Con Elvis Presley me hice mayor, o eso creí entonces. Estrené tocadiscos con un doble de Grandes éxitos, cuando los elepés se escuchaban despacio, canción tras canción. Variábamos nuestras filias, y había meses en que lo dábamos todo por unos zapatos de gamuza azul y otros en que nos agitábamos presas de la sincopada Fever. En la salita del piano, con mis hermanos, puntuábamos los temas y siempre ganaba Suspicious minds, uno de los hits que me sigue acompañando cuando quiero mejorar el humor o subir el ritmo, que viene a ser lo mismo. Elvis te metía algo en el cuerpo: un nervio, un coraje, un cuento de Dickens. Su madre se parecía a algunas mujeres de nuestro pueblo, fondona y natural, incapaz de sofisticarse aunque su hijo fuera el Rey. Luchó con agallas para que la pobreza no los despojara de su dignidad, no soportaba que su pequeño pudiera llegar a ser un hillbilly, el gentilicio que designa a los habitantes de las áreas rurales más remotas y atrasadas. Gracias a sus películas (más de treinta) viajábamos por todo el mundo, de forma muy especial a Hawai, donde ambientábamos todos los sueños que pueden enredarnos a los catorce años. Pero sobre todo conseguía que sintiéramos la música como algo que formaba parte de nosotros. Un chico pobre que había logrado alcanzar la cima moviendo la pelvis -y rodillas- como nadie: ¡claro que todo era posible! Ayer Elvis, de estar vivo, hubiera cumplido ochenta años. Su muerte nos partió una tarde larga de agosto, en la que revisábamos nuestra colección de sellos. Fue la primera muerte lejana que sentimos como de la familia, sobre todo porque no podíamos concebir que fuera mortal. Hoy sus descendientes y representantes mercadean con su legado, vendiendo los jets privados con baños de oro y alcobas de cinco estrellas que adquirió sólo dos años antes de morir. “La primera vez que oí la voz de Elvis supe que jamás podría trabajar para alguien, que nadie iba a ser mi jefe. Oírlo por primera vez fue como huir de la cárcel”. La declaración es de Bob Dylan. Lennon y McCartney, Springsteen o Nick Cave también se crecieron con su voz. Injustamente condenado en el imaginario colectivo por sus excesos, sus monos con pedrería y sus hinchazones narcóticas, no hubo nadie más valiente que él para hacer rock and roll. En los penales españoles debería escucharse El rock de la cárcel, ahora que están más pobladas que nunca de vips, acrónimo cada vez más desprestigiado y hortera, como la capa de Elvis. Recuerdo con auténtico estupor la boda de Rocío Jurado y Ortega Cano, a la que, por caprichos azarosos, asistí. Y fui testigo de aquel “estamos tan a gustito”, un desafinado ebrio que se convirtió en desliz premonitorio. El torero ha salido de permiso y el cambio ha sido impresionante: Más sereno, saludable y delgado. Ninguna cirugía estética hubiera obrado tal hazaña. “Hay mucho tiempo para pensar y madurar el futuro de mi vida y mentalmente me encuentro muy bien. La verdad es que no hay mal que por bien no venga”. ¿Poco tiempo para pensar? Un mal muy español. Exilio ‘vintage’ / Russian Red Hoy la cantante Russian Red se despide de España, rumbo a Los Ángeles donde se traslada de forma definitiva -ay, cómo si algo pudiera ser definitivo a los treinta años-. Lourdes Hernández es una de las voces más personales del pop español. En una ocasión, le hicimos un cuestionario en Marie Claire, y le preguntamos si era de derechas de izquierdas, a lo que respondió, con la boca pequeña, que más bien de derechas. Y claro, se armó la grande, como si alguien llamado Russian Red tuviera que justificar su nombre cuando pocas veces el significante guarda relación con el significado. Hoy pone a la venta gran parte de su armario: “Vestidos usados por todo el mundo”, dice, fiel a su espíritu indie, ahora que lo vintage tiene los días contados. Icono ‘fashion’ / Joan Didion
Ha escrito libros sobrecogedores, como El año del pensamiento mágico -sobre la muerte inesperada de su marido seguida de su hija-, películas escalofriantes, como Pánico en Needle Park, y centenares de artículos en prensa, de Vogue a The New York Times, pasando por Life, Esquire o The New York Review of Books. Ahora, a sus 80 años, Joan Didion se convierte, de la mano de Phoebe Philo y Juergen Teller, en icono fashion, desplazando a la top Daria Werbowy como imagen de la firma francesa Céline. Gafas de sol y colgante XXL, negro riguroso, su característica media melena plateada, y el allure de quien ha estado siempre por encima de las circunstancias. ¡Cuántas jóvenes escritoras le deben su estilo a Joan Didion! El antihéroe / Michael Keaton
Me cuentan que en Hollywood hay una regla de oro no escrita -se lo contó al crítico Andrés Rubin de Celis el actor Rod Steiger- que garantiza el total respeto de la profesión al intérprete que, por muchas vueltas que dé en la montaña rusa de la fama, la taquilla y la cirugía, logra completar tres décadas “en el candelero”. Michael Keaton, que estrena la aplaudida Birdman (encarna a una estrella en declive), va por la cuarta. Y en plena forma: ni las candidaturas a los Globos de Oro y las quinielas de los Oscar han nublado una lucidez que le alejó, incluso cuando el teléfono no sonaba, de malos guiones y cintas de serie B. “El mundo es hoy un gran mall”, ha declarado, más antihéroe que nunca, también más sabio. (La Vanguardia)
Pocos días antes de terminar el año recibí un fotomontaje en uno de esos grupos chistosos de WhatsApp titulado: “El gobierno apuesta por la transparencia”. Se trataba de un cuerpo de pasarela -aunque el rostro de la modelo había sido reemplazado por el de un sonriente Mariano Rajoy- desfilando con un vestido de tul negro bajo el cual emergían, diáfanos, pechos y muslos. El chiste pretendía dotar de sentido a lo que no lo tiene, ya que ociosos son los argumentos de la moda para justificar sus tendencias. Pero la clamorosa demanda de que se clarifique el lado oscuro de la política hallaba un correlato textual en los vaporosos tules de la moda. No sé si a la televisiva Cristina Pedroche también le llegó ese meme, pero calcadito era el vestido que lució para dar las campanadas de fin de año. Pedroche superó su objetivo: subir la audiencia de la cadena, ser trending topic, figurar cuatro días entre lo más visto de los digitales y corroborar que posee un portentoso sentido del espectáculo. Hay que tener una gran seguridad en una misma para erigirse en símbolo de la “transparencia” al enseñar las bragas ante España entera esbozando un mohín de despreocupación. “Tanto feminismo para eso”, se regodeaban los unos; “que se ponga lo que le venga en gana”, decían otros que constataban cuán habitual es ver a mujeres desvestidas en la tele, desde los rudimentarios tiempos de las mamachichos hasta las políglotas que, con escote y micro, lo mismo retransmiten un final de partido que un fin de año. Ese mismo día, la exchica Disney Selena Gómez visitaba los Emiratos y quiso fotografiarse dentro de la Gran Mezquita de Abu Dabi, aunque marcando territorio: posó avanzando un pie, de puntillas, y dejando asomar bajo la abaya un tobillo que causó tanto escándalo como las bragas negras de Pedroche. La acusaron de irrespetuosa, aunque ella tan sólo quisiera hacerse una simpática Instagram. La frontera entre maldad e ignorancia es difusa,como sostiene Joyce Carol Oates. También entre frivolidad y ramplonería. Pero bien saben estas chicas jóvenes y curvadas que todo aquello que tenga relación con exhibirse continua siendo noticia. Angelina Jolie, que ahora va de activista internacional y directora de cine, ha decidido vestirse como una estricta gobernanta. Adiós a los vertiginosos escotes y las minifaldas, desprestigiados por varios estudios según los cuales la ropa sexy incide negativamente en la valoración profesional de la mujer. O es una buscona o una curranta; una frívola o una Rottenmeier. Tópicos etiquetados. Aunque probado queda el poder de la indumentaria, pues habrán observado de qué modo tan particular visten las famosas cuando van a los juzgados. (La Vanguardia)

Albert Camus juzgó el suicidio como “el único problema filosófico verdaderamente serio”. Poco se puede añadir a este juicio de valor que concluye en su propia mudez, ya que ninguna otra luz directa extiende el autor al margen de las quimeras existenciales de sus personajes de ficción. Camus calibra el alcance del “problema”, tan grave como silenciado, ya que el suicidio es uno de los asuntos más esquinados en las sociedades prósperas, incluso cuando se convierte en la primera causa de mortalidad no natural, como es el caso. Todo aquello que nos infringe sufrimiento y mata resulta anatomizado en un modelo de organización preventivo: de los accidentes de tráfico al consumo de drogas, la violencia machista o el fracaso escolar. En los medios no escatimamos detalles de violaciones a menores, torturas y otros crímenes abyectos; la violencia está tan integrada en nuestra cultura que se juega con ella desde niños. Pero ante el suicidio: silencio. Apelamos a viejas teorías -como las de Paul Moreau de Tours (1875) y Paul Aubry (1896)- sobre el contagio y la emulación como justificante para no difundir las noticias de suicidios (a no ser que se trate de alguien famoso, cuando, siguiendo la misma lógica, el ejemplo de un ídolo puede resultar mucho más influyente). Cualquier herramienta parece inservible, incluida la capacidad de análisis, a la hora de enfrentarse al autoasesinato, como si el ser humano se inhibiera al desentrañar el contranatura que implica darse muerte a uno mismo. Los últimos datos del INE y el Departament de Salut de la Generalitat son alarmantes, una de las peores noticias al cierre del año: los suicidios crecieron un 11,3% en España, y más aún en Catalunya, un 36% en los últimos cinco años siendo la primera causa de fallecimiento entre los menores de 34 años. El Código de Riesgo que acaba de implementar la Generalitat está en la línea con los esfuerzos de la OMS, aunque en España estemos todavía bien lejos de considerarlo una cuestión política y no se hayan dispuesto estrategias específicas para combatirlo. Porque tras el medio centenar de suicidios cifrados, hay una media de 20 tentativas. En la época romántica se lo denominó “efecto Werther”, llegándose a prohibir el libro de Goethe en varios países, y en el siglo XX fueron las drogas, la exaltación del lado salvaje, la belleza del suicida también emulada al estilo Kurt Cobain -cabría recordar las palabras de su hija en respuesta a la apología suicida de Lana del Rey: “Abraza la vida porque sólo tienes una”-. “Una corriente de tristeza colectiva”, esgrimió el sociólogo Émile Durkheim como razón principal de la autoeliminación en el mundo moderno. Ahora se señala a la crisis, el paro, el horizonte corto, pero seguramente no existe una sola respuesta. Un cortocircuito, nos decimos, un apagón, pero, si hay red, alarmas y medidas, se puede volver a encender la luz. (La Vanguardia)

La anomalía, llámesele disfunción, patología, adicción o deriva, se ha convertido en regla. Porque tantas fatigas reportan el éxito y la fama como la más anónima de las intrascendencias. Cuando voy al programa de Julia Otero, me tomo siempre un café en la Rambla y no puedo dejar de observar a esas mujeres, sentadas en la barra, que piden su tercer carajillo con un vaso de agua, arregladas y sonrientes, aunque con la mirada tan aniñada como abotargada. No somos nadie para juzgar antes de intentar comprender: que su instinto de supervivencia aún es capaz de protegerlas, en un frágil equilibrio que puede derrumbarse al primer aleteo. Cada vez conozco más mujeres que beben solas. A medida que los hijos crecen y las casas se vacían, necesitan anestesiar el sueño, enturbiar la cabeza, sentir una energía que no les pertenece pero que gracias a la desinhibición del alcohol sienten como propia; entretener el lenguaje del alma, que pocas veces coincide con el lenguaje del cuerpo. En una ocasión me contaron la historia de una profesional, en proceso de rehabilitación, que se bebió el frasco de Chanel 5: era lo más parecido al whisky que tenía en casa. Mal asunto el de enjuiciar a quienes tropiezan y acaban orillados. Ahí está el gran Johnny Depp, ese eterno chico que, después de Eduardo Manostijeras, Jack Sparrow y sus piratas del Caribe, Willy Wonka y otros éxitos -a menudo de la mano de su amigo Tim Burton-, se ha dejado ver ebrio y confundido ante un micro, hasta el extremo de anunciar que va a tratar su alcoholismo. Depp ha cumplido cincuenta, una edad peligrosa para quienes aún no han logrado serenar el alma. Los estragos de la fama suelen pasar factura cuando la juventud se diluye, igual que las más sofisticadas sopas instant. Ya no se es ni el más original ni el más guapo pero, sobre todo, ya no se es primicia. ¿Cómo reavivar la fe en uno mismo? Y, más aún, ¿cómo mantenerse en primera línea durante muchos años sin caerse al foso de los leones? El santoral de la fama -siguiendo la ex excelente metáfora creada por Margarita Riviere- sigue caracterizado por el martirologio de quienes, a cambio de subir al Olimpo, tuvieron que tragar veneno. De Philip Seymour Hoffman o Robbin Williams, muertos (o autoeliminados) este año, hasta las chicas malas de Hollywwod que entran y salen de las clínicas de rehabilitación como si fueran spas, la peligrosidad de la exposición radica, sobre todo, en quedarse sin el propio yo. Se sustituye por otro, con química, física o tatuajes. Ese ha sido el caso de Maradona, que, de venir a España en adelante -cuando la reforma del Código Penal del PP se apruebe, asunto que, en este particular, aplaudo-, podría ser condenado a cuatro años de cárcel por incitar a la violencia machista. “Perra” se ha tatuado en el pecho, dedicado a su novia. Pero lo peor es que la susodicha, Rocío Oliva, se ha fotografiado pizpireta al lado de un Diego burleta, con la tinta del tattoo aún fresca. Excesos, enfermedad, desvarío, pero también violencia, desprecio, sordidez, precipicio. Eso ocurre en un mundo esponsorizado, en el que las tradiciones se revientan con mal gusto: qué burrada lo de brindar con cerveza en Nochevieja, ¡si al menos fuera Cola-Cao! Última voluntad El gobierno del Reino Unido ha lanzado una web que hace pública la última voluntad y testamento de todos los ciudadanos fallecidos desde 1958. Una de las más consultadas -previo pago de 10 libras (más de 12 euros), que así han tasado el morbo- es la de Lady Di, a la que los británicos no olvidan. Ella resume los años 90 donde los trajes de Versace y los bolsos de Dior aniquilaban las florecillas Liberty y reinventaban el glamur. Ella lo combinó con la prosa de las onegés y el desamor. Los británicos ahora quieren cotillear la letra pequeña: saber qué fue de su anillo de compromiso de zafiro y diamante o la Tiara Spencer, como si fueran de la familia, no en vano un gran porcentaje de los británicos ha soñado que tomaba té con su Reina. Obsesivas néspotas Le llaman “management de la excelencia”, e impera en los reglamentos de varias empresas asiáticas. Si una azafata derrama un zumo encima tuyo, su compañera la puede delatar por el bien de la compañía y será despedida, porque no se admite torpeza alguna. Hace unos días a la aún vicepresidenta de Korean Air (un chaebol coreano al estilo Samsung o Hyundai, donde “la familia” tiene cargos, privilegios y pasea todo tipo de arrogancias) le sirvieron unas nueces de macadamia sin emplatar. Cho-Hyun-ah actuó con la lógica de la excelencia: echando al supervisor al instante, aunque ello retrasara el vuelo. El nepotismo en el nuevo mundo reúne lo peor del viejo, pero además es formalmente miserable y hortera. Siempre Acabo el año leyendo a Kundera. En la solapa de La fiesta de la insignificancia (Tusquets), un retrato de Catherine Hélie que enamora. “Milan Kundera nació en Chequia y desde 1975 vive en Francia”. Así firman los clásicos en vida. El libro es un surrealista divertimento: viejos que beben, recuerdan a sus madres y observan a las chicas por la calle admitiendo que el centro de seducción ha pasado de los pechos, los muslos o el trasero, al ombligo, como muestra de la intrascendencia y el egocentrismo actual. Después abrí “La broma”, y allí está el joven Ludvick -tan joven Kundera- que por una boutade sobre el optimismo del régimen, cae en desgracia. Una ácida delicia. Los años pasan pero su prosa, cortada al vacío, ya es eterna. (La Vanguardia)

Se pueden contar los años recordando las casas en las que hemos vivido, los trabajos que nos han ocupado, la llegada de los hijos o las muertes que nos han arrugado. Son índices fiables, aunque a veces nos bailen las fechas, pues lo que importa no es tanto la cifra sino convocar la memoria, siempre caprichosa, que nos trae una imagen capaz de encender el resto, igual que el interruptor general de una habitación de hotel. También es un buen recurso recordar los fines de año: qué hicimos, dónde, con quién, si bailamos caracoleando la falda o nos acostamos temprano, atravesado por un carácter demasiado hosco para supersticiones. Apenas se dejan ver, pero siempre hay un chico triste, una mujer desesperada o un camarero abrumado entre quienes repiten la ridícula tradición de calzarse un cono por sombrero, soplar un matasuegras y bailar sonrosados la conga en trenecito. Qué plácida embriaguez la de aquella inocencia con la que creíamos que terminar un año en verdad representaba algo importante, un punto final. Concluíamos un tramo de tiempo y estrenábamos otro, cuidadosamente, igual que un cuaderno inmaculado. Desde pequeños y hasta llegar a la sensatez brindamos con despreocupación ante la promesa de lo nuevo que estaba por llegar. Los humanos somos muy aficionados a los finales. Una suerte de ligereza nos inviste cuando acabamos cualquier cosa: desde un trabajo hasta un cumpleaños, una limpieza a fondo, abrir sobres o acabar el día; la bendita vida en posición horizontal. Los fines de año son una fiesta de adultos: la pajarita deshecha a lo Paul Newman y los stilettos en la mano -como Audrey-, en el mejor de los casos. Apenas recuerdo los de mi infancia: la vajilla de Sargadelos, las uvas atragantadas, Martes y 13… Para eso servían los últimos días del año: para acostarnos tarde con un buen programa de televisión, y para que los niños chicos creyeran que por las calles del pueblo había sido visto el senyor dels nassos, que tiene tantas narices como días el año. Los adolescentes, en cambio, ponen mucho esmero y energía en celebrar esta fiesta. Tienen que mostrar su mejor rostro, sus esperanzas, sus fotos en Instagram. Su entrega podría tener equivalencia con la forma en la que los púberes muestran su cariño, que relataba Michel Houellebecq en una de sus novelas: cuando las parejitas están en público, rodeadas de sus amigos, se besan y acarician cinco vez más que cuando están solos. No es de extrañar que hayamos alargado la adolescencia en busca de una huella memorable, de la luz de un faro, hasta que, sin pretenderlo, despertamos al amanecer del primer día del año, sin puntos y aparte ni tampoco finales pero con una luz blanca, de primera página. (La Vanguardia)

Hubo un día en que la mística del viajero, que antaño embarcaba en el camarote de un transatlántico o en un vagón de tren desde el que contemplaba el paisaje huidizo, se convirtió en prosa barata. Mucho tuvo que ver la aeronáutica, y no me refiero a aquellos aparatos de hélices que pilotaba la gran Amelia Earhart. La búsqueda de rentabilidad por parte de las líneas aéreas obligó a estrechar los asientos, y no sólo eso, sino también a tratar como rebaño a los pasajeros, no tanto por mala voluntad como por ausencia de ella. Los aeropuertos fueron creciendo al ritmo del neonomadismo global, funcionalmente asépticos, lejos de humanizar protocolos. De entre el surtido de inclemencias que soportar, el viajero debe aprender a convivir, además de con retrasos, cancelaciones y overbookings, con megafonías para sordos. “Llevo tapones en el bolso para sobrevivir”, me decía una amiga que ha recuperado la fe en sí misma debido a la creciente demanda de vagones silenciosos. “Ves, no estamos locas, no es normal el nivel de decibelios que nos imponen en el espacio público”. Ella es una de los miles de viajeros habituales que convive como puede con el estruendo nacional. En el puente aéreo, la última tortura consiste en poner repetidamente la misma canción en el despegue y el aterrizaje, a modo de himno: “lunes, martes, miércoles, jueves…”, un alarde promocional de la música española de dudoso gusto. Ahora los aviones, cuando toman tierra, ruedan por la pista -durante largos y exasperantes minutos- hasta engancharse al finger, y así la cancioncilla en cuestión suena una y otra vez, hiriendo nuestra sensibilidad auditiva. Y es que nos hemos acostumbrado a aguantar todo tipo de calamidades: a que nos pierdan las maletas, como si formara parte de las reglas de juego del viaje (y a que nos den cuatro chavos si no aparecen); a que nos suban en las llamadas jardineras -esos autobuses sin apenas asientos- y nos encierren allí con frío o calor. Las penurias del viajero superan sus derechos, más cuando no existe una normativa internacional que regule los excesos de equipaje, el reembolso de billetes o la indemnización por retrasos de más de tres horas. Y, por si todo ello no fuera suficiente, en las estaciones del AVE se ha impuesto una nueva moda: “carritos, no, gracias”. Estas Navidades, el espectáculo de los pasajeros que llegaban con niños a Madrid o a Barcelona cargados de maletas y bolsas de regalos parecía propio de aquella España que nuestros padres arrastraban a cuestas. “Desde que despidieron a los empleados que reponían los carros, hará un par de años, casi nunca encuentras uno”, me explicó un empleado. Una medida que vulnera cualquier protocolo de atención al cliente, pero si te quejas a Renfe, te dicen tan panchos: “Haber llevado menos equipaje”. ¿Qué clase de atrasos son estos, en tiempo de drones, Rosettas y Phineas?
(La Vanguardia)

Hay años escuálidos que pasan sin pena ni gloria, años tontos en los que ni tan siquiera percibimos que nos hacemos más viejos, que crecen los hijos y bajamos los techos. Pero 2014 ha sido un año vitaminado en acontecimientos, nutritivo en personajes y estratégico en cambios. Un año depurativo, de expulsar cálculos, como hacen quienes se limpian el hígado o el colon con sales Epsom. Un año escandalosamente justiciero. De la inviolabilidad de algunos dioses a verlos en el banquillo, de Rato a la familia Pujol, Pantoja, Mas, Núñez… ahora la infanta. Del bipartidismo a los quesitos, de la leche de vaca a la de soja, de la tarjeta del paro a las superblack. Y de un jefe de Estado old school, Juan Carlos, al campechano rey Felipe VI estrenando una monarquía ecofriendly, lo que supone empezar a barrer en palacio. Felipe VI y Letizia han levantado la institución con un estilo tan sobrio como simpático. Sin errores. En su primer mensaje de Navidad intentó quitarle distancia al envaramiento del vídeo institucional. Como atrezzo, foto de familia y otra con Letizia, cariñosos, ella recostada sobre su hombro en un vuelo business. En el discurso, Catalunya: antes de romper, intentémoslo de nuevo. La pasada Nochebuena, desde Twitter, respondió al Rey uno de los hombres del año: Pablo Iglesias, que en un ejercicio de destreza política, ha adoptado aires de estadista. “Comparto aspectos del diagnóstico del jefe de Estado, pero se equivoca si piensa que los responsables de la crisis nos sacarán de ella”, escribió. No corren buenos tiempos para héroes o carismáticos: una facción de la derecha le arranca la piel a la otra, amenazando votar a UPyD o a Podemos, mientras estos denuncian una operación de acoso y derribo de parte de grupos mediáticos y de la casta. Un pásalo augurando un futuro venezolano si ganan los de la coleta, como le llama el establishment -ojo si se la suelta-. Iglesias y sus magníficos sacan pecho, y en verdad tienen motivos para creérselo. Podemos es otro tipo de casta, la de los profesores de la Complu, politólogos conscientes de que todo empieza y termina hoy en la comunicación. ¿Antisistema? Todo lo contrario, ¿o acaso no dicen bien clarito lo que la gente quiere escuchar? Limpieza, desintoxicación, regeneración. La llamada Generación Tapón da conferencias muy bien pagadas por todo el mundo, mientras una nueva clase de liderazgo, más macrobiótica que gauche caviar, reemplaza a la vieja guardia anunciando que el espíritu del siglo XX terminó. Un nuevo monarca; una mujer al frente del gigante de la banca, el Santander; el armisticio entre EE.UU. y Cuba como broche del año; incluso Eurovisión lo ganó una mujer barbuda. Los treintañeros revitalizan los debates de televisión, lenguaraces y valientes. Estrenan un low cost en el polo opuesto de los privilegios del político de toda la vida. Pedro Sánchez se lanza a la calle y se lo toma en serio, mientras los patios de las cárceles se llenan de casta. Después de siete años de vacas flacas, el futuro en barbecho, hemos empezado a exfoliar las pieles muertas. Una flor en la noche Tan joven y tan valiente. Sobrevivió a las balas de la sinrazón talibana que, en el nombre de Alá, mata niños alegremente, imponiendo el estado del terror en las escuelas -la última matanza, en Peshawar, ha costado la vida a más de 130; un crimen imposible de digerir-. Malala, icono mundial de la libertad y la igualdad, habla alto y claro: “Tengo derecho a la educación, a jugar, a cantar, a ir al mercado, a que se escuche mi voz”. Otra luchadora que, como ella, recibió un balazo a quemarropa -a cientos de miles de kilómetros, en Tucson, Arizona-, la ex senadora Gabrielle Giffords, traza su perfil en Time, y concluye: “Malala es el testimonio de que, las mujeres no serán intimidadas hasta el silencio. Haremos que nuestras voces se oigan”. Así sea. Mirar con palabras Hay algo en su militancia fumadora, ese gesto de salir en las fotos fumando, que enternece al igual que su escritura impone. Fue el escritor más british. Personalísimo, culto, singular hasta el extremo de seguir acarreando una máquina de escribir y de entronizarse como rey de la isla de Redonda, Javier Marías vuelve a coronarse como el autor del libro del año con Así empieza lo malo, una novela sobre verdades y secretos, sus reglas y sus trampas. De fondo, una afilada mirada a un periodo que, bajado de los altares, por fin puede criticarse: la transición democrática. Prosa deslumbrante pero suculenta, que desvela y engancha, para luego suspenderse y dejarnos absortos. El joven Marías, boca de fresa y abrigo de paño. El revolucionario Desde el Vaticano, el papa Francisco ha surgido como el rostro más humano de un mundo en reconstrucción, amenazado por los fundamentalismos tanto religiosos como económicos. Dispuesto a mantener la frugal dieta detox entre la jerarquía eclesiástica, su filosofía se resume en menos oropeles y más jabón. Tolerancia cero ante la paidofilia, cercanía sin impostura, sensibilidad, alta diplomacia. Todos sus gestos, sus palabras y medidas -contenido y forma- han sido aplaudidas por el ciudadano del mundo, católico o no. Muchos de sus fieles se habían sentido muy cerca de aquellas palabras de Jesucristo en la cruz: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Hasta que llegó Francisco. Una de las grandes, y buenas, noticias del año.
(La Vanguardia)

Aunque ya no se crea en casi nada, y los inviernos se sucedan a capricho con un manto de niebla o más soleados que de costumbre, esta noche se sentará a la mesa un chispazo de recuerdo, o todo lo contrario, la memoria lenta merodeará entre las sobras del plato. ¡Cómo no vamos a alterar el relato de lo vivido! Hábiles que somos retocando el pasado -según las fotos que conservamos, o la película de super 8 donde saludamos disfrazados de pastorcillos-, permanece intacta la sensación de que pequeños momentos, a primera vista insustanciales, han acabado formando parte de las cosas más importantes de nuestra vida. De niños, contábamos con los dedos de la mano cuántos días faltaban para Navidad. No sólo por los regalos, aunque en gran parte fuera por ellos. La casa olía de otra manera; la cocina se perfumaba con sus manjares más nobles y el abeto reverdecía el comedor. El bullicio entraba con buen acomodo. Las familias no pueden quedarse en silencio en Navidad a no ser que un mal fario sobrevuele la mesa. Ya de adolescentes, un hastío tan empalagoso como los polvorones nos hacía enmudecer tras la larga cena, pero, en lugar de rebelarnos, nos quedábamos embobados ante el fuego, sacando al hombre o a la mujer de la edad de piedra que llevamos dentro. Lo hacíamos por los padres, nos decíamos, jugando a ser adultos. Y a pesar de que resultara engorroso, no osábamos saltarnos la tradición ya que unos hilos invisibles nos cosían a ella. De jóvenes, organizábamos viajes para escapar de la sobredosis de ponsetias y muérdago, pero casi siempre a partir del día 26, incapaces de violar esa fecha en que inexcusablemente los vivos recuerdan a los muertos con las mejillas encendidas de pasado, vino y chimenea. Ahora, de mayores, decimos que lo hacemos sobre todo por los hijos. Nos movemos con soltura y variamos la tradición. En Spotify figura incluso como subgénero el de “Navidad jazz”, que tan bien decora cualquier estancia. Elegiremos In a sentimental mood, por Duke Ellington y John Coltrane, en lugar del latoso Merry Christmas, y encenderemos velas de naranja y canela, que alguien convino en que es el aroma navideño por antonomasia, y por tanto temporal, igual que los turrones. Puede que algún familiar se vista de Papá Noel o deje alguna señal de presencia sobrehumana junto a los paquetes de regalos. Aun así, algún niño en un rapto de lucidez se cuestionará acerca del don de la ubicuidad: cómo es posible que pueda estar en todas las casas del mundo a la vez. Mientras, nosotros sonreiremos complacidos y sabremos que en verdad no cumplimos la tradición ni por los padres ni por los hijos, ni tan siquiera por los regalos o el guirlache, sino por nosotros mismos. (La Vanguardia)
