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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Los sueños y los ricos

Para qué hablar de tragedias folklóricas y montoncitos depositados en el juzgado, pudiendo hacerlo de los estrepitosamente ricos. El afán por conocer quién es el primero de la lista empuja en todas las direcciones, del Balón de Oro al ranking de Forbes, que mantiene el morbo en los buenos y en los malos tiempos. Han transcurrido ya seis años desde el inicio de la crisis, y solo nos quedaría uno si tuviéramos un interpretador de sueños como aquel sabio José que tan acertadamente descifró los del faraón egipcio, de las siete vacas y las siete espigas en una parábola de cómo la abundancia y la euforia dan paso a la escasez y la precariedad. En nuestra época indignada, no pocos josés de la economía mundial auguran, echando mano de la teoría de ciclos (que se viene cumpliendo desde 1929), una nueva sacudida global para 2015 y el más allá. Aún es tiempo, parece, de recoger las sobras y guardarlas para el día siguiente. Veamos un ejemplo: el gasto medio de los españoles en ropa es de 450 euros al año, muchísimo menos de lo que lleva encima cualquier ministro o ministra (exactamente la mitad si ellas llevan un bolso de Miu Miu, y una cuarta parte si ellos lucen un Audemars Piguet). Por eso el pueblo está dispuesto a agarrarse a la coleta de Pablo Iglesias, indiscutiblemente el hombre del año. Con su tan glosada ropa de marca blanca y sus deportivas representa y gasta lo que el español medio. Empatía y escaños, esa es la ecuación que persiguen los dreamers, un nuevo oficio que viene a significar un paso más que el de coach, aunque sea una osadía presentarse como conseguidor de sueños. El caso es que entre nuestros top Forbes lucen dos gallegos universales: Amancio Ortega y Julio Iglesias. Qué gran habilidad tienen los gallegos, forjados en una cultura que huye del enfrentamiento, evitando siempre que sea posible decir sí o no. Mejor decir hey, como el tanoréxico Julio, el hombre que mejor ha cantando con la mano en el pecho. Melódico, desacomplejado, tremendamente fértil y ávido por los pantalones con cordones en la cintura, ha sido pasto de los últimos memes como éste no apto para menores: “Me río por no follar”. Durante muchos años encarnó a España, hasta que se hizo internacional. Es el único artista de la lista, pero no ha ganado sus 850 millones de patrimonio sólo con su voz y sus contoneos, sino gracias a acaudaladas inversiones inmobiliarias. El rey de Zara en cambio, se hizo enorme en su pueblo de adopción. Habría que recordar que el gran Ortega empezó copiando aunque la moda no entiende de copyrights, y por ello hay que celebrar la complejísima estrategia con la que ha inditexizado el mundo entero trascendiendo el eterno debate sobre copia y original. Al contrario que Iglesias -Julio, no Pablo- él no vende sino que compra edificios emblemáticos en todo el planeta. Los nuevos ciudadanos Kane de perfil bajo encaran el porvenir acaso sin la necesidad de recurrir a josés. Parménides y sus amigos decían que todos los misterios se hallan en los sueños. Hoy los oráculos los controla Deloitte. Y la abuela Paca Una muchacha lleva cada día la comida a su padre, jardinero de los terrenos del Palacio Real de Madrid. Dos paseantes se cruzan invariablemente en su camino. El más joven no es rey, pero sí príncipe de las letras castellanas: Rubén Darío. Ella, Francisca Sánchez, una humilde e iletrada veinteañera, le amará, inspirará, y le dará cuatro hijos. Entre pinos, gorriones y arroyos, el amor se inflama lleno de dificultades: “No pidas paz a mis brazos, / que a los tuyos tienen presos: / son de guerra mis abrazos, / y son de incendio mis besos”. La periodista Rosa Villacastín ha reconstruido en La princesa Paca la apasionante -y apasionada- historia de su abuela materna, una delicia biográfica para mitómanos y románticos que empieza su aventura editorial americana. Mínima invasión Arrancaba la semana en La Vanguardia con una imagen del doctor Antonio de Lacy con la última generación del robot Da Vinci Xi en el quirófano del Clínic, el primer centro sanitario de Europa que incorpora este procedimiento para cirugías mínimamente invasivas y máximamente controladas. De Lacy tiene club de fans desde hace años, primero porque no abre cuerpos para extraer tumores sino que utiliza orificios naturales. Segundo, porque no cree en la suerte en cirugía sino en la precisión. De pequeño, cosía pechugas de pollo. Dice que un cirujano ha de ser como un gato al tocar objetos sin romperlos. Ahora asesorará a la expansión del robot por Europa. De nuevo, la sanidad catalana, lo mejor de la casa. Hasta en la sopa Hay celebrities tan enganchadas a la fama que no pueden renunciar ni cinco minutos a ella, y, así, se afanan desesperadamente en copar titulares, por muy chuscos que estos sean. Como Kim Kardashian, de la que, en apenas unas horas, sabemos que anda buscando su segundo hijo -monitorizada y todo-, que ha lucido un nuevo (y marciano) look con las cejas camufladas, que da clases para conseguir un megatrasero y que su padrastro, Bruce Jenner, ex campeón olímpico de decatlón, ha sido cazado travestido por la revista National Enquirer. Alguien dijo que la fama es fácil de conseguir, pero difícil de merecer. Siempre habría que conservar el punto justo de timidez y vergüenza para no hacer el ridículo. (La Vanguardia)

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8 de noviembre de 2014
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Podemos en el parque

En el parque, después de andar con la cabeza en los pies o de pensar con todo el cuerpo, me planto en la zona de los columpios donde un grupo de personas, en su mayoría jubilados, hacen chi kung, una especie de meditación en movimiento que además endereza el cuerpo. Algunos ejercicios son más orientales que otros, como ese que llaman “separar las aguas”: una serie de movimientos circulares con las manos. O el del arquero, que se nota que es de los que más gustan: simulas que sostienes un arco invisible y lanzas una flecha. Tirar y aflojar, como hay que hacer en la vida. Al ser nueva, no alcanzo a completar el mito de poner la mente en blanco y de vez en cuando miro de reojo a la gente que pasa y nos observa entre sorprendida e inquieta. Imagino el panorama: cruzar apresuradamente el parque para ir al trabajo y encontrarse frente a un corro madrugador que traza dibujos en el aire, se golpea los riñones e incluso boxea contra el viento exhalando un gruñido para liberar -dicen- la energía negativa. A veces les sonrío pero, incómodos, vuelven la cabeza. La gente, de buena mañana, se mira con recelo como si diéramos por hecho que no nos soportaríamos, y mucho menos a esas horas. Pero en círculos como este del chi kung, donde cada día dirige la clase un voluntario, nada separa al artrósico del ansioso o al parado del ocioso; se tienden las manos. Es así como la señora Carmen, bien entrada en los setenta, con el pelo cano y una chaqueta tejana, comenta al final de la clase: “Esta semana van a venir al barrio los de Podemos”. Y tanto el italiano, que habla un español con acento caribeño, como el hombre que, a pesar de que ya haya entrado el frío, siempre va en manga corta, preguntan cuándo. Es entonces cuando percibes con nitidez que, más allá de neopopulistas o chavistas irredentos dispuestos a bananizar España, Podemos es un partido atrapalotodo que va a los parques soltando lastre ideológico para atraer a todos aquellos que “pueden convertir la indignación ciudadana en cambio político”. Eso sí, con un toque de esencia izquierdista old school: del “asaltar el cielo” marxista a L’estaca de Lluís Llach. El mainstream los demoniza, los políticos clásicos advierten sobre sus riesgos, y los más románticos recuerdan a aquel PSOE de Felipe, inexpertos y cuarentañeros ellos, pero con más de diez millones de votos y la voluntad de enterrar un sistema que constreñía al pueblo. Las expectativas de Podemos son colosales: jóvenes, irredentos, respondones y superpreparados en unos tiempos donde a los jubilados, a los parados y a los ni-ni nada les importa la política. Lo que en verdad debe demostrar Podemos es lo que nadie ha conseguido aún: que el poder no corrompe. (La Vanguardia)

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5 de noviembre de 2014
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El perro

Ah cuando los moribundos vuelven a la vida después de un viaje solitario por el dolor y las sondas. Cuando van despertando sus pulmones callados, el corazón tímido, el estómago esquivo. “Ya toma líquidos”, dicen. Es una señal de oro, el zumo que se acomoda a la boca para recorrer dócilmente el laberinto de órganos. Después viene el simulacro de la ducha, la bendición de sentir el chorro del agua caliente deslizándose sobre el cuerpo, aunque sólo sea un trozo de carne. En una habitación de hospital, la vida de afuera permanece ajena, tan lejos con sus risas y sus motores. Y no digamos si ese cuarto es el de una paciente infectada por el virus del Ébola y que durante su agonía sólo pudo ver rostros humanos por el teléfono. El viernes, El País reproducía una conversación de Teresa Romero con su marido: “No quiero entrevistas, lo que yo necesito es a mi perro”. “¡Sólo quiero que me den a mi perro… ¿Qué le han hecho a mi perro esos hijos de su madre? ¡¿Por qué me lo han matado?!”, se oye gritar a Teresa, llena de rabia e impotencia, escribía el periodista José Antonio Hernández. Traspasar la intimidad de ese cuarto del hospital es algo así como llegar hasta el fondo de una mina. Y no sólo por el peligro letal y las escafandras, sino por escenificar el estado de ánimo de un ser humano víctima de una gestión política de pandereta en la cual el consejero de Sanidad llegó a acusarla, sumida en estado de extrema gravedad, de mentirosa. También porque delata una psicosis que, al margen de la ética animalista que tanto ha calado en nuestra sociedad, decidió matar al perro sin seguir protocolo alguno, en una expresión de ridícula firmeza. Cuál debe de ser el grado de desesperación al regresar desde las mortajas a la vida, sin aquello que tanto sentido le daba. Excalibur, la espada del rey Arturo, un curioso nombre para un american stafford, fue fulminado por una praxis chapucera que, lejos de modales europeos, lo hizo a la manera de una tribu supersticiosa. Como tantos, he seguido testigo admirada del amor que se profesan los animales y sus dueños. De cómo se parecen: en realidad hablar del animal significa hablar de ellos mismos. Cuando murió mi abuelo su perra Ona, cada tarde a la hora en que él tocaba a Bach y La cumparsita, se enroscaba en los pedales del piano y gemía. No podía haber elegido más certeras palabras Lord Byron para despedir a su terranova, Boatswain: “Tenía todas las virtudes humanas sin ninguno de sus defectos”. La historia está cosida de historias sentimentales de gran calado donde a menudo prevalece el sentimiento de indefensión del animal, escuetamente protegido por las leyes. En una habitación del hospital Carlos III una moribunda regresa a la vida con rabia y duelo. Y con una historia que cuestiona si este país está preparado para la emergencia. En esta ocasión Josef K fue el perro. Pero lo podemos ser todos. (La Vanguardia)

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3 de noviembre de 2014
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De ?it girls? a ?it women?

Ocurrió hace más de quince años en el Florida Park, un edificio enclavado en el Retiro, construido en tiempos Fernando VII, que antes de ser una bullanguera sala de fiestas fue galería de caza e incluso balneario. En los setenta se convirtió en el plató de José Maria Íñigo donde Lola Flores interpretó ese momento cumbre del folklore arrebolado: “El pendiente, Íñigo, no lo quiero perder, por favor”, profirió en plena actuación. A mitad de los noventa, bajo su amenazante lámpara de araña, allí organizamos la entrega de los premios de una revista. Se inauguraba la fórmula de cabecera más patrocinador, photocall, famosos y retorno mediático. Presentaba El Gran Wyoming, y entre los premiados: Almodóvar, Luz Casal o Joaquín Cortés. Pero quien destacó fue la entonces ministra socialista Cristina Alberdi, que al recoger su trofeo criticó agriamente un desfile de diez años de moda española denunciando que aquello suponía un retroceso para la mujer. Incluso Wyoming sugirió en tono de chanza que le arrebatáramos el trofeo. Pero entonces, las it girls aún no habían tomado las revistas femeninas, ni los premios estaban tan bien amortizados, aún se apuntaba al prestigio y la diversidad de sus valedores. Al cabo de unos meses, comentando el suceso con una ex colaboradora de Alberdi, esta se mostró muy extrañada : “Pero si ella guardaba los rulos en un cajón del despacho y montaba en cólera si se perdían…”. El pelo de las mujeres públicas era entonces anatema. Bigudíes, cepillos duros, espumas y secadores de pie esculpían cabezas trabajadísimas, herederas de Farrah Fawcett o Nancy Reagan, levantando un muro de protección al tiempo que atributo estético. Hoy hay poca peluquería en la política: ni las Anas -Pastor y Mato- ni Susana Díaz o Joana Ortega lucen artificiosos peinados, y qué decir de la propia Ana Botella, cada vez más indie. Pero nos queda Esperanza Aguirre. Nadie luce el brushing como ella. Un clasicismo sénior de quien fomentaba la rivalidad entre sus dos colaboradores íntimos, el taciturno Ignacio González y el campechano Francisco Granados, jinete del Apocalipsis que pasaba por paleto aunque fuera buen conocedor de cómo se manda el dinerito fresco a Suiza. Ahora, Rajoy la considera “un activo de primera”, mientras que la llamada derecha moderna quiere mandarla a jugar con sus nietos. Probablemente Esperanza se sienta una it woman, etiqueta que defiende mi querida Pastora Vega -a ella le va como anillo al dedo-, en contraposición a la estética aniñada, con botas de cowboy, eye liners de Cleopatra y una exuberancia carnosa al estilo de Sara Carbonero o Paula Echevarría, las it girls españolas entronizadas por los medios off y on line. Sí, después de tantos excesos, corruptelas, cirugías y lacas, mientras ellas anuncian suavizantes y lencería, una nueva generación de it women sin peluquería asiste atónita a la gran debacle, con los rulos en el cajón. Y esa ausencia de peluquería en política no es sino una metáfora de la imperiosa necesidad de desinfección con champús antipiojos a riesgo de acabar con el pelo ralo. Vuelta al ruedo Sale airoso -y, sobre todo, inocente- de las dagas de quienes le acusaban de haber saqueado al Barça hasta arruinarlo. Tildado de prepotente, errático en sus exhibiciones festivas con botellas magnum, bellas mujeres y camisetas negras made in Italy, los jueces exoneran al presidente con más logros y proezas, entre ellas, escuchar a Cruyff y encargar a Guardiola que reinventara el fútbol. Ignoro si sus coqueteos con la política le han pasado factura, pero sus dotes de comunicador, su carisma exultante y los cuatro millones de beneficios que parece que dejó al club, lo colocan en posición de retorno. Algún día habrá que escribir la historia de lo que ocurre con héroes caídos y apuñalados, una vez restituido su honor. ¿Podrá ser todo como antes? Resistencia obliga No echábamos de menos la provocadora altanería del ministro Wert. Defenestrado Gallardón, cabría haberle supuesto un mayor protagonismo. Pero su baja popularidad y la gallega estrategia de esperar a que amaine el temporal, le mantenían alejado de titulares. Ahora, el inmenso Jordi Savall vuelve a ponerle en el ojo del huracán al rechazar el premio Nacional de Música por el “dramático desinterés y la grave incompetencia en la defensa y la promoción del arte y de sus creadores”. No es ni mucho menos el primero: Javier Marías, Santiago Sierra o Josep Soler rehusaron premios por los mismos motivos. La autocrítica parece urgente. La cultura es de los pocos lugares a los que se puede regresar cuando hace frío. El bufón cargante No hay gente tan cargante como quienes se empeñan en ser graciosos. El cantante británico Robbie Williams es un perfecto ejemplo de la desesperación por epatar, abusando de lo que él cree que es humor: su mujer rompiendo aguas en el paritorio y él a su lado, haciendo vídeos y fotos para subirlas a YouTube. Hasta que su esposa acaba por torcer el gesto, en plena cascada de contracciones; aunque a él lo único que le parece interesar es ser famoso. Al abandonar el hospital incluso convenció a la molida partera de que empujara -con dificultad- una silla de ruedas con el papá y su bebé en brazos. Coleridge sentenció que “a ninguna mente bien organizada le falta sentido del humor”. La del pesado Robbie debe de estar manga por hombro. (La Vanguardia)

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1 de noviembre de 2014
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La edad del ?brunch?

Los brunch se pusieron de moda cuando éramos jóvenes y viajábamos como ya no se viaja, con un walkman que pesaba medio kilo y el despertador en la maleta de lona. Se fumaba en los aviones, las divisas se cambiaban en el aeropuerto y no existían los móviles. Entonces, nuestra única preocupación se reducía a quedarnos sin el desayuno del hotel, que iba incluido en la tarifa. Hasta que un día, en aquel Nueva York donde estaba de moda ir a bailar a Limelight, una iglesia convertida en un estrambótico club nocturno, nos dieron los buenos mediodías con la dicha de que el bufet del desayuno se prolongaba hasta la hora de la siesta. Le llamaban brunch. Qué bien resultaba la fusión de dos nombres, quedaba moderno, pero no al estilo de rabicorto, duermevela o cortacésped, sino de las pormanteux: sílabas de dos palabras que se combinan con un nuevo significado, como spanglish, metrosexual, tanorexia o Brangelina. Pero lo verdaderamente reseñable es cómo el brunch ha logrado asentarse tanto entre las costumbres de los hoteles burgueses como en los novísimos cafés del West Village neoyorquino y, los domingos, en muchos bistrots españoles. Su pujanza denota dos características de cómo somos. La primera: nuestra sociedad se resiste a madurar y se empeña en poner de moda costumbres juveniles como la neococtelería, Instagram, las sudaderas, o cenar a las mil. La segunda: las comidas ya no estructuran nuestra vida en unos tiempos en los que se come rápido -si no es por trabajo, irónicamente-, incluso sobre el ordenador, y apenas se cena para no engordar. Y eso que hay que comer cinco veces al día. Al menos de lunes a viernes. El fin de semana, la ilusión del control nos pertenece. Shawn Micallef, autor del reciente The trouble with brunch, le razonaba al periodista David Shaftel en The New York Times que el brunch es “un signo visible de los cambios que se producen fuera de nuestro control”. Levantarse tarde, sin azote ni rabia por perderse la mañana limpia, pero, sobre todo, sin hijos. Lavarse con una ducha rápida las cuatro responsabilidades y listos para consagrar el día a la laxitud. Porque el ideal estético del almuerzo dominical fuera de casa no lo representan ya los comedores familiares con paellas y barbacoas, sino esos lugares mestizos de comida de norte y sur, con un toque de poesía francesa e impresionantes jóvenes negras o chicos nórdicos, educados y amistosos, que te sirven unos huevos benedictine y te desean un nice day. Los brunch pugnan por eternizar la juventud de quienes pronto serán una pandilla de cincuentones destinados a desayunar como reyes, comer como príncipes y cenar como pobres.

(La Vanguardia)

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29 de octubre de 2014
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Pequeño gran adulador

El caso del pequeño Nicolás no sólo es un síntoma de hasta dónde pueden llegar los delirios de grandeza -agudamente parodiados en memes que le sitúan, rifle en ristre, cazando elefantes con Juan Carlos I, en la multitudinaria selfie de los Oscar e incluso de figura en el pesebre-, sino que pone en ridículo a todos los que fueron epatados por la chistera de un hampón imberbe. Sí, todos los listos y poderosos que le dieron de cenar en sus salones, riéndole las gracias y dejándose querer como hacen los mitos solitarios cuando encomiendan su vanidad a ridículos aduladores. Observas la colección de fotos del muchacho, junto a Aznar, Aguirre o el presidente Rajoy, con su traje casi de marinero y un peinado bien propio de las juventudes populares o, ni más ni menos, en la coronación del rey Felipe VI, detrás de una radiante Caritina Goyanes, y saltan todas las alarmas. Qué buen país para farsantes es el nuestro, donde a menudo se confunde la megalomanía con el don de gentes, pero, sobre todo, que fácil resulta en él franquear todos los cordones de seguridad con la boca llena de ilustres apellidos. A pesar su origen de clase media y su pinta de niño pijo, puede que Francisco Nicolás Gómez soñara con aquel Alexandre Stavisky -quien también tenía un amable sobrenombre: el bello Sacha-, el seductor que desvalijó la Francia art déco y fue magistralmente inmortalizado por Alain Resnais y Jorge Semprún, al guión. Perforaron el patrón de los estafadores simpáticos que beben champán de maravilla, tienen gran soltura levantando teléfonos y eligen delicadamente las palabras que su interlocutor quiere escuchar. Stavisky estaba muy bien relacionado con la clase política, hasta que puso en jaque la temblorosa Tercera República Francesa demostrando que, cuando el contexto es convulso, el fraude va en la bandeja. Crisis con regímenes inestables y cuestionados, la corrupción rugiendo igual que la marabunta, ese ha sido el mejor escenario posible para el joven Gómez. Algunos han sugerido ya que el farsante y presunto estafador imparta cursos para enseñar a venderse a los parados, asumiendo que para escalar la pirámide social no cuentan hoy ni la capacidad, ni la honestidad, sino el humo que acompaña a los trucos que uno saca de la chistera: ya se sabe, una agenda repleta de contactos y un álbum digital de fotos con mayúsculos tenores. La picaresca ha anidado en nuestra cultura, pero del rufián de Tormes hemos derivado en un embaucador untado de promesas incumplidas. El negocio de las relaciones públicas, con sus amables maneras y sus cada vez más espinosos peajes, estalló en los años ochenta. Fue cuando todo el mundo quiso sentirse vip, aunque fuera por un día; y se convino pagar para aupar un nombre, o defenestrarlo. Los hay que son excelentes profesionales, otros, en cambio, cuando se encienden las luces escapan como ratas. (La Vanguardia)

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27 de octubre de 2014
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Corruptos, bellezas y un soldado

En Japón, una ministra dimite por haber comprado unos abanicos y entradas para el teatro con dinero público, mientras que en España puede desangrarse un banco, una comunidad o un ayuntamiento sin que se les despeine el flequillo a los presuntos que, con ademán inocentón, pretenden hacernos creer dirigían sus buques olvidando dirigirse a sí mismos. Ya lo decía el poeta: cuanto más largo el amor, más corto es el olvido. Hay incluso corruptos reincidentes, pícaros de alta alcurnia con debilidad por el trato de favor, tan bien instalado en la fontanería del nuevoriquismo que llegó a convertirse en un hecho tácitamente aceptado. También demuestra que ni el buen gusto, ni la altura moral, ni siquiera la estética, se alcanzan mediante el dinero. El ranking de nuestros corruptos es abrumador, tanto que nos hemos convertido en uno de los países con más saqueadores oficiales: En el índice de percepción de corrupción, España adelantó, de 2012 a 2013, diez puestos, su peor resultado en los últimos 19 años. Ante el morbo del listado de excesos pagados por una caja resucitada con dinero público, abrazamos cargados de esperanza a nuestros talentos globales que saltan fronteras, de Rafa Nadal, que con sus 44,5 millones de dólares ganados en 2013 figura el noveno en el ranking de los 100 deportistas mejor pagados de Forbes, a investigadores como Josep Baselga, Joan Massagué o Valentín Fuster, que forman parte de la élite de la medicina internacional. Hay nombres más pequeños, como el de Carlos Beltrán, que ha obtenido el premio Stephen Smale 2014, un prestigioso galardón internacional para jóvenes investigadores en matemáticas, pero no hacen ruido, que es lo que requiere el santoral mediático, como señalaba Margarita Rivière en su ensayo La fama. De ahí que, cuando la revista Esquire elige a Penélope Cruz la mujer más sexy del mundo, nos sintamos como en un cuadro de Julio Romero de Torres, y más si el redactor afirma que “no puede ser más bella (…) De cerca, casi hace daño mirarla”. Y aún así, la actriz de Alcobendas conserva ese halo doméstico de chica que se depila los sábados por la tarde en el baño de su casa mientras escucha boleros. “Penélope demuestra una vez más la ausencia de fórmula. Como Kate Moss. Las hay más altas y guapas, pero es única, ya era una estrella antes de serlo”, me dice Melania Pan, exdirectora de Harper’s Bazaar y voz timbrada en la moda. En otra liga ha jugado el soldado jiennense Rubén López, recién aclamado Míster Universo en Lima, y la algarabía se ha escuchado tanto en programas del corazón como en cuarteles. Además de desfilar de etiqueta y en bañador, al soldado López le hicieron ponerse un traje de torero para alzarse con el título. El síndrome Hemingway persigue a la marca España, aunque nos haga palidecer de espanto.Tenemos overstock de bellezas que hacen suspirar al mundo entero, pero también de tunantes que eternizarán el mito de país de chirigota. Hermosos y malditos, sí, pero no como los de Fitzgerald, sino por separado. Huir de una misma Siempre nos pareció asombroso que esta actriz engordara y adelgazara con aparente seguridad para interpretar papeles como el de aquella extraviada Bridget Jones, a quien le obsesionaban a partes iguales los kilos y la soltería. De las Bridgets lloronas a las estoicas Girls de Lena Dunham, el salto generacional ha beneficiado a la condición femenina. Acaso la mutación de Renée Zellweger, que más que ridículo produce compasión, tenga que ver no tanto con la edad como con la pérdida. El mundo se ha sobrecogido al verla convertida en otra persona. Hacerse irreconocible a una misma, borrarse el gesto hasta sobresaltarse ante el espejo, tiene que ver con sacarle punta al puñal narcisista. El siguiente paso es cambiarse la huella dactilar. Maneras radicales Siempre me ha apasionado la desinhibición de los ancianos, esa lengua suelta (y sabia) que no entiende de amortiguadores y frenos. Aun así, contemplar al gran Frank Gehry, autor de una arquitectura curvada y sensual, hacer una peineta cuando le preguntan si su arquitectura no es mero espectáculo, produce estupefacción. Viejos rebeldes que ya no están dispuestos a aguantar ningún lugar común acerca de su trabajo, que bailan a ritmo de gaitas, extreman sus discursos y al final se excusan diciendo que estaban cansados por el largo viaje. Los cascarrabias de antaño hoy son punkies de lujo. Octogenarios dispuestos a cruzar la línea de lo políticamente correcto cuando empiezan a sentir el helado aliento de su futuro. Contra el Presidente Siempre me ha apasionado la desinhibición de los ancianos, esa lengua suelta (y sabia) que no entiende de amortiguadores y frenos. Aun así, contemplar al gran Frank Gehry, autor de una arquitectura curvada y sensual, hacer una peineta cuando le preguntan si su arquitectura no es mero espectáculo, produce estupefacción. Viejos rebeldes que ya no están dispuestos a aguantar ningún lugar común acerca de su trabajo, que bailan a ritmo de gaitas, extreman sus discursos y al final se excusan diciendo que estaban cansados por el largo viaje. Los cascarrabias de antaño hoy son punkies de lujo. Octogenarios dispuestos a cruzar la línea de lo políticamente correcto cuando empiezan a sentir el helado aliento de su futuro. (La Vanguardia)

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25 de octubre de 2014
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Una novela francesa

Un pequeño apartamento amueblado para dos amantes infieles. Años de amor a tres bandas, ejerciendo como la otra, un estado civil que conocen tanto como toleran los franceses. Unos orígenes humildes: la madre que llevaba a los hijos de tres en tres en bicicleta al colegio, el padre con una pata de palo. Los estudios y la política; “ahora tendrás que pegarte a Hollande”, le aconseja el redactor jefe de Paris Match a la joven periodista Valérie Trierweiler. Mariposas en el vientre, un bar de carretera entre Limoges y Tulle. “Nadie me había besado así. Un beso que hace quince años que aguardaba, en medio de un cruce”. Hasta que Ségolène Royal le pide a Hollande que abandone el domicilio conyugal. La otra es la arquera que se ha enamorado de una especie de calzonazos, la sombra gris del socialismo francés. Trierweiler no es Yasmine Reza. Ni su confesión autobiográfica pretende ser literaria. Más una terapia que una vendetta; una escritura reparadora para quien cree que debe recuperar la dignidad. En su libro, Gracias por este momento (Maeva), se impone la vocecilla de quien se sentía frágil, amenazada por las medias verdades y mentiras de quien era su pareja. El libro destila una sinceridad que enternece y a la misma vez un estigma que acabas detestando. Qué sentimiento de ilegitimidad asaltaba a esa mujer por no haber pasado por la vicaría antes de ocupar el Elíseo. Valérie se identifica con Anne Pingeot, la amante de Mitterrand, e incluso piensa en aquella desmadejada Cécilia Sarkozy a la que arrastraron a la Place de la Concorde a celebrar la victoria de su marido. Ella, minutos antes de ser reclamada para la foto de la victoria, está encerrada en el baño, sentada sobre los fríos azulejos, aterrada por lo que ya ha empezado a perder. Cuando el presidente de la República no era casi nadie y su popularidad estaba por los suelos -como ahora- fueron felices. Un Hollande apasionado y fogoso que hacía payasadas y bailaba el sirtaki en los viajes en coche. Y un sibarita que no conoce el precio de las cosas pero prefiere saltarse una comida si no es de gourmet, “que no come mis fresas si no son de la variedad garriguette, ni prueba las patatas si no provienen de Noirmoutier”. Pero también un Hollande que, en privado, llama a los pobres “desdentados”. Hay quienes opinan que el de Trierweiler ha sido un golpe muy bajo, y quienes piensan que la democracia gana cuando se airean los trapos sucios, la mentira y la soberbia de un presidente de la República que jugó al amor cortés. “Ahora, no deja de mandarme mensajes pidiéndome que vuelva”, dice la dama despechada. Estos franceses, siempre tan torturados. (La Vanguardia)

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22 de octubre de 2014
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Crónica de un clásico de temporada

Bueno, bueno, ¡no reconocía a Arguiñano con barba!”, dice el conductor del autobús que durante dos días ha paseado a periodistas culturales y autores por Barcelona con motivo del premio Planeta. “También he visto a esa periodista, muy maja ella, la que de joven llevaba el pelo de pincho”; “Sí hombre, la Julia Otero, quieres decir”. “Eso, y también a la otra: Amparo… la que salía en la tele con el Cuní”. El conductor de reserva rumía un rato: “¿Amparo Moreno?”; “No, no. Esta es flaca. Una que sale con las piernas cruzadas…”. “Ah, ¡Empar Moliner!”. El autobús aparca frente a la alfombra negra donde posan el matrimonio Tous, Judit Mascó, Risto Mejide o Manel Fuentes. Hay equilibrio entre autores mediáticos y escritores de verdad, como en las proporciones de gambas y jamón del salmorejo, o entre políticos del PP y del PSOE: Ana Pastor, Alicia Sánchez-Camacho, ellas; Miquel Iceta, Pedro Sánchez, ellos. Concentración de poder y pedigrí en la entrega de unos premios literarios que ya forman parte del santoral: invariablemente el 15 de noviembre, día de Santa Teresa de Jesús, en homenaje a Maria Teresa Bosch, la madre del presidente del grupo. Como es habitual, los nombres de los ganadores se filtran, aunque los comensales interpretan la solemnidad y el suspense, y los más románticos se imaginan a un jurado deliberando acaloradamente en el sótano del Palau. Carmen Posadas abre primero la plica del ganador: Jorge Zepeda. Se da cuenta del error, pide disculpas y le echa la culpa a la presbicia: “Ahora sí me pondré las gafas”. Hay que retomar la coreografía, y la finalista, Pilar Eyre, lo logra al minuto: “Fue en un restaurante. Conocí a un corresponsal de guerra y pasamos tres días y noches de pasión. Luego se fue a Siria, y en la frontera con Turquía desapareció. Narro mis esfuerzos por rescatarlo”. El público enmudece, se reboza el morbo en el ambiente, y la escaleta del guión vuelve a su sitio. El flamante ganador mexicano, de dientes nicotinados, barba de dos días y verbo sobrio, se persona en la tarima con un título anatómico -Milena y el fémur más bello del mundo- y un aura de periodista valiente con maneras suaves. El misterioso reportero de Eyre y el fundador del periódico Siglo 21 de Guadalajara conjuntaban como una de las próximas tendencias de este otoño-invierno: periodismo al servicio de la literatura, todo un clásico. Mientras, en Madrid, se escenificaba el primer homenaje al mejor clásico de todos los tiempos, el modisto aristócrata que triunfó en París y Hollywood, y creó la más perfecta petite robe noir para Audrey Hepburn. “La ropa de Givenchy es la única con la que me siento yo misma. Es más que un diseñador, es un creador de personalidad”, decía la mítica actriz. A sus 87 años, Hubert de Givenchy comisaría en persona la primera retrospectiva de su trabajo -cerca de un centenar de creaciones emblemáticas- y por tal motivo lleva ya varios meses en Madrid custodiado por Sonsoles Díez de Rivera. El Thyssen apuesta cada vez más por las exposiciones de moda patrocinadas, siguiendo la línea de grandes museos del mundo: atrae a multitudes por su combinación mágica de hermosos objetos con historia social. Ya lo decía Diana de Vreeland: “El público quiere ver lo que no puede conseguir”. Fuera de juego Hay frases hechas nefastas con las que ni la inteligencia emocional ha podido, propias de personajes malcriados que exigen tratamiento vip incluso al cometer una infracción. “Voy a hablar con tus jefes y se te va a caer el pelo”. Esa -y otras lindezas: “Me tenéis envidia porque soy famoso”, “me estáis multando porque vais a comisión, porque no tenéis dinero”, “me da asco vuestro trabajo, la Guardia Urbana es una puta vergüenza”- les dedicó el central del Barça Gerard Piqué a los agentes que multaron a su hermano la madrugada del domingo pasado por aparcar en el carril bus durante un cuarto de hora. ¿Esperanza Aguirre? Una pacata a su lado. Esperemos que el próximo fin de semana, en el derbi, hable en el campo. Sin resoplar Es fácil imaginar cómo deben de digerir el afroamericanismo de Michelle Obama esos republicanos enharinados. Por ello le buscan las cosquillas eternizando el mito de la angry black woman, esa negra cabreada que se resopla el flequillo y pone los brazos en jarras. Nunca ha habido tantas mujeres deseando que un hombre se divorcie de su mujer, pero Michelle tiene bien afilados los colmillos. A la ordinaria pregunta de “¿Cuántas calorías quemas cuando te excitas?”, Michelle respondió con un ingenioso juego de palabras -turnip (nabo) por turn up (excitarse coloquialmente)- y moviéndose a ritmo de rap con los ojos semicerrados. Y encima hace campaña: Turn down for what? se ha convertido en un himno pro-participación electoral. Antes que la voz? En algunos mesteres, como las letras, el malditismo pone galones. Sylvia Plath es un inmejorable ejemplo: delicada, bella y precoz, madre y esposa amantísima obsesionada con la infidelidad de Ted Hughes, el horno de su casa victoriana en Londres donde metió la cabeza, e incluso el suicidio de su hijo, 56 años más tarde, han conformado el mito. No hubo mejor novela de iniciación que La campana de cristal, que tanto nos golpeó. Aparece ahora Dibujos (Nórdica), que recoge bocetos de la autora de Ariel: retratos de Ted, tejados parisinos, unas barcas de pesca en el Benidorm de su luna de miel… Cuando era redactora de la revista Mademoiselle, una noche, profundamente indignada, arrojó sus trajes por la ventana de un hotel de Nueva York. (La Vanguardia)

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18 de octubre de 2014
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La cabeza en los pies

Hay días en que crees que ya has escrito de todo, y ratificas, una vez más, que todo está escrito. Invocas tu cobardía, resbalando por ese sentimiento ruin que es la autocompasión, tan autodestructivo como diez botellas de bourbon. Cómo no va a atenazarnos el vértigo cada tanto al proyectarnos hacia delante y resolver si vamos encontrándole un sentido a todo esto. O si nuestra madeja de afectos es lo suficientemente tupida como para que respire por nosotros cuando nos fallen los pulmones. Claro que es más reconfortante la autocompasión que la conmiseración: fina es la piel del orgullo, pero la fuerza de las rutinas taponará nuestra gotera melancólica. De nuevo nos socorrerá la sensación de ocuparnos en lugar de preocuparnos, de sacar la ropa mojada de la lavadora mientras entretenemos el pensamiento con unas motas de polvo encima del aparador. A veces querríamos que nuestras vidas tuvieran los alicientes de una película, olvidando que detrás hay un guión armado, efectos especiales y banda sonora. Las aspiraciones son como armarios empotrados de más de dos metros que nos entumecen el cuello. Hay filosofías de vida que inhiben los deseos, y otras que alientan a luchar aun a riesgo de desgañitarnos. Nos decimos “cuídate” al despedirnos, aunque no sirva de nada. “Estaba viendo una serie, y de repente me encontré muriéndome”, me cuenta mi amiga Marichu, que hace dos meses sufrió un infarto. “Me dicen que lo más importante de todo es que camine, que ande una horita al día. Fíjate qué tontería: todo está en andar”. Es entonces cuando te dices que no lo has escrito todo, y que ahí está el parque por donde caminas de buena mañana, cuando te llega el vapor a caldo de pollo que sale de las cocinas de los colegios. A medida que te adentras en su arboleda, entre cedros, acacias y un sauce desmayado, las nubes parecen más bajas que cualquiera de nuestros armarios empotrados. Sientes los pies en la tierra, sobre la crujiente hojarasca, las manos refrescadas, las ideas que van de la palidez al rabioso estampado. Hasta que te cruzas con otros hombres y mujeres que caminan sin querer llegar a ninguna parte. Caminan como una expresión de deseo, con los brazos agitados y la espada recta; caminan para salvarse, con la mirada ausente y la certeza de saber que esa es su pequeña heroicidad diaria, su testarudez frente al destino, una manera sencilla de quererse en voz baja. Andar sin rumbo ni norte, sobre nuestros propios pasos. ¿O acaso no expresamos esa maravilla con gozo cuando las criaturitas de apenas un año un buen día dan cuatro pasos? “Ha empezado a andar”, decimos, “¡Camina!”. Y ya no los pararemos. El sentido de la vida, a ras de suelo. (La Vanguardia)

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15 de octubre de 2014
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El Boomeran(g)
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