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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Los silenciados Werthers

Albert Camus juzgó el suicidio como “el único problema filosófico verdaderamente serio”. Poco se puede añadir a este juicio de valor que concluye en su propia mudez, ya que ninguna otra luz directa extiende el autor al margen de las quimeras existenciales de sus personajes de ficción. Camus calibra el alcance del “problema”, tan grave como silenciado, ya que el suicidio es uno de los asuntos más esquinados en las sociedades prósperas, incluso cuando se convierte en la primera causa de mortalidad no natural, como es el caso. Todo aquello que nos infringe sufrimiento y mata resulta anatomizado en un modelo de organización preventivo: de los accidentes de tráfico al consumo de drogas, la violencia machista o el fracaso escolar. En los medios no escatimamos detalles de violaciones a menores, torturas y otros crímenes abyectos; la violencia está tan integrada en nuestra cultura que se juega con ella desde niños. Pero ante el suicidio: silencio. Apelamos a viejas teorías -como las de Paul Moreau de Tours (1875) y Paul Aubry (1896)- sobre el contagio y la emulación como justificante para no difundir las noticias de suicidios (a no ser que se trate de alguien famoso, cuando, siguiendo la misma lógica, el ejemplo de un ídolo puede resultar mucho más influyente). Cualquier herramienta parece inservible, incluida la capacidad de análisis, a la hora de enfrentarse al autoasesinato, como si el ser humano se inhibiera al desentrañar el contranatura que implica darse muerte a uno mismo. Los últimos datos del INE y el Departament de Salut de la Generalitat son alarmantes, una de las peores noticias al cierre del año: los suicidios crecieron un 11,3% en España, y más aún en Catalunya, un 36% en los últimos cinco años siendo la primera causa de fallecimiento entre los menores de 34 años. El Código de Riesgo que acaba de implementar la Generalitat está en la línea con los esfuerzos de la OMS, aunque en España estemos todavía bien lejos de considerarlo una cuestión política y no se hayan dispuesto estrategias específicas para combatirlo. Porque tras el medio centenar de suicidios cifrados, hay una media de 20 tentativas. En la época romántica se lo denominó “efecto Werther”, llegándose a prohibir el libro de Goethe en varios países, y en el siglo XX fueron las drogas, la exaltación del lado salvaje, la belleza del suicida también emulada al estilo Kurt Cobain -cabría recordar las palabras de su hija en respuesta a la apología suicida de Lana del Rey: “Abraza la vida porque sólo tienes una”-. “Una corriente de tristeza colectiva”, esgrimió el sociólogo Émile Durkheim como razón principal de la autoeliminación en el mundo moderno. Ahora se señala a la crisis, el paro, el horizonte corto, pero seguramente no existe una sola respuesta. Un cortocircuito, nos decimos, un apagón, pero, si hay red, alarmas y medidas, se puede volver a encender la luz. (La Vanguardia)

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5 de enero de 2015
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De adicciones y esponsorizaciones

La anomalía, llámesele disfunción, patología, adicción o deriva, se ha convertido en regla. Porque tantas fatigas reportan el éxito y la fama como la más anónima de las intrascendencias. Cuando voy al programa de Julia Otero, me tomo siempre un café en la Rambla y no puedo dejar de observar a esas mujeres, sentadas en la barra, que piden su tercer carajillo con un vaso de agua, arregladas y sonrientes, aunque con la mirada tan aniñada como abotargada. No somos nadie para juzgar antes de intentar comprender: que su instinto de supervivencia aún es capaz de protegerlas, en un frágil equilibrio que puede derrumbarse al primer aleteo. Cada vez conozco más mujeres que beben solas. A medida que los hijos crecen y las casas se vacían, necesitan anestesiar el sueño, enturbiar la cabeza, sentir una energía que no les pertenece pero que gracias a la desinhibición del alcohol sienten como propia; entretener el lenguaje del alma, que pocas veces coincide con el lenguaje del cuerpo. En una ocasión me contaron la historia de una profesional, en proceso de rehabilitación, que se bebió el frasco de Chanel 5: era lo más parecido al whisky que tenía en casa. Mal asunto el de enjuiciar a quienes tropiezan y acaban orillados. Ahí está el gran Johnny Depp, ese eterno chico que, después de Eduardo Manostijeras, Jack Sparrow y sus piratas del Caribe, Willy Wonka y otros éxitos -a menudo de la mano de su amigo Tim Burton-, se ha dejado ver ebrio y confundido ante un micro, hasta el extremo de anunciar que va a tratar su alcoholismo. Depp ha cumplido cincuenta, una edad peligrosa para quienes aún no han logrado serenar el alma. Los estragos de la fama suelen pasar factura cuando la juventud se diluye, igual que las más sofisticadas sopas instant. Ya no se es ni el más original ni el más guapo pero, sobre todo, ya no se es primicia. ¿Cómo reavivar la fe en uno mismo? Y, más aún, ¿cómo mantenerse en primera línea durante muchos años sin caerse al foso de los leones? El santoral de la fama -siguiendo la ex excelente metáfora creada por Margarita Riviere- sigue caracterizado por el martirologio de quienes, a cambio de subir al Olimpo, tuvieron que tragar veneno. De Philip Seymour Hoffman o Robbin Williams, muertos (o autoeliminados) este año, hasta las chicas malas de Hollywwod que entran y salen de las clínicas de rehabilitación como si fueran spas, la peligrosidad de la exposición radica, sobre todo, en quedarse sin el propio yo. Se sustituye por otro, con química, física o tatuajes. Ese ha sido el caso de Maradona, que, de venir a España en adelante -cuando la reforma del Código Penal del PP se apruebe, asunto que, en este particular, aplaudo-, podría ser condenado a cuatro años de cárcel por incitar a la violencia machista. “Perra” se ha tatuado en el pecho, dedicado a su novia. Pero lo peor es que la susodicha, Rocío Oliva, se ha fotografiado pizpireta al lado de un Diego burleta, con la tinta del tattoo aún fresca. Excesos, enfermedad, desvarío, pero también violencia, desprecio, sordidez, precipicio. Eso ocurre en un mundo esponsorizado, en el que las tradiciones se revientan con mal gusto: qué burrada lo de brindar con cerveza en Nochevieja, ¡si al menos fuera Cola-Cao! Última voluntad El gobierno del Reino Unido ha lanzado una web que hace pública la última voluntad y testamento de todos los ciudadanos fallecidos desde 1958. Una de las más consultadas -previo pago de 10 libras (más de 12 euros), que así han tasado el morbo- es la de Lady Di, a la que los británicos no olvidan. Ella resume los años 90 donde los trajes de Versace y los bolsos de Dior aniquilaban las florecillas Liberty y reinventaban el glamur. Ella lo combinó con la prosa de las onegés y el desamor. Los británicos ahora quieren cotillear la letra pequeña: saber qué fue de su anillo de compromiso de zafiro y diamante o la Tiara Spencer, como si fueran de la familia, no en vano un gran porcentaje de los británicos ha soñado que tomaba té con su Reina. Obsesivas néspotas Le llaman “management de la excelencia”, e impera en los reglamentos de varias empresas asiáticas. Si una azafata derrama un zumo encima tuyo, su compañera la puede delatar por el bien de la compañía y será despedida, porque no se admite torpeza alguna. Hace unos días a la aún vicepresidenta de Korean Air (un chaebol coreano al estilo Samsung o Hyundai, donde “la familia” tiene cargos, privilegios y pasea todo tipo de arrogancias) le sirvieron unas nueces de macadamia sin emplatar. Cho-Hyun-ah actuó con la lógica de la excelencia: echando al supervisor al instante, aunque ello retrasara el vuelo. El nepotismo en el nuevo mundo reúne lo peor del viejo, pero además es formalmente miserable y hortera. Siempre Acabo el año leyendo a Kundera. En la solapa de La fiesta de la insignificancia (Tusquets), un retrato de Catherine Hélie que enamora. “Milan Kundera nació en Chequia y desde 1975 vive en Francia”. Así firman los clásicos en vida. El libro es un surrealista divertimento: viejos que beben, recuerdan a sus madres y observan a las chicas por la calle admitiendo que el centro de seducción ha pasado de los pechos, los muslos o el trasero, al ombligo, como muestra de la intrascendencia y el egocentrismo actual. Después abrí “La broma”, y allí está el joven Ludvick -tan joven Kundera- que por una boutade sobre el optimismo del régimen, cae en desgracia. Una ácida delicia. Los años pasan pero su prosa, cortada al vacío, ya es eterna. (La Vanguardia)

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3 de enero de 2015
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Primera página

Se pueden contar los años recordando las casas en las que hemos vivido, los trabajos que nos han ocupado, la llegada de los hijos o las muertes que nos han arrugado. Son índices fiables, aunque a veces nos bailen las fechas, pues lo que importa no es tanto la cifra sino convocar la memoria, siempre caprichosa, que nos trae una imagen capaz de encender el resto, igual que el interruptor general de una habitación de hotel. También es un buen recurso recordar los fines de año: qué hicimos, dónde, con quién, si bailamos caracoleando la falda o nos acostamos temprano, atravesado por un carácter demasiado hosco para supersticiones. Apenas se dejan ver, pero siempre hay un chico triste, una mujer desesperada o un camarero abrumado entre quienes repiten la ridícula tradición de calzarse un cono por sombrero, soplar un matasuegras y bailar sonrosados la conga en trenecito. Qué plácida embriaguez la de aquella inocencia con la que creíamos que terminar un año en verdad representaba algo importante, un punto final. Concluíamos un tramo de tiempo y estrenábamos otro, cuidadosamente, igual que un cuaderno inmaculado. Desde pequeños y hasta llegar a la sensatez brindamos con despreocupación ante la promesa de lo nuevo que estaba por llegar. Los humanos somos muy aficionados a los finales. Una suerte de ligereza nos inviste cuando acabamos cualquier cosa: desde un trabajo hasta un cumpleaños, una limpieza a fondo, abrir sobres o acabar el día; la bendita vida en posición horizontal. Los fines de año son una fiesta de adultos: la pajarita deshecha a lo Paul Newman y los stilettos en la mano -como Audrey-, en el mejor de los casos. Apenas recuerdo los de mi infancia: la vajilla de Sargadelos, las uvas atragantadas, Martes y 13… Para eso servían los últimos días del año: para acostarnos tarde con un buen programa de televisión, y para que los niños chicos creyeran que por las calles del pueblo había sido visto el senyor dels nassos, que tiene tantas narices como días el año. Los adolescentes, en cambio, ponen mucho esmero y energía en celebrar esta fiesta. Tienen que mostrar su mejor rostro, sus esperanzas, sus fotos en Instagram. Su entrega podría tener equivalencia con la forma en la que los púberes muestran su cariño, que relataba Michel Houellebecq en una de sus novelas: cuando las parejitas están en público, rodeadas de sus amigos, se besan y acarician cinco vez más que cuando están solos. No es de extrañar que hayamos alargado la adolescencia en busca de una huella memorable, de la luz de un faro, hasta que, sin pretenderlo, despertamos al amanecer del primer día del año, sin puntos y aparte ni tampoco finales pero con una luz blanca, de primera página. (La Vanguardia)

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31 de diciembre de 2014
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Calamidades viajeras

Hubo un día en que la mística del viajero, que antaño embarcaba en el camarote de un transatlántico o en un vagón de tren desde el que contemplaba el paisaje huidizo, se convirtió en prosa barata. Mucho tuvo que ver la aeronáutica, y no me refiero a aquellos aparatos de hélices que pilotaba la gran Amelia Earhart. La búsqueda de rentabilidad por parte de las líneas aéreas obligó a estrechar los asientos, y no sólo eso, sino también a tratar como rebaño a los pasajeros, no tanto por mala voluntad como por ausencia de ella. Los aeropuertos fueron creciendo al ritmo del neonomadismo global, funcionalmente asépticos, lejos de humanizar protocolos. De entre el surtido de inclemencias que soportar, el viajero debe aprender a convivir, además de con retrasos, cancelaciones y overbookings, con megafonías para sordos. “Llevo tapones en el bolso para sobrevivir”, me decía una amiga que ha recuperado la fe en sí misma debido a la creciente demanda de vagones silenciosos. “Ves, no estamos locas, no es normal el nivel de decibelios que nos imponen en el espacio público”. Ella es una de los miles de viajeros habituales que convive como puede con el estruendo nacional. En el puente aéreo, la última tortura consiste en poner repetidamente la misma canción en el despegue y el aterrizaje, a modo de himno: “lunes, martes, miércoles, jueves…”, un alarde promocional de la música española de dudoso gusto. Ahora los aviones, cuando toman tierra, ruedan por la pista -durante largos y exasperantes minutos- hasta engancharse al finger, y así la cancioncilla en cuestión suena una y otra vez, hiriendo nuestra sensibilidad auditiva. Y es que nos hemos acostumbrado a aguantar todo tipo de calamidades: a que nos pierdan las maletas, como si formara parte de las reglas de juego del viaje (y a que nos den cuatro chavos si no aparecen); a que nos suban en las llamadas jardineras -esos autobuses sin apenas asientos- y nos encierren allí con frío o calor. Las penurias del viajero superan sus derechos, más cuando no existe una normativa internacional que regule los excesos de equipaje, el reembolso de billetes o la indemnización por retrasos de más de tres horas. Y, por si todo ello no fuera suficiente, en las estaciones del AVE se ha impuesto una nueva moda: “carritos, no, gracias”. Estas Navidades, el espectáculo de los pasajeros que llegaban con niños a Madrid o a Barcelona cargados de maletas y bolsas de regalos parecía propio de aquella España que nuestros padres arrastraban a cuestas. “Desde que despidieron a los empleados que reponían los carros, hará un par de años, casi nunca encuentras uno”, me explicó un empleado. Una medida que vulnera cualquier protocolo de atención al cliente, pero si te quejas a Renfe, te dicen tan panchos: “Haber llevado menos equipaje”. ¿Qué clase de atrasos son estos, en tiempo de drones, Rosettas y Phineas?

(La Vanguardia)

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29 de diciembre de 2014
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Un año ?detox?

Hay años escuálidos que pasan sin pena ni gloria, años tontos en los que ni tan siquiera percibimos que nos hacemos más viejos, que crecen los hijos y bajamos los techos. Pero 2014 ha sido un año vitaminado en acontecimientos, nutritivo en personajes y estratégico en cambios. Un año depurativo, de expulsar cálculos, como hacen quienes se limpian el hígado o el colon con sales Epsom. Un año escandalosamente justiciero. De la inviolabilidad de algunos dioses a verlos en el banquillo, de Rato a la familia Pujol, Pantoja, Mas, Núñez… ahora la infanta. Del bipartidismo a los quesitos, de la leche de vaca a la de soja, de la tarjeta del paro a las superblack. Y de un jefe de Estado old school, Juan Carlos, al campechano rey Felipe VI estrenando una monarquía ecofriendly, lo que supone empezar a barrer en palacio. Felipe VI y Letizia han levantado la institución con un estilo tan sobrio como simpático. Sin errores. En su primer mensaje de Navidad intentó quitarle distancia al envaramiento del vídeo institucional. Como atrezzo, foto de familia y otra con Letizia, cariñosos, ella recostada sobre su hombro en un vuelo business. En el discurso, Catalunya: antes de romper, intentémoslo de nuevo. La pasada Nochebuena, desde Twitter, respondió al Rey uno de los hombres del año: Pablo Iglesias, que en un ejercicio de destreza política, ha adoptado aires de estadista. “Comparto aspectos del diagnóstico del jefe de Estado, pero se equivoca si piensa que los responsables de la crisis nos sacarán de ella”, escribió. No corren buenos tiempos para héroes o carismáticos: una facción de la derecha le arranca la piel a la otra, amenazando votar a UPyD o a Podemos, mientras estos denuncian una operación de acoso y derribo de parte de grupos mediáticos y de la casta. Un pásalo augurando un futuro venezolano si ganan los de la coleta, como le llama el establishment -ojo si se la suelta-. Iglesias y sus magníficos sacan pecho, y en verdad tienen motivos para creérselo. Podemos es otro tipo de casta, la de los profesores de la Complu, politólogos conscientes de que todo empieza y termina hoy en la comunicación. ¿Antisistema? Todo lo contrario, ¿o acaso no dicen bien clarito lo que la gente quiere escuchar? Limpieza, desintoxicación, regeneración. La llamada Generación Tapón da conferencias muy bien pagadas por todo el mundo, mientras una nueva clase de liderazgo, más macrobiótica que gauche caviar, reemplaza a la vieja guardia anunciando que el espíritu del siglo XX terminó. Un nuevo monarca; una mujer al frente del gigante de la banca, el Santander; el armisticio entre EE.UU. y Cuba como broche del año; incluso Eurovisión lo ganó una mujer barbuda. Los treintañeros revitalizan los debates de televisión, lenguaraces y valientes. Estrenan un low cost en el polo opuesto de los privilegios del político de toda la vida. Pedro Sánchez se lanza a la calle y se lo toma en serio, mientras los patios de las cárceles se llenan de casta. Después de siete años de vacas flacas, el futuro en barbecho, hemos empezado a exfoliar las pieles muertas. Una flor en la noche Tan joven y tan valiente. Sobrevivió a las balas de la sinrazón talibana que, en el nombre de Alá, mata niños alegremente, imponiendo el estado del terror en las escuelas -la última matanza, en Peshawar, ha costado la vida a más de 130; un crimen imposible de digerir-. Malala, icono mundial de la libertad y la igualdad, habla alto y claro: “Tengo derecho a la educación, a jugar, a cantar, a ir al mercado, a que se escuche mi voz”. Otra luchadora que, como ella, recibió un balazo a quemarropa -a cientos de miles de kilómetros, en Tucson, Arizona-, la ex senadora Gabrielle Giffords, traza su perfil en Time, y concluye: “Malala es el testimonio de que, las mujeres no serán intimidadas hasta el silencio. Haremos que nuestras voces se oigan”. Así sea. Mirar con palabras Hay algo en su militancia fumadora, ese gesto de salir en las fotos fumando, que enternece al igual que su escritura impone. Fue el escritor más british. Personalísimo, culto, singular hasta el extremo de seguir acarreando una máquina de escribir y de entronizarse como rey de la isla de Redonda, Javier Marías vuelve a coronarse como el autor del libro del año con Así empieza lo malo, una novela sobre verdades y secretos, sus reglas y sus trampas. De fondo, una afilada mirada a un periodo que, bajado de los altares, por fin puede criticarse: la transición democrática. Prosa deslumbrante pero suculenta, que desvela y engancha, para luego suspenderse y dejarnos absortos. El joven Marías, boca de fresa y abrigo de paño. El revolucionario Desde el Vaticano, el papa Francisco ha surgido como el rostro más humano de un mundo en reconstrucción, amenazado por los fundamentalismos tanto religiosos como económicos. Dispuesto a mantener la frugal dieta detox entre la jerarquía eclesiástica, su filosofía se resume en menos oropeles y más jabón. Tolerancia cero ante la paidofilia, cercanía sin impostura, sensibilidad, alta diplomacia. Todos sus gestos, sus palabras y medidas -contenido y forma- han sido aplaudidas por el ciudadano del mundo, católico o no. Muchos de sus fieles se habían sentido muy cerca de aquellas palabras de Jesucristo en la cruz: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Hasta que llegó Francisco. Una de las grandes, y buenas, noticias del año.

(La Vanguardia)

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27 de diciembre de 2014
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La Nochebuena

Aunque ya no se crea en casi nada, y los inviernos se sucedan a capricho con un manto de niebla o más soleados que de costumbre, esta noche se sentará a la mesa un chispazo de recuerdo, o todo lo contrario, la memoria lenta merodeará entre las sobras del plato. ¡Cómo no vamos a alterar el relato de lo vivido! Hábiles que somos retocando el pasado -según las fotos que conservamos, o la película de super 8 donde saludamos disfrazados de pastorcillos-, permanece intacta la sensación de que pequeños momentos, a primera vista insustanciales, han acabado formando parte de las cosas más importantes de nuestra vida. De niños, contábamos con los dedos de la mano cuántos días faltaban para Navidad. No sólo por los regalos, aunque en gran parte fuera por ellos. La casa olía de otra manera; la cocina se perfumaba con sus manjares más nobles y el abeto reverdecía el comedor. El bullicio entraba con buen acomodo. Las familias no pueden quedarse en silencio en Navidad a no ser que un mal fario sobrevuele la mesa. Ya de adolescentes, un hastío tan empalagoso como los polvorones nos hacía enmudecer tras la larga cena, pero, en lugar de rebelarnos, nos quedábamos embobados ante el fuego, sacando al hombre o a la mujer de la edad de piedra que llevamos dentro. Lo hacíamos por los padres, nos decíamos, jugando a ser adultos. Y a pesar de que resultara engorroso, no osábamos saltarnos la tradición ya que unos hilos invisibles nos cosían a ella. De jóvenes, organizábamos viajes para escapar de la sobredosis de ponsetias y muérdago, pero casi siempre a partir del día 26, incapaces de violar esa fecha en que inexcusablemente los vivos recuerdan a los muertos con las mejillas encendidas de pasado, vino y chimenea. Ahora, de mayores, decimos que lo hacemos sobre todo por los hijos. Nos movemos con soltura y variamos la tradición. En Spotify figura incluso como subgénero el de “Navidad jazz”, que tan bien decora cualquier estancia. Elegiremos In a sentimental mood, por Duke Ellington y John Coltrane, en lugar del latoso Merry Christmas, y encenderemos velas de naranja y canela, que alguien convino en que es el aroma navideño por antonomasia, y por tanto temporal, igual que los turrones. Puede que algún familiar se vista de Papá Noel o deje alguna señal de presencia sobrehumana junto a los paquetes de regalos. Aun así, algún niño en un rapto de lucidez se cuestionará acerca del don de la ubicuidad: cómo es posible que pueda estar en todas las casas del mundo a la vez. Mientras, nosotros sonreiremos complacidos y sabremos que en verdad no cumplimos la tradición ni por los padres ni por los hijos, ni tan siquiera por los regalos o el guirlache, sino por nosotros mismos. (La Vanguardia)

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24 de diciembre de 2014
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De frente y de perfil

No tengo foto de perfil, y no porque sea más humilde que el resto. Mi creatividad no ha llegado hasta ahí, pero en caso de colgar una, no sería mía, que ya soy una vieja conocida de mí misma. Advierto dos grupos muy claros al escoger sus iconos: los clásicos y los originales. Los primeros eligen sus mejores fotos del verano o de la nieve, de cuando eran pequeños, de sus hijos, mascotas o aquello que venden. Los segundos buscan la diferencia, acaso para rubricar que son especiales, o bien se esconden ya sea por coquetería, timidez o misterio. Una señal de parking y las palabras Only Big Asses ha elegido Vanesa Lorenzo para su perfil, una broma cosmopolita. José, comisario de policía, declara su orgullo local con una foto de la catedral de Burgos: “Yo no pedí ser burgalés, simplemente tuve suerte”; en cambio mi colega en estas páginas, Clara Sanchis, ha vinculado al suyo la foto de un ojo en blanco y negro con unas telas de colores dentro de la retina. Entre surreal y pop, también algo embarazoso. Parece hacer referencia al ansia por desvelar la vida, en la línea de las telas de araña luminosas que ha colgado otra amiga, psicoanalista. Un buen reclamo para que sus contactos le pidan cita. Mi portero, en cambio, se ha decantado por el morro de un Ferrari, mientras una poderosa empresaria rinde honores a la Virgen de Lourdes. La Milá, fiel a su espíritu seductor, tiene una foto de Paul Newman leyendo tumbado. El recuento es entretenido: una pantalla de televisión con nieve, los ojos transparentes de un siamés, un diente de león en el campo o una tarjeta “gracias por tu visita”. El resto somos un círculo gris con la silueta de un rostro en blanco -algo parecido al retrato del sospechoso aún por identificar de la policía- que uniformiza el falso anonimato, además de acusar la displicencia de despreciar las posibilidades que nos ofrece nuestra identidad digital. Leo en The Atlantic sobre un reciente estudio publicado en Journal of Personality and Social Psychology, que bucea en lo que las personas dicen de ellas mismas con sus posts en Facebook. Los extrovertidos utilizan a menudo palabras como fiesta, chicas, amigos o esta noche en comentarios entusiastas que, la mayoría de la veces, jalean la existencia de otros. Los textos de quienes se declaran tímidos, en cambio, contienen expresiones como en internet o recomendable. No es que en ellos se anule la presencia del yo, pero se inclinan por el plural mayestático, los saludos en lugar de los abrazos, y, con buen tino, se autolimitan en la repetición de consonantes. Perfiles arrolladores y vergonzosos conviven en las redes sin el muro que con frecuencia los separa en la vida real, los de aquellos que siempre dicen “todo fenomenal” y tienen una batalla para contar y quienes lamentan silenciosamente no ser un poco más lanzados para no tener que pedirles perdón una y otra vez. (La Vanguardia)

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22 de diciembre de 2014
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Cuba, ?mi amol?

Hubo una época en que viajamos mucho a La Habana. En los aviones de Air Europa, a menudo coincidía con empresarios españoles que acababan confesándome su “historia cubana”. No habían conocido mujeres como ellas, decían. Gatas de piel suave y labios carnosos que ya les habían enseñado cuatro pasos de salsa con filin y chan-chan, en El Turquino, la última planta-mirador del Habana Libre, con su techo móvil que a menudo se descorría para bailar bajo las estrellas. La ley prohibía que pudieran dormir juntos en un hotel, como el Melià Cohiba, que era el epicentro de poder y por su cava para fumadores pasaron desde Felipe a García Márquez u Oliver Stone. Su pasión quemaba. Los hubo incluso que se casaron con su cubana de Cienfuegos. Estrenábamos un nuevo siglo y mientras el amigo ruso ya había sustituido el carnet del partido por una grifería de oro, los cubanos vivían los racionamientos como si regresaran a un oscuro túnel: Ni litro de leche, ni vivienda propia, ni viajes al extranjero, ni libertad de expresión. Qué lejos quedaban ya aquellas fotos de un Fidel rumboso montado a caballo en Sierra Maestra. Una de esas postales, en technicolor, colgaba en el baño de Naty Revuelta, quien fuera su amante y madre de su hija Alina. La íbamos a visitar con mi amiga la periodista bilbaína Yolanda Martínez, que lleva más de dieciocho años viviendo allí, y le pedíamos que evocase sus rapsodias de amor y su fe revolucionaria entre dientes. La casa de Naty se caía a trozos, con bellas balaustradas coloniales y sus lámparas de araña. A Alina, entre Madrid y Miami tras su rocambolesca huida, ya la habían llamado los Estefan y le pedían que fuera portavoz del exilio. Vivir contra su padre le provocó, entre otras cosas, una anorexia. Inteligente, guasona y tierna, Alina fue un gran descubrimiento. Me visitaba a menudo en el barrio de las Salesas, donde cenaba un puñado de anacardos, hasta que un día le propuse que escribiera un libro sobre las mujeres que no comen: Una hoja de lechuga, lo titulamos. Desde la crisis de los balseros en el 94, la utopía cubana dejó de ser exaltada por la izquierda universal: hacinados, arruinados, perseguidos. Y a pesar de todo inquebrantable la dignidad de un pueblo en permanente “periodo excepcional”. Los artistas sostenían el cartel. Omara Portuondo, la gran dama y estrella del Buenavista Social Club, nos dedicaba boleros con la boca grande en el Dos Gardenias; Chano Domínguez, Aute, Fernando Trueba, Marina Rossell… Pasaron los años, murió Cabrera Infante. Mango abrió en la isla, los frijoles se sofisticaron en los paladares y en La Zorra y el Cuervo se siguió escuchando buen jazz. Fue “el negro”, como dicen, Obama quien tendría que anunciar el deshielo. “Hoy es fiesta grande en Cuba, ese chispazo de tierra en el mar”, escribe mi amiga Yolanda en su Facebook tras la noticia del reinicio de relaciones. Es hora de volver a escuchar a Omara. Ella siempre tuvo presente que entre su público, tan dado a “resolver” -el verbo cubano más común- se sentaba la esperanza. El mundo interior En Elvira Lindo confluyen sus orígenes gaditanos con un Madrid abierto, el del tapeo y el regocijo, el verbo directo con la sofisticación -Moratalaz y la Gran Manzana-, su aire aniñado y, sobre todo, un rico mundo interior desde el cual mira con los ojos cerrados. Ahora se estrena como editora de “Lindo & Espinosa”, en la cual debuta como fotógrafa y piefotista con el libro Memphis-Lisboa, donde se escucha el eco de aquello que le intriga, de su historia de amor con Muñoz Molina a las panaderías en las que sus tacones parecen alas. No conozco a ninguna otra periodista y escritora de altura que haya preferido no seguir publicando en la contraportada de un periódico. Porque no lo sentía. Las mujeres brillantes tienen estas cosas. La buena estrella Habita en ella un aire florentino, y a la vez una mirada de río salvaje. Bien se podría cantar, siguiendo a Sinatra aquello de “no habéis visto nada aún…”, y eso que acaba de deslumbrar -guiño en forma de palabra de honor british de Nicholas Oakwell Couture incluido- en la première londinense de Exodus, junto a Christian Bale y Ridley Scott. 2014 ha sido redondo para ella: cada semana en la tele con Hermanos, otras cuatro películas en cartera y protagonizar el clásico navideño patrio: dorada burbuja Freixenet. Se ha mudado a la ciudad del Támesis y deja caer que en febrero sorprenderá… Libre de trifulcas, lamés, divismos, amoríos y otras frivolidades, Valverde es la excepción de la norma. Monstruo sagrado Hay fotos de Magnum que congelaron sus amores con Angelica Houston: kilos de carisma, seducción y Stanislavski. Su fiereza y su humor levantaron una enigmática bruma sobre su leyenda. Hace algo más de un año desmintió que se hubiese retirado al tener problemas para memorizar guiones. De nuevo han surgido rumores de que padece alzheimer. Muchos aficionados discuten aún si el título de mejor actor norteamericano pertenece a Brando o a Newman, olvidando a otra pareja de monstruos -como Cocteau denominaba a los de su talla-, Nicholson y De Niro, que compiten con ellos en títulos memorables y doradas estatuillas. Aún sin aclarar su silencio, al rotundo Nicholson le debemos gran parte de nuestra memoria cinéfila. (La Vanguardia)

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20 de diciembre de 2014
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Sabina y la pájara

El caso de Sabina y la pájara que sufrió en un escenario madrileño tras casi dos horas de actuación resume dos factores que definen la psicología social de nuestro tiempo: el miedo y la confesión. Pánico escénico le llaman unos, crisis de inseguridad, fobia repentina, según otros; “un Pastora Soler” -refiriéndose a la cupletista que ha abandonado los escenarios porque un bloqueo le impedía subirse a ellos y disfrutarlos-, dijo en su excusatio un Sabina que siempre ha querido reconocerse en los otros. De nada sirven la excelencia, los logros alcanzados ni una probada solvencia cuando esa presión atenaza los nervios, paraliza las cuerdas vocales, blanquea la mente y desactiva la memoria. Se trata de un sentimiento ruin, parecido a la angustia de soñarse a uno mismo desnudo por la calle, con plena conciencia de ello pero a la vez atravesado por una impotencia que impide repararlo. Un sentimiento totalizador que guarda cierta relación con la pulsión de muerte al incapacitarse uno mismo para lo que está sobradamente preparado. “Creía que me iba a caer redondo en el escenario”, le dijo a su agente. Lo más curioso es que el cantante ya había cumplido con su contrato: hit tras hit y verbo castizo presentando generosamente a sus músicos; sólo le faltaban los bises. Hubiera bastado un poco de disimulo hasta salir corriendo, pero el autor de 500 noches, ahora que ya no se las bebe, optó por confesarse: esas son las cosas que tiene la sobriedad. Un micrófono abierto es asunto de valientes o caraduras. Los hay que carecen de vergüenza, empeñados en ser únicos, que se gustan y se reivindican como si estuvieran solos en el mundo. En el otro extremo están quienes se autoexaminan y se reprochan no haber sido más rápidos o ingeniosos (y se sienten torpes o pusilánimes cuando se les ocurre la respuesta brillante con una hora de retraso). Hasta que un día enmudecen. En literatura son los Bartleby de Vila-Matas y los Lord Chandos de Von Hofmannsthal. Sobre las tablas van de la Callas o Reggiani a Buenafuente y Alejandro Sanz. Hugh Grant, aquejado del síndrome hace cinco años, declaró: “Me gusta todo de rodar, excepto actuar”. Pero hoy el miedo escénico ha trascendido los escenarios. También lo padecen los trabajadores y empresarios, los padres y madres, tan a merced de lo inesperado, sea una epidemia, unas preferentes o un secuestrador en una cafetería. La ilusión del control, tal como presentíamos, es una ficción que agudiza el sentimiento de intemperie. Por ello, nos obligamos al desahogo, aunque nadie nos pida explicaciones, acaso como antídoto frente a la soledad del miedo, o como dejó dicho Cioran, ante “la enormidad de lo posible”.

(La Vanguardia)

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17 de diciembre de 2014
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El Estado violador

Adolescentes ceutíes que sueñan con un barbudo de ojos azules cuyo perfil en Facebook las invita a ser salvadas; muchachas extraviadas en su pequeño cuarto, deseosas de hacer algo grande que dé sentido a sus vidas. También niñas de doce y trece años que son raptadas para castigar y luego escarnecer a su familia porque las mandó a la escuela. Las llaman de forma legítima “esclavas” y “cautivas sexuales”, y la Biblioteca Al-Himma, editorial del Estado Islámico, ha publicado una guía que resuelve las dudas de sus combatientes, por ejemplo: ¿puede secuestrarse a dos hermanas y mantener sexo con ellas? “Sí”, responde la guía antes de ponerse mojigata, “pero hay que violarlas por separado”. En cambio se puede fornicar con los hijos de la mujer delante, comprarlas por 15 euros. Se las puede azotar si se portan mal, aunque “no con fines sádicos”, reza el manual que convierte el crimen en norma. “EL EI ha publicitado sus propias intenciones mediante estas violaciones”, según desvela un informe de la ONU. “Da la bienvenida a la esclavización de las mujeres yazidíes -religión preislámica que practica mayoritariamente el pueblo kurdo- , proclamando que uno de los signos de la Hora (del Apocalipsis) será cuando ‘la chica esclava alumbre a su maestro’. De forma que pretenden que surja una nueva generación de mujeres conversas dedicadas a criar a los hijos de los guerreros del Estado Islámico”. Occidente mira horrorizado este nuevo código que aplasta la dignidad de quienes nacen mujeres, por mucho que el Corán dicte que “en justicia, los derechos de las mujeres (con respecto a sus maridos) son iguales que los derechos de estos con respecto a ellas”. Otra cosa son las interpretaciones iluminadas. Como las que han decidido que sus cuerpos, vedados, deben de ser relegados a la esfera doméstica, sólo para uso y disfrute de su propietario. Hace unos días, La Repubblica entrevistaba por teléfono a una chica, cautiva en Raqqa, entre Siria e Iraq, a la que habían dejado mantener su móvil para que pudiese contarle a su familia lo que le hacen como efectivo método de tortura. La chica confirmó que las más pequeñas, violadas tres o cuatro veces al día, pierden el habla. Hace unos meses la solidaridad internacional -y del couché- se entregó a fondo con sus pancartas y tuits pidiendo que las niñas nigerianas secuestradas regresaran a casa. Hay quienes han perseverado en la lucha contra la barbarie fundamentalista de Boko Haram, pero las protestas han perdido músculo y pueden acabar sucumbiendo a la fatiga del millón de causas injustas que aguardan a la nada. Esas legiones de esclavas sexuales, algunas a sólo 15 km de la Península, desgarran el sentido y demuestran que la atrocidad puede llegar a considerarse deber en nombre del honor. Al menos ese Occidente horrorizado podría perseguir el rastro de sus propias armas.

(La Vanguardia)

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15 de diciembre de 2014
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El Boomeran(g)
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