de lo que se ve de nosotros. Nos hemos acostumbrado al chasis, lo hemos aceptado y mejorado, pero seguimos buscando “nuestra esencia”. Incluso quienes hacen gala de un ánimo impasible y ejercitan voluntad, esfuerzo y paciencia habrán conocido el látigo del desasosiego, que desnuda como nunca podrá hacerlo un espejo.

La pandemia ha quebrado la noción convencional de tiempo y la hechura del siglo. Ha parado el reloj global. Ha limitado la libertad de movimiento, creando una especie de doble realidad: seguimos viviendo como siempre aunque en realidad vivamos como nunca. Ha pospuesto trabajos y negocios, bodas, viajes y reencuentros en los que ya se había grabado una ilusión; eran una forma de aliviar la pesada carga de la vida, durante tanto tiempo entendida como una empresa.

Días de parálisis han acentuado las consecuencias de la estrecha convivencia con uno mismo. Tú puedes ser el explosivo. En los aeropuertos ya no revisan tan celosamente el equipaje, te toman la fiebre, en busca del potencial infeccioso que puede seguir perpetuando la cadena vírica hasta que llegue la ansiada inmunidad. En el 2022 la sitúa Financial Times , y la bautiza Nuevo Renacimiento. Volverán los eventos, los bailes, la benigna sensación de hoja en blanco. Menguarán los viajes de trabajo, pero emprenderemos rutas por placer, con asistencia digital; las miradas vigilantes de los jefes se irán transformando en plataformas para controlar el trabajo; invertiremos más en salud, veremos al médico por Zoom. La tecnología nos arrebatará suavidad y gesto. Y la salud mental será nuestro flanco débil.

En su último libro, Yoga , Emmanuel Carrère ingresa diez días en un retiro de yoga. No se puede hablar y no se cena, pero se va allí a ser menos desgraciado. Carrère se conmueve ante el grupo aislado, casi en ayuno, que quiere conocerse mejor. Y entonces recuerda a André Malraux frente a un viejo cura que sumaba cincuenta años de confesionario, a quien interrogó sobre lo que sabía del alma humana. “He aprendido dos cosas –le respondió el cura–. La pri­mera es que la gente es mucho más infeliz de lo que se cree. La segunda es que no hay grandes personas”.

La depresión ha escalado posiciones, aunque ya hace años que la OMS la considera la tercera causa de muerte. Cada 40 segundos se suicida alguien en el mundo: la precariedad global, el tedio del sedentarismo, tanta pantalla sin carne… La receta media deriva al ansiolítico y la fluoxetina. Existe información holgada sobre el alud de desórdenes mentales que ha activado la crisis de la covid. Pero, en cambio, la certeza de nuestra fragilidad ahuyenta la compasión, que no equivale a la caridad cristiana, y es más intensa que la empatía. Se trata de escuchar todas aquellas emociones que nos remueven ante el sufrimiento del otro: un lenguaje captado por los sentidos, aunque nos hayamos alejado de la visión eudaimonista de los clásicos para alcanzar una vida mejor. Lo resume así la filósofa Martha Nussbaum: “Para que se despierte la compasión se debe considerar el sufrimiento de otra persona como una parte significativa del propio esquema de objetivos y metas. Se deben tomar sus penurias como algo que afecta al propio florecimiento”. Autoras como Concepción Arenal o Simone Weil habían ahondado antes en el fundamento de la intersubjetividad, pero Naussbaum es concluyente: no indignarse ante las injusticias cometidas a otros es propio de esclavos. La compasión es un revulsivo emocional que nos enfrenta al dolor ajeno y nos empuja a reducirlo.

Puede que apenas haya grandes personas, como le dijo aquel cura a Malraux, y que todos nos revolvamos en nuestras miserias y fruslerías, pero si no somos capaces de sentir compasión, habitaremos un glaciar poscovid, donde la poca piel que nos quedaba acabará crionizada.

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24 de febrero de 2021

Artista: Maurice Quentin de La Tour
Título: Madame Du Châtelet at her Desk

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Brecha de tiempo

Durante la Feira do Libro da Coruña, antes de la pandemia, coincidí con un matrimonio de escritores, y comentamos la circunstancia de que ambos trabajasen en casa. “¿Y los niños, no os interrumpen?”, les pregunté, a lo que ella me respondió: “A él no; a mí siempre”. Recordé aquellas imágenes reveladas en biografías de John Cheever o Lev Tolstói: “Silencio, padre trabaja”. El escritor ajeno a la fiebre infantil y las rodillas ensangrentadas, extranjero de la montaña de ropa por planchar. Su puerta era la de un castillo. No como las maternas, líneas franqueables a demanda. De nada importa la relevancia del cargo ni el volumen de trabajo, una madre está abierta 24/7. Sus vidas poco se parecen a la de Madame du Châtelet, que se largó a un castillo en la Lorena con su amante, Voltaire, para escribir el Discurso sobre la felicidad , traducir a Newton al francés y preparar un tratado de física dedicado a su hijo.

La pandemia ha agrandado la brecha de tiempo no retributivo de las mujeres, y también ha pospuesto sueños. En el foro europeo Women Business & Justice, organizado por el Col·legi de l’Advocacia de Barcelona, la presidenta del Senado, Pilar Llop, advirtió que la covid “ha dilapidado el talento femenino, ahora en riesgo de retroceso”. Muchas carecen de una habitación propia para avanzar en sus estudios, proyectos o becas. Lo evidencian estudios realizados por la Complutense sobre el impacto del confinamiento. Persiste la vieja dinámica del reparto de tareas: antes del virus, las investigadoras dedicaban una media de 6,2 horas semanales a trabajar en sus publicaciones, hoy su tiempo de estudio se ha reducido a 1,6 horas, mientras que el de los hombres ha aumentado más de una hora. Las cifras, neutras y opacas, oscurecen siempre a la minoría: aquellos que lejos de acomodarse en su burbuja son compañeros de veras –la etimología de la pa­labra recuerda el vínculo entre aquellos que compartían el pan– y apuestan por construir a cuatro manos. El valor del tiempo no debería tener género ni sexo, aunque el de las mujeres siga cotizando a la baja.

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11 de febrero de 2021

ALEX WONG (AFP)

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Te recuerdo, Amanda

Vestía un abrigo rojo con vuelo y coronaba su frente con una diadema. Parecía recién salida de un libro dorado de juventud. Fui afortunada: entramos juntas en el ascensor y pude seguir admirándola. Se pintó los labios y hablamos sobre el rojo; recitó un par de versos de Lorca con un quiebro que asustaba, y se rió al vibrar con las erres. Me contó que era poeta, norteamericana, y que el equipo de Prada la había fichado a través de Instagram. Los tentáculos virtuales de las redes sociales habían acercado a una desconocida joven universitaria de Harvard hasta la miel de la moda. Se llamaba Amanda Gorman, tenía 21 años y había empezado a escribir de niña para entender por qué la vida no era fácil. Fue su forma de perder el miedo a un mundo donde ser negra y mujer significaba no estar del lado de los ganadores.

Intercambiamos correos: estudiaba en Madrid y prometió llamarme. Una tarde llegó en autobús desde la avenida de América. Llevaba un cuaderno y me preguntaba con perspicacia acerca de las expresiones que usábamos. Su autoconfianza desbordaba los contornos de su traje. Se definía como “escritora anónima”. Quedamos en hacer un reportaje sobre ella, pero Oprah Winfrey la descubrió y adelantó su regreso a EE.UU.

No la había vuelto a ver hasta la semana pasada. En la toma de posesión del presidente Biden. Allí estaba Amanda, con su inamovible sonrisa, y un compás que, como los flamencos, marca con el paladar cada sílaba. Celebrando que “una negra flaca descendiente de esclavos y criada por una madre soltera pueda soñar con convertirse presidenta o encontrarse de repente recitando para uno”.

Ella le puso rostro a esa utopía de la que habíamos perdido su sombra. “Si fusionamos la misericordia con el poder, y el poder con los derechos, entonces el amor se convierte en legado”, como dice el poema que recitó: “The hill we climb”. La opinión internacional elogió su activismo poético, pero en nuestra España algunos la consideraron cursi y otros provincianearon, reprochándole que hubiera preferido ir al desfile de Prada en lugar de leer versos en clase.

Amanda posee un poderoso espejo: todos aquellos que se miran en él se ven mejores. Lo supieron Miuccia Prada, Hillary Clinton o Jill Biden, que la propuso para la ceremonia. Esta es una historia feliz. Amanda lleva una cabeza dentro de su cabeza. Y encarna un futuro que suena con latido, un faro para los jóvenes achicados por la precariedad y la pandemia que acorta sus pasos. ¡Ah, esa frescura, Amanda, capaz de combatir el persistente olor a vinagre!

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2 de febrero de 2021

Imagen por Angel Santos en Unsplash

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Soñar en pequeño

No lo han dudado. Han negociado con los dueños de la casa rural que suelen alquilar los veranos, y se han mudado allí a pasar el invierno contemplando amaneceres con escarcha y zorros que platean el monte. “Las niñas van al colegio a caballo”, me cuenta mi amiga, que aguantará con su marido y sus dos hijas hasta la primavera en una aldea abulense sin hacer colas enmascarilladas, aunque tampoco se paseará bajo la luz de las farolas. Dos escritores teletrabajando: seis meses en una casona, forrados de libros. Las niñas sentadas en un pupitre de la escuela rural, los sábados corretean entre gallinas. Se trata de una escena bucólica en la que carecen de importancia las goteras o la impotencia de Amazon.

Difícilmente el mundo precovid hubiera aceptado el nuevo contrato en remoto que se ha impuesto, por el cual han empezado a renacer algunos pueblos golpeados por la falta de empleo de calidad, razonablemente remunerado y estable. Las normas que parecían sostener la estructura de las relaciones laborales se han flexibilizado, y acaso el mayor inconveniente sea el social: equipos sin contornos, sin roce ni perfume, envasados al vacío.

Lo rural se ha ido proyectando como un espacio pintoresco para los urbanitas. Un poco de antropología y otro tanto de paisajismo, una práctica accesible para doparse de neorruralismo chic. Pero la realidad es que los pueblos se empequeñecieron todavía más porque el modelo de vida que ofrecían había acabado por alejarse demasiado del ideal. La desconexión con las ciudades se había convertido en traumática: ahí estaba su gran anuncio de una vida con escaparates y avenidas con setos, de trabajos interesantes y centros de formación solventes, clubs, tascas y robots aspiradores Roomba, mercados capaces de proveerte de fresas durante todo el año aunque los tomates sepan a poliespán. Por ello muchas zonas rurales fueron perdiendo su dibujo al carbón y se ajaron, ante el peligro de convertirse en no lugares, una especie de pueblos dormitorio donde sus habitantes –sobre todo los jóvenes– adoptaban una posición más nihilista que en las áreas de extrarradio.

Algunos ayuntamientos creativos han empezado a promocionar a través de las redes campañas de repoblación, eso sí, sin autocares de solteras ni sorteos de jamones. Se trata de una invitación a un éxodo en sentido contrario. Porque, de repente, el tan humano soñar a lo grande se ha visto sacudido por lo imprevisto, instaurando una nueva humildad desde la que resurge el pueblo como un lugar donde respirar.

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19 de enero de 2021
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El Boomeran(g)
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