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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La edad del ?brunch?

Los brunch se pusieron de moda cuando éramos jóvenes y viajábamos como ya no se viaja, con un walkman que pesaba medio kilo y el despertador en la maleta de lona. Se fumaba en los aviones, las divisas se cambiaban en el aeropuerto y no existían los móviles. Entonces, nuestra única preocupación se reducía a quedarnos sin el desayuno del hotel, que iba incluido en la tarifa. Hasta que un día, en aquel Nueva York donde estaba de moda ir a bailar a Limelight, una iglesia convertida en un estrambótico club nocturno, nos dieron los buenos mediodías con la dicha de que el bufet del desayuno se prolongaba hasta la hora de la siesta. Le llamaban brunch. Qué bien resultaba la fusión de dos nombres, quedaba moderno, pero no al estilo de rabicorto, duermevela o cortacésped, sino de las pormanteux: sílabas de dos palabras que se combinan con un nuevo significado, como spanglish, metrosexual, tanorexia o Brangelina. Pero lo verdaderamente reseñable es cómo el brunch ha logrado asentarse tanto entre las costumbres de los hoteles burgueses como en los novísimos cafés del West Village neoyorquino y, los domingos, en muchos bistrots españoles. Su pujanza denota dos características de cómo somos. La primera: nuestra sociedad se resiste a madurar y se empeña en poner de moda costumbres juveniles como la neococtelería, Instagram, las sudaderas, o cenar a las mil. La segunda: las comidas ya no estructuran nuestra vida en unos tiempos en los que se come rápido -si no es por trabajo, irónicamente-, incluso sobre el ordenador, y apenas se cena para no engordar. Y eso que hay que comer cinco veces al día. Al menos de lunes a viernes. El fin de semana, la ilusión del control nos pertenece. Shawn Micallef, autor del reciente The trouble with brunch, le razonaba al periodista David Shaftel en The New York Times que el brunch es “un signo visible de los cambios que se producen fuera de nuestro control”. Levantarse tarde, sin azote ni rabia por perderse la mañana limpia, pero, sobre todo, sin hijos. Lavarse con una ducha rápida las cuatro responsabilidades y listos para consagrar el día a la laxitud. Porque el ideal estético del almuerzo dominical fuera de casa no lo representan ya los comedores familiares con paellas y barbacoas, sino esos lugares mestizos de comida de norte y sur, con un toque de poesía francesa e impresionantes jóvenes negras o chicos nórdicos, educados y amistosos, que te sirven unos huevos benedictine y te desean un nice day. Los brunch pugnan por eternizar la juventud de quienes pronto serán una pandilla de cincuentones destinados a desayunar como reyes, comer como príncipes y cenar como pobres.

(La Vanguardia)

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29 de octubre de 2014
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Pequeño gran adulador

El caso del pequeño Nicolás no sólo es un síntoma de hasta dónde pueden llegar los delirios de grandeza -agudamente parodiados en memes que le sitúan, rifle en ristre, cazando elefantes con Juan Carlos I, en la multitudinaria selfie de los Oscar e incluso de figura en el pesebre-, sino que pone en ridículo a todos los que fueron epatados por la chistera de un hampón imberbe. Sí, todos los listos y poderosos que le dieron de cenar en sus salones, riéndole las gracias y dejándose querer como hacen los mitos solitarios cuando encomiendan su vanidad a ridículos aduladores. Observas la colección de fotos del muchacho, junto a Aznar, Aguirre o el presidente Rajoy, con su traje casi de marinero y un peinado bien propio de las juventudes populares o, ni más ni menos, en la coronación del rey Felipe VI, detrás de una radiante Caritina Goyanes, y saltan todas las alarmas. Qué buen país para farsantes es el nuestro, donde a menudo se confunde la megalomanía con el don de gentes, pero, sobre todo, que fácil resulta en él franquear todos los cordones de seguridad con la boca llena de ilustres apellidos. A pesar su origen de clase media y su pinta de niño pijo, puede que Francisco Nicolás Gómez soñara con aquel Alexandre Stavisky -quien también tenía un amable sobrenombre: el bello Sacha-, el seductor que desvalijó la Francia art déco y fue magistralmente inmortalizado por Alain Resnais y Jorge Semprún, al guión. Perforaron el patrón de los estafadores simpáticos que beben champán de maravilla, tienen gran soltura levantando teléfonos y eligen delicadamente las palabras que su interlocutor quiere escuchar. Stavisky estaba muy bien relacionado con la clase política, hasta que puso en jaque la temblorosa Tercera República Francesa demostrando que, cuando el contexto es convulso, el fraude va en la bandeja. Crisis con regímenes inestables y cuestionados, la corrupción rugiendo igual que la marabunta, ese ha sido el mejor escenario posible para el joven Gómez. Algunos han sugerido ya que el farsante y presunto estafador imparta cursos para enseñar a venderse a los parados, asumiendo que para escalar la pirámide social no cuentan hoy ni la capacidad, ni la honestidad, sino el humo que acompaña a los trucos que uno saca de la chistera: ya se sabe, una agenda repleta de contactos y un álbum digital de fotos con mayúsculos tenores. La picaresca ha anidado en nuestra cultura, pero del rufián de Tormes hemos derivado en un embaucador untado de promesas incumplidas. El negocio de las relaciones públicas, con sus amables maneras y sus cada vez más espinosos peajes, estalló en los años ochenta. Fue cuando todo el mundo quiso sentirse vip, aunque fuera por un día; y se convino pagar para aupar un nombre, o defenestrarlo. Los hay que son excelentes profesionales, otros, en cambio, cuando se encienden las luces escapan como ratas. (La Vanguardia)

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27 de octubre de 2014
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Corruptos, bellezas y un soldado

En Japón, una ministra dimite por haber comprado unos abanicos y entradas para el teatro con dinero público, mientras que en España puede desangrarse un banco, una comunidad o un ayuntamiento sin que se les despeine el flequillo a los presuntos que, con ademán inocentón, pretenden hacernos creer dirigían sus buques olvidando dirigirse a sí mismos. Ya lo decía el poeta: cuanto más largo el amor, más corto es el olvido. Hay incluso corruptos reincidentes, pícaros de alta alcurnia con debilidad por el trato de favor, tan bien instalado en la fontanería del nuevoriquismo que llegó a convertirse en un hecho tácitamente aceptado. También demuestra que ni el buen gusto, ni la altura moral, ni siquiera la estética, se alcanzan mediante el dinero. El ranking de nuestros corruptos es abrumador, tanto que nos hemos convertido en uno de los países con más saqueadores oficiales: En el índice de percepción de corrupción, España adelantó, de 2012 a 2013, diez puestos, su peor resultado en los últimos 19 años. Ante el morbo del listado de excesos pagados por una caja resucitada con dinero público, abrazamos cargados de esperanza a nuestros talentos globales que saltan fronteras, de Rafa Nadal, que con sus 44,5 millones de dólares ganados en 2013 figura el noveno en el ranking de los 100 deportistas mejor pagados de Forbes, a investigadores como Josep Baselga, Joan Massagué o Valentín Fuster, que forman parte de la élite de la medicina internacional. Hay nombres más pequeños, como el de Carlos Beltrán, que ha obtenido el premio Stephen Smale 2014, un prestigioso galardón internacional para jóvenes investigadores en matemáticas, pero no hacen ruido, que es lo que requiere el santoral mediático, como señalaba Margarita Rivière en su ensayo La fama. De ahí que, cuando la revista Esquire elige a Penélope Cruz la mujer más sexy del mundo, nos sintamos como en un cuadro de Julio Romero de Torres, y más si el redactor afirma que “no puede ser más bella (…) De cerca, casi hace daño mirarla”. Y aún así, la actriz de Alcobendas conserva ese halo doméstico de chica que se depila los sábados por la tarde en el baño de su casa mientras escucha boleros. “Penélope demuestra una vez más la ausencia de fórmula. Como Kate Moss. Las hay más altas y guapas, pero es única, ya era una estrella antes de serlo”, me dice Melania Pan, exdirectora de Harper’s Bazaar y voz timbrada en la moda. En otra liga ha jugado el soldado jiennense Rubén López, recién aclamado Míster Universo en Lima, y la algarabía se ha escuchado tanto en programas del corazón como en cuarteles. Además de desfilar de etiqueta y en bañador, al soldado López le hicieron ponerse un traje de torero para alzarse con el título. El síndrome Hemingway persigue a la marca España, aunque nos haga palidecer de espanto.Tenemos overstock de bellezas que hacen suspirar al mundo entero, pero también de tunantes que eternizarán el mito de país de chirigota. Hermosos y malditos, sí, pero no como los de Fitzgerald, sino por separado. Huir de una misma Siempre nos pareció asombroso que esta actriz engordara y adelgazara con aparente seguridad para interpretar papeles como el de aquella extraviada Bridget Jones, a quien le obsesionaban a partes iguales los kilos y la soltería. De las Bridgets lloronas a las estoicas Girls de Lena Dunham, el salto generacional ha beneficiado a la condición femenina. Acaso la mutación de Renée Zellweger, que más que ridículo produce compasión, tenga que ver no tanto con la edad como con la pérdida. El mundo se ha sobrecogido al verla convertida en otra persona. Hacerse irreconocible a una misma, borrarse el gesto hasta sobresaltarse ante el espejo, tiene que ver con sacarle punta al puñal narcisista. El siguiente paso es cambiarse la huella dactilar. Maneras radicales Siempre me ha apasionado la desinhibición de los ancianos, esa lengua suelta (y sabia) que no entiende de amortiguadores y frenos. Aun así, contemplar al gran Frank Gehry, autor de una arquitectura curvada y sensual, hacer una peineta cuando le preguntan si su arquitectura no es mero espectáculo, produce estupefacción. Viejos rebeldes que ya no están dispuestos a aguantar ningún lugar común acerca de su trabajo, que bailan a ritmo de gaitas, extreman sus discursos y al final se excusan diciendo que estaban cansados por el largo viaje. Los cascarrabias de antaño hoy son punkies de lujo. Octogenarios dispuestos a cruzar la línea de lo políticamente correcto cuando empiezan a sentir el helado aliento de su futuro. Contra el Presidente Siempre me ha apasionado la desinhibición de los ancianos, esa lengua suelta (y sabia) que no entiende de amortiguadores y frenos. Aun así, contemplar al gran Frank Gehry, autor de una arquitectura curvada y sensual, hacer una peineta cuando le preguntan si su arquitectura no es mero espectáculo, produce estupefacción. Viejos rebeldes que ya no están dispuestos a aguantar ningún lugar común acerca de su trabajo, que bailan a ritmo de gaitas, extreman sus discursos y al final se excusan diciendo que estaban cansados por el largo viaje. Los cascarrabias de antaño hoy son punkies de lujo. Octogenarios dispuestos a cruzar la línea de lo políticamente correcto cuando empiezan a sentir el helado aliento de su futuro. (La Vanguardia)

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25 de octubre de 2014
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Una novela francesa

Un pequeño apartamento amueblado para dos amantes infieles. Años de amor a tres bandas, ejerciendo como la otra, un estado civil que conocen tanto como toleran los franceses. Unos orígenes humildes: la madre que llevaba a los hijos de tres en tres en bicicleta al colegio, el padre con una pata de palo. Los estudios y la política; “ahora tendrás que pegarte a Hollande”, le aconseja el redactor jefe de Paris Match a la joven periodista Valérie Trierweiler. Mariposas en el vientre, un bar de carretera entre Limoges y Tulle. “Nadie me había besado así. Un beso que hace quince años que aguardaba, en medio de un cruce”. Hasta que Ségolène Royal le pide a Hollande que abandone el domicilio conyugal. La otra es la arquera que se ha enamorado de una especie de calzonazos, la sombra gris del socialismo francés. Trierweiler no es Yasmine Reza. Ni su confesión autobiográfica pretende ser literaria. Más una terapia que una vendetta; una escritura reparadora para quien cree que debe recuperar la dignidad. En su libro, Gracias por este momento (Maeva), se impone la vocecilla de quien se sentía frágil, amenazada por las medias verdades y mentiras de quien era su pareja. El libro destila una sinceridad que enternece y a la misma vez un estigma que acabas detestando. Qué sentimiento de ilegitimidad asaltaba a esa mujer por no haber pasado por la vicaría antes de ocupar el Elíseo. Valérie se identifica con Anne Pingeot, la amante de Mitterrand, e incluso piensa en aquella desmadejada Cécilia Sarkozy a la que arrastraron a la Place de la Concorde a celebrar la victoria de su marido. Ella, minutos antes de ser reclamada para la foto de la victoria, está encerrada en el baño, sentada sobre los fríos azulejos, aterrada por lo que ya ha empezado a perder. Cuando el presidente de la República no era casi nadie y su popularidad estaba por los suelos -como ahora- fueron felices. Un Hollande apasionado y fogoso que hacía payasadas y bailaba el sirtaki en los viajes en coche. Y un sibarita que no conoce el precio de las cosas pero prefiere saltarse una comida si no es de gourmet, “que no come mis fresas si no son de la variedad garriguette, ni prueba las patatas si no provienen de Noirmoutier”. Pero también un Hollande que, en privado, llama a los pobres “desdentados”. Hay quienes opinan que el de Trierweiler ha sido un golpe muy bajo, y quienes piensan que la democracia gana cuando se airean los trapos sucios, la mentira y la soberbia de un presidente de la República que jugó al amor cortés. “Ahora, no deja de mandarme mensajes pidiéndome que vuelva”, dice la dama despechada. Estos franceses, siempre tan torturados. (La Vanguardia)

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22 de octubre de 2014
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Crónica de un clásico de temporada

Bueno, bueno, ¡no reconocía a Arguiñano con barba!”, dice el conductor del autobús que durante dos días ha paseado a periodistas culturales y autores por Barcelona con motivo del premio Planeta. “También he visto a esa periodista, muy maja ella, la que de joven llevaba el pelo de pincho”; “Sí hombre, la Julia Otero, quieres decir”. “Eso, y también a la otra: Amparo… la que salía en la tele con el Cuní”. El conductor de reserva rumía un rato: “¿Amparo Moreno?”; “No, no. Esta es flaca. Una que sale con las piernas cruzadas…”. “Ah, ¡Empar Moliner!”. El autobús aparca frente a la alfombra negra donde posan el matrimonio Tous, Judit Mascó, Risto Mejide o Manel Fuentes. Hay equilibrio entre autores mediáticos y escritores de verdad, como en las proporciones de gambas y jamón del salmorejo, o entre políticos del PP y del PSOE: Ana Pastor, Alicia Sánchez-Camacho, ellas; Miquel Iceta, Pedro Sánchez, ellos. Concentración de poder y pedigrí en la entrega de unos premios literarios que ya forman parte del santoral: invariablemente el 15 de noviembre, día de Santa Teresa de Jesús, en homenaje a Maria Teresa Bosch, la madre del presidente del grupo. Como es habitual, los nombres de los ganadores se filtran, aunque los comensales interpretan la solemnidad y el suspense, y los más románticos se imaginan a un jurado deliberando acaloradamente en el sótano del Palau. Carmen Posadas abre primero la plica del ganador: Jorge Zepeda. Se da cuenta del error, pide disculpas y le echa la culpa a la presbicia: “Ahora sí me pondré las gafas”. Hay que retomar la coreografía, y la finalista, Pilar Eyre, lo logra al minuto: “Fue en un restaurante. Conocí a un corresponsal de guerra y pasamos tres días y noches de pasión. Luego se fue a Siria, y en la frontera con Turquía desapareció. Narro mis esfuerzos por rescatarlo”. El público enmudece, se reboza el morbo en el ambiente, y la escaleta del guión vuelve a su sitio. El flamante ganador mexicano, de dientes nicotinados, barba de dos días y verbo sobrio, se persona en la tarima con un título anatómico -Milena y el fémur más bello del mundo- y un aura de periodista valiente con maneras suaves. El misterioso reportero de Eyre y el fundador del periódico Siglo 21 de Guadalajara conjuntaban como una de las próximas tendencias de este otoño-invierno: periodismo al servicio de la literatura, todo un clásico. Mientras, en Madrid, se escenificaba el primer homenaje al mejor clásico de todos los tiempos, el modisto aristócrata que triunfó en París y Hollywood, y creó la más perfecta petite robe noir para Audrey Hepburn. “La ropa de Givenchy es la única con la que me siento yo misma. Es más que un diseñador, es un creador de personalidad”, decía la mítica actriz. A sus 87 años, Hubert de Givenchy comisaría en persona la primera retrospectiva de su trabajo -cerca de un centenar de creaciones emblemáticas- y por tal motivo lleva ya varios meses en Madrid custodiado por Sonsoles Díez de Rivera. El Thyssen apuesta cada vez más por las exposiciones de moda patrocinadas, siguiendo la línea de grandes museos del mundo: atrae a multitudes por su combinación mágica de hermosos objetos con historia social. Ya lo decía Diana de Vreeland: “El público quiere ver lo que no puede conseguir”. Fuera de juego Hay frases hechas nefastas con las que ni la inteligencia emocional ha podido, propias de personajes malcriados que exigen tratamiento vip incluso al cometer una infracción. “Voy a hablar con tus jefes y se te va a caer el pelo”. Esa -y otras lindezas: “Me tenéis envidia porque soy famoso”, “me estáis multando porque vais a comisión, porque no tenéis dinero”, “me da asco vuestro trabajo, la Guardia Urbana es una puta vergüenza”- les dedicó el central del Barça Gerard Piqué a los agentes que multaron a su hermano la madrugada del domingo pasado por aparcar en el carril bus durante un cuarto de hora. ¿Esperanza Aguirre? Una pacata a su lado. Esperemos que el próximo fin de semana, en el derbi, hable en el campo. Sin resoplar Es fácil imaginar cómo deben de digerir el afroamericanismo de Michelle Obama esos republicanos enharinados. Por ello le buscan las cosquillas eternizando el mito de la angry black woman, esa negra cabreada que se resopla el flequillo y pone los brazos en jarras. Nunca ha habido tantas mujeres deseando que un hombre se divorcie de su mujer, pero Michelle tiene bien afilados los colmillos. A la ordinaria pregunta de “¿Cuántas calorías quemas cuando te excitas?”, Michelle respondió con un ingenioso juego de palabras -turnip (nabo) por turn up (excitarse coloquialmente)- y moviéndose a ritmo de rap con los ojos semicerrados. Y encima hace campaña: Turn down for what? se ha convertido en un himno pro-participación electoral. Antes que la voz? En algunos mesteres, como las letras, el malditismo pone galones. Sylvia Plath es un inmejorable ejemplo: delicada, bella y precoz, madre y esposa amantísima obsesionada con la infidelidad de Ted Hughes, el horno de su casa victoriana en Londres donde metió la cabeza, e incluso el suicidio de su hijo, 56 años más tarde, han conformado el mito. No hubo mejor novela de iniciación que La campana de cristal, que tanto nos golpeó. Aparece ahora Dibujos (Nórdica), que recoge bocetos de la autora de Ariel: retratos de Ted, tejados parisinos, unas barcas de pesca en el Benidorm de su luna de miel… Cuando era redactora de la revista Mademoiselle, una noche, profundamente indignada, arrojó sus trajes por la ventana de un hotel de Nueva York. (La Vanguardia)

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18 de octubre de 2014
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La cabeza en los pies

Hay días en que crees que ya has escrito de todo, y ratificas, una vez más, que todo está escrito. Invocas tu cobardía, resbalando por ese sentimiento ruin que es la autocompasión, tan autodestructivo como diez botellas de bourbon. Cómo no va a atenazarnos el vértigo cada tanto al proyectarnos hacia delante y resolver si vamos encontrándole un sentido a todo esto. O si nuestra madeja de afectos es lo suficientemente tupida como para que respire por nosotros cuando nos fallen los pulmones. Claro que es más reconfortante la autocompasión que la conmiseración: fina es la piel del orgullo, pero la fuerza de las rutinas taponará nuestra gotera melancólica. De nuevo nos socorrerá la sensación de ocuparnos en lugar de preocuparnos, de sacar la ropa mojada de la lavadora mientras entretenemos el pensamiento con unas motas de polvo encima del aparador. A veces querríamos que nuestras vidas tuvieran los alicientes de una película, olvidando que detrás hay un guión armado, efectos especiales y banda sonora. Las aspiraciones son como armarios empotrados de más de dos metros que nos entumecen el cuello. Hay filosofías de vida que inhiben los deseos, y otras que alientan a luchar aun a riesgo de desgañitarnos. Nos decimos “cuídate” al despedirnos, aunque no sirva de nada. “Estaba viendo una serie, y de repente me encontré muriéndome”, me cuenta mi amiga Marichu, que hace dos meses sufrió un infarto. “Me dicen que lo más importante de todo es que camine, que ande una horita al día. Fíjate qué tontería: todo está en andar”. Es entonces cuando te dices que no lo has escrito todo, y que ahí está el parque por donde caminas de buena mañana, cuando te llega el vapor a caldo de pollo que sale de las cocinas de los colegios. A medida que te adentras en su arboleda, entre cedros, acacias y un sauce desmayado, las nubes parecen más bajas que cualquiera de nuestros armarios empotrados. Sientes los pies en la tierra, sobre la crujiente hojarasca, las manos refrescadas, las ideas que van de la palidez al rabioso estampado. Hasta que te cruzas con otros hombres y mujeres que caminan sin querer llegar a ninguna parte. Caminan como una expresión de deseo, con los brazos agitados y la espada recta; caminan para salvarse, con la mirada ausente y la certeza de saber que esa es su pequeña heroicidad diaria, su testarudez frente al destino, una manera sencilla de quererse en voz baja. Andar sin rumbo ni norte, sobre nuestros propios pasos. ¿O acaso no expresamos esa maravilla con gozo cuando las criaturitas de apenas un año un buen día dan cuatro pasos? “Ha empezado a andar”, decimos, “¡Camina!”. Y ya no los pararemos. El sentido de la vida, a ras de suelo. (La Vanguardia)

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15 de octubre de 2014
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El último sainete

En Madrid hay una calle llamada Don Ramón de la Cruz, en honor de uno de los máximos artífices del sainete. No es una calle lúdica o jocosa, como algunas de Chueca o Malasaña, sino que perfila sus nobles fachadas en pleno barrio de Salamanca, atildadas y con remilgados atuendos campestres de montería, que se siguen vendiendo en la zona para los buenos castellanos con cottage. Nos habituamos a los nombres del callejero, hasta el extremo de que los vaciamos de su historia y significado. Pero pocas calles existen que comiencen por Don, aunque en este caso no se trate de un vocativo sino del nombre con el que sus padres le inscribieron al nacer, un caso único en la historia de la iglesia católica en España. Nuestro Don vivió en Ceuta, donde ejercía como funcionario de prisiones, y uno de sus sainetes más célebres se tituló Manolo, una parodia desvestida con lenguaje arrabalero que narra las desventuras de un hampón recién salido de un presidio africano. Material de primera hubiera sido para Don Ramón de la Cruz la escenificación de la última españolada a resultas del contagio del virus de Ébola por una auxiliar de enfermería. Un caso enormemente dramático convertido en un teatrillo de disparates por su gestión política. Desde el primer mensaje de tranquilidad que tanto intranquilizó a los ciudadanos, seguido de un “nos hemos contagiado” de la ministra Mato -cuyo blindaje por parte de Rajoy resulta inaudito-, hasta las declaraciones del consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Javier Rodríguez, y recurrir a Soraya Sáenz de Santamaría para enderezar tanto despropósito. No soy capaz de imaginarme a un alto responsable de la salud pública norteamericana acusando de mentir a una trabajadora que ha arriesgado su vida desinfectando una habitación con ébola y se halla en estado grave, como hizo el consejero Rodríguez. Tampoco podría justificar que los trajes -algunos se fijaban con cinta adhesiva- les quedan cortos sólo a los altos, como si no fuese normal serlo en España. Ni que se metiera, rabioso, con que la enferma hubiese tenido cuerpo para irse a hacer las mechas a la pelu. Qué cochambrosa domesticidad tiñe todas estas escenas. El cachondeo como refugio desesperado de la tragedia, al estilo del Manolo de Don Ramón, que carcome nuestra imagen ante el mundo. Berlanga y Azcona no lo hubieran imaginado mejor. En este instante, millones de personas estarán googleando la palabra ébola, que se cliquea a un ritmo enfebrecido. Un nombre que suena a juguete, pero que se anuncia como una pandemia comparable al sida. Que aquí nos haya llegado, según parece, por un error humano, no justifica la pachanguera actuación de la administración, todos los mecanismos de seguridad puestos en duda, ni la imbecilidad burocrática, la misma que recomienda “no salir de la vivienda aunque arda”, porque lo dicta el protocolo. (La Vanguardia)

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13 de octubre de 2014
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Juego de nombres

La palabra marca ha irrumpido en el ámbito individual y ha instaurado su lógica comercial en la identidad del ser humano. Por ello florecen los expertos en crear marca personal que platican sobre la importancia de tener audiencia. El aplauso que nos persigue -como si necesitáramos detrás de cada acto una corte de palmeros- da muestra de los miles de cristales pequeños que conforman la condición humana. La marca se ha comido a la romántica firma, con su ansia de monetizar -palabro terrible que hoy se utiliza para todo- y contabilizar los clics para reeditar el cuento de la lechera. John Galliano perdió su nombre hace un par de años. Nacido Juan Carlos Antonio Galliano-Guillén, cuando era un llanito que recortaba vestidos de papel poco podía imaginarse que un día formaría parte del olimpo de la costura, que cambiaría los patrones de una grande maison, un estilo años cincuenta desfasado, propio de un tiempo de mujeres-flor. Ni que multiplicaría los dividendos de la firma parisina adquirida por Bernard Arnault para coronarse como el más transgresor, genial, audaz y creativo de los diseñadores. Se conocía su pasado de adicciones y su tendencia al exceso. Diseñaba 25 colecciones anuales, y siempre se disfrazaba en la salida final de sus desfiles: de torero, o Napoleón, riéndose de sí mismo con sus cejas dalinianas. Hasta aquel exabrupto de “amo a Hitler”, completamente borracho. La condena fue unánime. No era un intelectual, como Heidegger, Hamsum, Pound o Grass; ni gozaba de la libertad desarrapada de Ian Curtis o David Bowie, que en su día declaró “creo que podría haber sido un Hitler cojonudo” sin temor a represalias. Él estaba a sueldo porque, a pesar de sus envoltorios, el negocio de la moda está sujeto a altas tiranías financieras. No sólo perdió trabajo: la marca John Galliano, del mismo propietario que Dior, sigue sin él. Se rehabilitó, duró poco en sus nuevos trabajos, y anunció que habría una segunda parte. Ha sido un italiano, Renzo Rosso -propietario de Diesel-, quien le ha brindado un nuevo nombre, el de otro diseñador que vendió el suyo: Martin Margiela. La foto que acompaña al comunicado, atildado y con mirada entre vidriosa y desafiante, resucita el fantasma de Dorian Grey. Así, Galliano firmará sus colecciones como Maison Margiela a fin de rehabilitar su nuevo yo. Un nudo borgiano con trasplante de nombres en toda regla. Como el que pide a gritos Isabel Pantoja, que difícilmente podrá arrebatarse el suyo. La orden del juzgado que la conmina a ingresar en prisión si no paga más de un millón de euros no hace sino reavivar su marca personal. Tragicomedia alrededor de los tribunales; la mancha del amor y sus blanqueos. Como si la Pantoja tuviera que interpretar en la vida todo lo que ha cantado. Nunca he entendido por qué le llaman canción ligera, cuando en sus letras se abren carnes y vísceras en canal: “Me duelen los centros”, dicen los manchegos. Igual que a los personajes que quedan atrapados en la rueda de la fama, esa gran trituradora de la dignidad. El ocaso Descendiente de una prolija casta de industriales y políticos, e incluso con un primo oficiando de obispo de los pobres y mutilados en Camboya, Rodrigo Rato fue un chico bien (en Madrid se empeñan en llamar chicos a los de sesenta y más) aunque lo expulsaran de Icade; contribuyese a hinchar la burbuja inmobiliaria desde el Gobierno; saliese por la puerta de atrás del FMI; y como guinda colaborase en el escandaloso hundimiento de Bankia utilizando su tarjeta fantasma a diestro y siniestro entre 1999 y 2012. Representó la esperanza blanca del aznarismo, la derecha moderna que se dice; ahora, imputado por el juez Andreu, deberá explicar sus caprichos pagados con tarjetas opacas. El siglo XXI será el de la transparencia, o no será. Ligues en Palacio “¿En tu casa o en palacio?”. El asunto es completamente real, nunca mejor dicho: los responsables de la seguridad de Buckingham están hartos de que el personal que atiende a la realeza británica (más de 800 entre mayordomos, limpiadores, camareros, vigilantes…) utilice Grindr, Bender y demás apps para ligar. Según han revelado, en los últimos meses se ha disparado el número de visitas -fugaces y ardientes- a las dependencias accesibles del regio complejo, que no son otras que sus habitaciones. La tecnología que las promueve también las delata. Quien le hubiera dicho a Isabel II que las trifulcas telefónicas serían, desde aquel tampax de Camila en el que quería convertirse su hijo, un continuo sobresalto. Memoria y pedigrí Patrick Modiano, flamante Nobel de Literatura, ha rechazado una y otra vez la fácil etiqueta de nostálgico que la crítica le ha colocado, aunque sea cierto que la literatura y el cine le funcionen para dialogar con el pasado. Como cierto es también que su retrato -en singular, pues su obra no puede entenderse sino como una suerte de Comedia Humana del siglo XX- de los terrores y miserias de la ocupación, valorada por la Academia Sueca, es tan evocador como valiente. Pero, ¿acaso no tratamos todos desesperadamente de no olvidar lo que hemos sido o a quienes hemos amado? La hierba de las noches, su última novela, estrena la autoficción poético-policial. Un noire seductor de quien escribió una pequeña obra monumental: Pedigrí. (La Vanguardia)

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11 de octubre de 2014
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La edad fértil

No sé muy bien a qué permiso de paternidad se refería Mónica de Oriol, del que, en sus polémicas declaraciones, aseguró que “afortunadamente” también disfrutan los hombres. ¿A los distintos proyectos de ley, ya amarillentos, que desde hace siete años se van posponiendo porque siempre hay algo más urgente que reconocerle al padre sus derechos y sus responsabilidades? Porque, de las palabras de la presidenta del Círculo de Empresarios criticando duramente las regulaciones que protegen la maternidad, se sobreentiende que las funciones del padre se liquidan en los quince días de recreo actuales. Los mismos que por casarse -sea en primeras o cuartas nupcias-, otro chiste propio de la obsolescencia cultural que nos ampara. Que Oriol haga apología de contratar a mujeres de menos de 25 o por encima de 45 años en detrimento del resto es un disparate. No porque las becarias y las séniors no seamos valiosas, sino porque es la edad en la que el talento ya ha encontrado el cauce para ser productivo, mientras que la avidez de la juventud incide en la creatividad, el nervio y el reto. Y eso lo debería saber bien la líder de un lobby empresarial. ¿Cómo va a despreciarse a las profesionales con dos másters, jornadas interminables y atisbos de experiencia por estar en edad fértil? Conozco a varias de ellas que han sido madres y su actitud acaso se haya modificado en dos aspectos: se organizan mejor y dimiten de los actos de las ocho de la tarde en adelante. Porque de la irracionalidad de horarios que España sufre más que nadie, no somos responsables las mujeres. No es políticamente incorrecta sino empíricamente indemostrable la percepción del paternalismo de Estado al que indirectamente se refiere Oriol. Todo lo contrario, el Estado ha descansado cómodamente sobre el trabajo no remunerado de las mujeres. Hoy en día, cerca del 50% de las mujeres de todo el mundo trabajan, son mayoría en la universidad, y tienen elevadas responsabilidades en todos los ámbitos. Quien las haga sospechosas de desmotivarse al ser madres es que poco ha ahondado en su experiencia íntima y la construcción de su identidad. Ni en un modelo social que torpedea la realización conjunta profesional-familiar con horarios penosos, escuelas infantiles de pago, permisos paternos en el cajón, contratos basura y salarios inferiores. Ahí descansan algunos argumentos para determinar por qué las mujeres tienen hoy tan pocos hijos. Hay una frase lanzada al vuelo al comienzo de la intervención de De Oriol, acaso la más machista de todas: “El problema no son los consejos de administración, donde se tiene libertad de horarios”, sabiendo de antemano que en ellos sólo hay un 14% de mujeres. Y ese sí es un problema. (La Vanguardia)

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8 de octubre de 2014
Blogs de autor

?Catalonian mood?

Somos también nuestro estado de ánimo. A merced de la ventisca que golpea los ventanales, la bruma que cae como una panza blanca o el sol refulgente que nos crea la ilusión de ser nosotros quienes brillamos. A merced de las noticias que acortan la esperanza, las llamadas de teléfono inesperadas, una mirada hostil, una palmada en el hombro, un beso. Mood, lo denominan los anglosajones, alérgicos a declarar su predisposición para afrontar las batallas cotidianas sin pudor. De nada sirve nuestra impecable agenda ni la inclinación a la sonrisa si el sueño desmemoriado ha maleado el inconsciente, o si la lluvia fina tamborilea una balada que hacemos nuestra. No sabemos qué nos pasa, decimos, pero andamos con flojera. O todo lo contrario, estamos pletóricos. La productividad, el consumo, incluso la generosidad dependen de con qué pierna nos levantemos de la cama. El pasado mes de abril, científicos del Georgia Tech, el instituto tecnológico de Atlanta, y de los Yahoo Labs, la división investigadora del gigante de internet, informaron de que un elemento extraño estaba manipulando las reseñas de restaurantes on line. No se trataba de hackers invasores, ni de restauradores haciendo trampas digitales, sino, simplemente, de la influencia del clima. Después de analizar más de un millón de comentarios en webs concluyeron que las reseñas eran significativamente más positivas cuando se habían escrito en un día soleado (de entre 31 y 37 grados centígrados), y que en las críticas aceradas pesaba tanto la cocción excesiva de un pescado como el incesante aguacero que les había mojado los zapatos. La interesante conclusión de los tecnólogos fue que en la expresión de un deseo nos condiciona más el estado de ánimo que nos exalta, incomoda o reduce, que la razón. Un día nos comemos el mundo y al otro nos disolvemos en un pozo de quimeras, aunque lo disimulemos. En el formato de la rutina: la oficina, el coche, la tienda, soportamos al cuerpo en lugar de que este nos soporte. Y logramos negarnos y negar el instinto de supervivencia, además de nuestra capacidad para afrontar lo inmediato. La tendencia a la negatividad (y el pesimismo) se encadenan a la espiral descendente de la procrastinación -mejor lo dejo para mañana, nos decimos- autoboicoteando lo que más ansiamos. La influencia de la felicidad en nuestros intereses y elecciones es un campo fecundo para el marketing y los managements creativos. También para las reivindicaciones. Un sentimiento eufórico, posibilista, enfebrecido, que tanto tiene que ver con el estado de ánimo y su componente emocional -mucho más elevado que en Escocia- recorre estos días las calles de Catalunya. Por ello sus senyeres palpitantes son capaces de manifestarse con paraguas, y de fortalecer la idea del “ahora o nunca”, antes de que lleguen los fríos del invierno.

(La Vanguardia)

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6 de octubre de 2014
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El Boomeran(g)
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