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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Insoportable

Recuerdo que en mi briosa juventud, un día llegué a la puerta de embarque de un vuelo justo cuando acababan de cerrarla, y las azafatas me invitaron a marcharme. Les rogué y supliqué, tenía una entrevista ?vital? ?entonces todo era vital? y además el avión aún permanecía panzudo en tierra, pero el no fue rotundo hasta que les solté: ?Si yo fuera alguien importante, seguro que la abrirían?. Ya estaba convencida de que el poder significaba, mucho más que patrimonio, una libreta de privilegios que la gran mayoría nunca llegaríamos a disfrutar, no ya por su inaccesibilidad, sino porque son éticamente deplorables. En los años del pelotazo, resaca incluida, mientras la clase media pagaba facturas sin IVA, los privilegiados querían ganar aún más escamoteando impuestos, llevándoselo fresco a lugares donde el dinero huele a magnolia y ámbar. A principios de los noventa tuve un jefe que, al coincidir en la terminal de El Prat, me pidió que le pasara por el escáner un maletín lleno de billetes que se llevaba a Suiza. ?Si te preguntan para qué es, di que vas a comprarte ropa y relojes?. Mi negativa fue entonada con tanto terror que el hombre se rió como si hubiera hecho una broma y se lo pasó a su mujer, que ya iba cargadita. Eran prácticas comunes: los que ganaban el dinero a kilos lo evadían con clics bancarios o maletines. Domiciliaban sus residencias y negocios en Costa Rica, las islas Vírgenes o Mónaco y se pasaban medio año viajando mientras la gran masa tiraba de créditos e hipotecas. Así nos fue. Unos y otros más pobres que nunca, aunque bien reventados los que han caído de muy arriba. Ahí están los papeles de Panamá, las visitas periódicas a bancos andorranos, la lista Falciani de cuentas en Ginebra o el último escándalo protagonizado por Mario Conde, reincidente. Qué ajenos nos resultan estos mundos secretos mientras desayunamos un café con leche los sábados por la mañana y revisamos los recibos del banco. Hay puertas que sólo se abren si conoces la contraseña, y cuando las cruzas ya no volverás a ser la misma persona. Cuando se está dentro, uno puede llegar a creerse el tío más listo del mundo, aunque tan sólo sea mitad cínico, mitad ingenuo. Piensa que los privilegios son eternos, y que para ello debe mantener una ambición desaforada, multiplicar sus cuentas, tener siempre más, como si viviera en un casino y estuviera asistido por la excitación del ganador. Pero cuando quiera salir fuera, deberá reinsertarse éticamente, con penitencia, de la misma forma que necesita hacerlo esta sociedad en la que los privilegios y chanchullos de algunos han sido enmascarados durante décadas ante el adocenamiento del resto. Pero ahora ya nadie lo soporta. (La Vanguardia)

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13 de abril de 2016
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El reloj parado

El idealismo ha tocado fondo, desasistido ante el peso de la realidad, reducido a cenizas por la clamorosa falta de vocaciones de todo tipo. Imaginemos qué sentiríamos si al preguntarle a un niño qué quiere ser de mayor nos dijera ?funcionario?. Y que, ante nuestro asombro, justificara su respuesta: ?Sí, por falta de dinero e ideas?. Sólo una extrema precariedad puede arrebatarle a un niño sus sueños. Los mismos que, de adulto, pueden escapársele, igual que arena entre los dedos. Falta de dinero y de ideas, estas son las principales razones que arguyen las encuestas acerca de esos tres de cada cuatro españoles que aspiran a ser funcionarios (según una encuesta de Adecco). Entre los jóvenes, aún con la vida a medio hacer, la cifra es el 32%, que, comparado con el 13,6% de media de nuestros vecinos del sur de Europa, resulta inquietante. Sus argumentos son predecibles: pasar el resto de sus vidas en un empleo seguro, cómodo y ajustado de horario, con frecuencia rutinario y gris, bien alejado de aquellos deseos del niño que quiere ser una cosa emocionante y distinta cada año. La reflexión en forma de España me duele que entonó Antonio Banderas en El hormiguero ha provocado una convulsión en la red. Nadie quería sentirse identificado con aquel 75% de los españoles que, según el actor, ansía ser funcionario; la misma proporción ?aseguró? que los yanquis que pelean para emprender; gente que no se desbarata por cualquier traje incómodo ni se les viene abajo el mundo al fracasar, aunque carezcan de la libertad moral de la que aquí gozamos. Coincidió el lamento por esa caricatura real del español comodón, de moderadas expectativas profesionales, con la risotada que soltó la prensa inglesa ante la declaración de intenciones de un Rajoy cada vez más delgado: saldremos del trabajo a las 18 h, prometió, a lo que, asombrosamente, Juan Rosell añadió que lo ve ?bastante fácil?. En cambio, el Daily Mirror nos retrató con la foto de dos borrachines durmiendo la mona en un banco en San Fermín. ?España anuncia sus planes de reducir sus famosas siestas de tres horas en un intento de actualizar su mano de obra al siglo XXI y aumentar su productividad?, sentenciaron, alejándonos de cualquier expectativa de país moderno e incluso racional. (La Vanguardia)

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11 de abril de 2016
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Iluminar el abismo

El miedo es libre. Puede tomar la forma del hueco de una escalera, o reptar como una araña gigante que acaba convertida en ?mamá?, o proyectarse en los reflejos asustadizos de un juego de espejos rotos. Así catalogaba Louise Bourgeois su repertorio de traumas, represiones y sueños, incluidos esos penes gigantes que sostenía en la mano, ya anciana, con mirada burlona, abrigo de pelo de conejo y gorro de lana de neoyorquina cool. Pocas artistas fueron, en vida, tan amadas y glorificadas por la modernidad como aquella mujer diminuta, tan irascible como ocurrente, que ahondó en el dolor y las oscuridades de la mente con una narrativa altamente sensorial. Aseguraba proyectar una escultura como el médico planifica el tratamiento de un enfermo. Y titulaba sus series con un lenguaje manchado de realismo sucio: Días negros, Sin salida, Soledad? De una de las últimas exposiciones que le dedicó la Tate Modern londinense conservo una litografía que me acompaña siempre: el dibujo de una cápsula rosada sobre la que, con su escritura seductora, se lee ?Be calm?, a modo de plegaria pagana. Porque Bourgeois afrontó la negrura en la que suelen desembocar sensibilidades como la suya dándole la vuelta como a un calcetín, iluminando las tinieblas, siempre original y perturbadora. De joven, se intentó suicidar cuando murió su madre, a quien cuidó con amor, aparcando sus estudios. No acabó con su vida, pero cambió las matemáticas por la Escuela del Louvre y el taller de Fernand Léger. Hay un frase de Louise que describe su profunda complejidad: ?No soy lo que soy, soy lo que hago con mis manos?. Su obra corre en busca de seguridad y reafirmación ?ella misma contaba que antes de cada nueva exposición sentía una angustia indecible?, herida por la relación con su padre, un tirano que se acostaba con su institutriz. Burgués y artesano experto en la restauración de tapices antiguos, le exigía a la pequeña Louise talento manual. Pronto llegaría a adorarla por su creatividad, incluso la ayudaría con su fugaz estudio de impresiones, pero el cariño no era mutuo: ella continuaba odiándolo por su borrascoso temperamento, su tiranía, sus infidelidades y su gusto por la burla. En algún lugar contó un recuerdo de aquella época, más terrible que sus arañas gigantes: ?De niña, me daba mucho miedo cuando en la mesa del comedor mi padre no dejaba de alardear, se jactaba una y otra vez de sus logros. Y cuanto más grande pretendía volver su figura, más insignificantes nos sentíamos sus hijos. Mi fantasía era: lo agarrábamos con mis hermanos, lo poníamos sobre la mesa, lo troceábamos y lo devorábamos?. Septuagenaria, en 1982 demostraría que ?una mujer no tiene lugar como artista hasta que prueba una y otra vez que no será eliminada?, convirtiéndose en la primera mujer que protagonizó una retrospectiva en el MoMA. Lo suyo le costó. Dejar su país para, con su marido, el historiador del arte Robert Goldwater, asentarse en Nueva York; sentirse culpable por ser mala madre de sus tres hijos; unirse al American Abstract Artists Group de sus amigos los De Kooning, Rothko, Pollock y compañía. Pero, gracias a su vida longeva, asistió a su propia coronación en los templos sagrados del arte: Documenta en Kassel o la Bienal de Venecia. Había alcanzado su destino: ?Para mí, la escultura es el cuerpo. Mi cuerpo es mi escultura?. Ahora el Museo Guggenheim de Bilbao inaugura una muestra de una faceta freudiana de la autora: sus celdas, más de 60 estructuras espaciales que revelan el subconsciente. Los denominó autoretratos: fantasmas y versos, las sobras de la vida para dotarla de sentido. (La Vanguardia)

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9 de abril de 2016
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Islam con rímel

En los centros comerciales del Golfo, no-lugares tan plastificados como cualquier otro mall espantosamente clónico y global, se venden productos occidentales a toneladas. Ahí están nuestros Zara, Mango y Desigual, los gigantes Apple, Starbucks o Nike, el glamur de Carolina Herrera o el surtido de mantequillas francesas de Carrefour. En las tiendas de Marks & Spencer, las clientas locales se afanan por encontrar fajas de tallas grandes y zapatillas apeluchadas. La imagen es poderosa: mujeres cubiertas de la cabeza a los pies sostienen en sus manos perchas con bustiers y bragas de blonda. Sólo nos asombra a los turistas; para el resto no es una escena vistosa. En una ocasión, en Doha, conversé en un baño con una mujer cubierta: se quitó el velo y dejó al descubierto un recogido tocado con una orquídea, a lo Billie Holiday. Iba maquillada a lo estrella de rock, con los labios perfilados y un eye liner kilométrico. Le comenté, admirada, que era una pena que tuviese que taparse, aunque ella no lo lamentaba. Así había sido educada, como si aquel espectral ropaje negro la protegiera en lugar de oprimirla. ?Quien me quiere mirar, puede verme?, me respondió con una mezcla de misterio y orgullo. Aquella mujer, igual que sus vecinas, compraba desde hacía años en tiendas de lujo made in France tanto los bolsos icónicos de la temporada como productos exclusivos para musulmanes. Ni usted ni yo los veremos expuestos porque abunda la tendencia de no publicitarlos: sólo los ofrecen a quienes entran con abaya y pañuelo, tout discrètement. Ese halo clandestino informa acerca de la hipocresía social que nos ampara. Por ello resulta una polémica forzada la que ahora abre la ministra de la Familia del país vecino, Laurence Rossignol, acusando a varias firmas textiles de doblegarse a la cultura islámica al adaptar leggins, túnicas e incluso bikinis a sus ?códigos?, cuando esto la flor y nata del lujo francés lo lleva practicando desde hace décadas. Rossignol ha prendido un asunto culturalmente inflamable. Las principales consumidoras de alta costura, las que se sientan hoy en las primeras filas de los privadísimos pases del Grand Palais, son mujeres árabes. Nadie se ha quejado de ello. Pero cuando el low cost europeo se adapta a las demandas de la población musulmana, el mensaje preocupa: ¿acaso porque ya no es sólo una élite quien se cubre la cabeza con pañuelos fashion sino una clase media que quiere adaptar el estilo global occidental a su moral islámica? El asunto tendría que ir más allá de la ingenua complacencia de la moda. ¿Por qué lo que es aceptado en la vida privada es censurado en la vía pública? La única manera de entender bien un código es descodificándolo. (La Vanguardia)

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6 de abril de 2016
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OK

Cuántas veces hemos recibido un mero ?OK? como respuesta a un correo amable y detallado en el que tuvimos la delicadeza de interesarnos por nuestro interlocutor, y en el que formulábamos además alguna pregunta? Qué frustración nos inflama ante ese dique que frena en seco el fluir de las palabras y nos las arrebata. E-mails lacónicos y descorteses, perezosos o abruptos, se cruzan en nuestra pantalla reduciendo la comunicación escrita a un ?sí?, un ?no? o un ?ya vemos?. ?¡Qué borde!?, nos decimos. Desde el lugar de la comprensión, aunque sobre todo el interés en que nada, o poco, nos disturbe, pensamos que el destinatario de nuestro argumentado mensaje estará muy ocupado, que su medida del tiempo es distinta a la nuestra, que tomarse cinco días para contestar es un reflejo de su personalidad abrumadora o flemática. Hay casos peores, en los que la respuesta nunca llega. El correo electrónico, ese canal de comunicación que ofrece garantías y credibilidad en el orden social ??Déjalo escrito por e-mail?, nos recomiendan en el trabajo?, determina muchas variantes de la personalidad de quien lo escribe. Así lo argumentan los autores de un estudio realizado por la Universidad del Sur de California y Yahoo Labs que, sobre la base de 16.000 millones de correos electrónicos, utilizaron algoritmos para extraer datos sobre los tiempos de los mensajes y el número de palabras contenidas en sus respuestas. Entre sus conclusiones revelan que la longitud media de una respuesta es de sólo cinco palabras, y que el 90% de estas se envían en el límite de las 24 horas. O que, cuanto más jóvenes son los usuarios, más rápidas y breves. A los nativos digitales nadie les gana a inmediatez, precisamente la mayor cualidad de la comunicación electrónica a diferencia de la postal, pero al monosílabo de un chico de veinte años una mujer madura responde con una media de cuarenta palabras. Los mayores de cincuenta van más al ralentí y les cuesta casi una hora darle al botón, mientras que los adolescentes tardan menos de trece minutos para emitir una señal, por breve que sea. Nuestro comportamiento virtual informa del veloz desapego que mantenemos. Las conversaciones electrónicas suelen empezar con garra y ritmo. Hay voluntad de intercambiar algo: conocimiento, información, negocio, amor. (La Vanguardia)

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4 de abril de 2016
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La cicatriz del poder

Hillary Clinton, la mujer cuyo apellido ha llegado a pesarle tanto como le ha permitido volar. Hillary, a secas, la brillante abogada con gafas de cristal de botella y sonrisa de ortodoncia. Ya convertida en Clinton, la del voten ?dos por uno?, la que siempre aspiró a la presidencia de los EE.UU., en la sombra y el sol. La que asumió la infidelidad de su marido, como Claire Underwood en House of cards, porque los asuntos de Estado y la ambición de poder están por encima de las debilidades de la carne. La indignidad hubiera sido mostrarse rabiosa y perdedora. Cómo iba a abandonar el proyecto por el cual había sacrificado incluso la honra social. Lo hizo con naturalidad, en un talk show, a la americana. Y vaya si convenció. Escaló en las filas demócratas, apoyada por esa generación de feministas liberales de los sesenta y setenta cuya principal cruzada consiste en aupar a mujeres hacia las altas cúpulas. Y se puso el uniforme de Secretaria de Estado, ejerciendo la delicada diplomacia y midiendo siempre su discurso. ?Nos representa a todas?, dijeron los lobbies afines, creyendo ciegamente que si gana una, ganamos todas. No siempre fue así. El tópico es Thatcher, pero podríamos repasar una a una el patrón que se le exige a una mujer para ser creíble en política. Bernie Sanders puede encender a las masas a grito pelado, mientras que los asesores de Hillary le aconsejan que no parezca gritona ni enfadada, que ejerza no ya de madre sino de abogada del sueño americano. La campaña, desde sus propias filas, es acerada y compleja. Muchos jóvenes prefieren el coraje del socialista Sanders, que no acepta ni un dólar de las grandes multinacionales y se financiara con pequeñas donaciones. Expansión de los beneficios sociales, impuestos para los especuladores, control a las oligarquías económica y política? Sanders conecta con el espíritu libertario de los Thoreau, Whitman y compañía. ¿Y Hillary? ¿Reescribirá la historia de tantas mujeres que se preparan toda la vida para llegar a algo, y cuando lo tienen en la punta de los dedos, se les escapa? Las jóvenes no la apoyan, la sienten demasiado empoderada y a la vez símbolo de la mujer castradora. Ni el sentimiento solidario las decide, a pesar de que los republicanos misóginos la traten de ?perra?, o que aún haya retrógrados que la reciban con letreros: ?Plancha mi camisa?. Su modelo fue Eleanor Roosevelt, la ?presidenta? más popular de la historia de la Casa Blanca, que, como ella, fue humillada por la infidelidad de su marido. En ambos casos permanecieron a su lado para ser sus más solventes asesoras: Eleanor ejerció de vicepresidenta oficiosa en el gabinete de su marido y Hillary fue responsable del sistema sanitario público de la administración Clinton. A diferencia de la campaña de hace ocho años, en la que apenas quiso utilizar el factor ?género?, en su actual carrera busca a la desesperada el voto femenino. ?El lugar de una mujer está en casa, en la Casa Blanca?, reza uno de sus eslóganes. Sonreír, sudar, entrar en foros de internet, ese es el nuevo programa de la candidata para contrarrestar ese abultado pasado que le priva de frescura y conexión emocional. Algo que evidentemente no ocurriría si fuera hombre: de poco importaría su larga trayectoria, todo lo contrario, ni el dibujo mental que todos tenemos de ella como una mujer de carácter. Veremos a quién eligen los norteamericanos para que les gobierne: a una veterana de sesenta y nueve años, gata vieja, matrimoniada desde hace años con el poder, o a un hombre de setenta y cinco años que detesta el perfume de Wall Street y parece siempre estar a punto de ponerse a hacer flexiones en los pabellones mitineros. ¿De verdad que el sexo es lo de menos? (La Vanguardia)

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2 de abril de 2016
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El lápiz imaginario

Soledad Puértolas vive en una casa centenaria de Pozuelo, con azulejo español, patio con fuente e invernadero. Sus estancias tienen un aire de película francesa: la normalidad del sofá marrón intima con la bohemia y los recuerdos. Los libros tapizan las paredes del escritorio; hay chaquetas de lana en las sillas. Nos recibe luchando con su perro y anuncia que el can ladra porque quiere mantener relaciones sexuales conmigo, aunque parece que no se trata de algo personal: le ocurre con todo quisqui, incluso con el compañero fotógrafo. Al rato la escritora ha conseguido domeñarlo, y yace enroscado bajo la mesa mientras ella corrige, como si estuvieran solos. Pocas mujeres utilizan con tanta propiedad los pisapapeles como ella. Los de Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) no están para decorar. Elefantes de cuarzo, tortugas metálicas y piedras raras, no excesivamente grandes, aquietan varios montículos de hojas mecanografiadas a doble espacio y agrupadas en orden, o recortes de periódico pulidamente apisonados. En todos sus objetos se percibe una refrenda de su calmosa relación con el tiempo. Escribe con radio KUSC, una frecuencia de música clásica de Los Ángeles, porque no hablan: ?Me ha salvado la vida?. De pequeña escribía poemas oscuros, truculentos. Vivía junto al almacén de te las familiar, allí donde la abuela estafada le dejó un buen arranque literario: ?Ella era una mujer despreocupada que vivía la vida?. Las monjas la animaban a escribir, igual que su madre: fue niña enfermiza, y aún no ha conseguido deshacerse del dolor del cuerpo, indigente y miserable: ?Estoy muy harta, no lo quiero nada?. Se excita y confiesa: ?Me irrita la gente ala que no le duele nada, que no tiene compasión. Estamos enfermos cuando somos niños y cuando somos viejos, yen cambio vivimos de espaldas al dolor?. Puértolas pregunta poco, actúa desde la imaginación. Ha empleado poderosos diques frente al pecado del estilo: ?Estás muerto cuando tienes un estilo?, decía Dashiell Hammett poco antes de dejar de escribir. Lo analiza en La vida oculta (premio Anagrama de ensayo), donde afirma que, en la escritura, lo más sorprendente es el salto hacia los otros, el momento en que las palabras construidas en la soledad se convierten en un libro. ?El destino del secreto literario es precisamente su desvelamiento, y el escritor, me parece a mí, nunca está suficiente preparado para ello?. Como miembro de la Real Academia Española, agradece los trabajos con el diccionario; y, de hecho, suya es la iniciativa de ?reclamar? dos palabras consustanciales al sentimiento: nostalgia y melancolía.?La nostalgia es una dicha perdida, pero viene en el diccionario como? tristeza melancólica??. Y añade :?Te asombraría lo raro que está definida la palabra creación ??. Ni tímida ni timorata, empática, elegante y pudo rosa, nunca le ha interesado lo mediático ni ha escrito columnas en los periódicos .?No he sido ingeniosa para esto ?. La primera persona que lee sus originales es Polo, su marido :?Antes está oculto, no existe. Me están viniendo de maravilla sus comentarios. Quiero que termine este nuevo libro cuanto antes, por eso cuido tanto a Polo?. Convertir todo lo que le pasa en la vida en algo distinto enciende el motor de su escritura. Ya pasa del ahora de comer, su ritual sagrado: ?Un placer con sentido y nada perturbador? cuando Soledad, de la que por un momento creo que su fragilidad es una invención literaria, se despide. Pronto olerá la piel quemada de la berenjena. Luego escribirá tumbada en el sofá con ese aire de normalidad aparente. (La Vanguardia)

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31 de marzo de 2016
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Exhibicionistas

Cuánto hartazgo produce la colección de autofotos de personas que, imbatibles al desaliento, exhiben su ombligo, su corte de pelo o su trasero porque sí, o mejor dicho, porque hacerlo se ha convertido en un entretenimiento obsesivo. Digamos más: en una autoafirmación constante, en una manera de estar ?en sociedad?, sacar la patita y recibir palmadas en la espalda en forma de me gusta o de creciente número de seguidores. La vanidad es condenadamente humana, y a cualquier escala puede suavizar la maltrecha incertidumbre en uno mismo. Pero ¿por qué son tantos quienes se sienten o aparentan sentirse excepcionales publicitando su última ocurrencia? No sólo es un territorio de jóvenes, tan proclives a la omnipotencia: el nuevo exhibicionismo se extiende entre talluditos, incluso entre esas madres de los diabólicos grupos de WhatsApp del colegio, que aprovechan cualquier duda colectiva para hacer sentir malas madres al resto. El mundo de los adultos se ha puesto a dar grititos como los chavales, y presume de audacia, les copia sus tics, su verborrea emoticónica o su indolencia tanto casera como fonética. En los análisis sociales se utiliza ya el término ?epidemia de narcisismo? para analizar el pico de autoenamoramiento que reina en la aldea virtual. Los académicos norteamericanos Jean Twenge y Keith Campbell han demostrado empíricamente cómo los rasgos de personalidad narcisista han ascendido tan rápido como la obesidad desde la década de los ochenta a la actualidad. El problema de todo ello, lo que implica ese gustarse permanentemente, es la falta de realismo que se ha apoderado de un estado de ánimo global. Pero saltan chispas de frustración cuando se desvanecen los castillos en el aire y aquello que los hacía parecer importantes se tambalea. Algunos reconocerán que vivían en una farsa. Otros dirán: ?Qué mundo interesado, que sólo te respeta si tienes algo que ofrecer gratis. El día en que ya no puedas ofrecerles belleza, o influencia, dejes de dar cenas, de posar en ropa interior, el día en que dejen de hacer gracia tus chistes, te convertirás en un pobre diablo?. Estamos rodeados de pavos reales: de personajes que desde sus púlpitos digitales se aman y orinan perfume. Ahí están los petulantes talents o influencers, convertidos en medios por encima de mensajes debido a sus miles de seguidores. Lo excepcional y lo banal se dan la mano en unos tiempos en los que la palabra desafío se ha convertido en letanía porque la vida parece un concurso. Sin embargo, el mayor de los retos que puede marcarse un ser humano nada tiene que ver con el costumbrismo de la selfie. El verdadero reto es ser uno mismo sin que los demás se avergüencen de ello. (La Vanguardia)

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30 de marzo de 2016
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El verso lento

Flota un aire provisional en el apartamento alquilado de Elena Medel, en una callejuela tranquila detrás del Matadero. El sofá tiene una funda pistacho y el escritorio parece de estudiante, arramblado frente a la pared. En el tablón de corcho: fotos de Virginia Woolf, Jane Austen, Louise Bourgoise y una carta de Sophie Calle, su buen coro griego, junto a la huella de Sylvia ?los escritores podrían dividirse entre los que tienen un libro de Sylvia Plath en su estantería y los que no?. Debía de tener siete años Elena Medel (Córdoba, 1985) cuando apagaba el televisor para continuar el capítulo de dibujos animados por su cuenta. ?Les daba a los personajes de la tele y de los libros de El Barco de Vapor la vida que yo quería?. Porque Elena Medel sólo tiene 30 años aunque de su poética brote una voz en la que los metales de la existencia ya han penetrado los órganos vitales con resolución. Ha publicado seis libros de versos, pero ha sido traducida a doce idiomas, ganadora de varios premios, el Loewe el último. Asegura que ha habido épocas en las que ha llegado a escribir un poema al año. Y entre Tara y Chatterton pasó ocho años muda. ?Todos mis poemas me parecen una mierda, por eso tardo tanto en publicar, es algo muy femenino?. Ahora puede tener en marcha cinco o seis poemas a la vez. Su escritura es anárquica: puede que primero aparezca el título, después una imagen, o un quiebro que halla en la lectura de otro escritor y la hace saltar a su poema con un nuevo impulso. No le preocupa la lentitud. ?Los libros tienen que tener el ritmo que pidan. Si de repente me pongo a escribir es porque ha surgido esa urgencia?. A su favor cuenta con su juventud y su temple: se salvó de la precocidad, que no la devoró, trazó planos en perspectiva. Promueve la literatura a todas las escalas, ahora anda enfrascada en un Antología de cien poetas españolas y tanto el espacio físico donde vive como su escritura está rodeada de autoras femeninas que se antojan casi presencias vivas. ?Anne Sexton me ayudó mucho en Chatterton?, asegura. O ?después de leer el Y no de Idea Vilariño, lloré?. Acerca de los modelos femeninos, afirma que le costó encontrar los que la identificaran. Uno de ellos es Ángela Figuera: este año se cumple su centenario y se reedita su Belleza cruel. ?No es fácil encontrar a estas desconocidas que tuvieron vidas excepcionales; hay pocas mujeres con visibilidad. Los editores de poesía son hombres?. A ella el látigo del verso le llegó con Lorca: ?Me deslumbró, no lo entendí, pero me permitía soñar, me despertó las ganas de decir?. En el 2004 creó su propia editorial de poesía, La Bella Varsovia, con la que no pierde dinero y publica a jóvenes como Luna Miguel o Alberto Acerete y a veteranos como Ana Rosetti, de quien ha conseguido su regreso tras ocho años de silencio con Deudas contraídas. En una moleskine tamaño cuartilla anota a diario lo que se le ocurre, una idea, un verso, un cuadro, ?para ver si surge algo de ahí?. Se levanta pronto, entre 7 y 8, toma un té de lata Hornimans, no le gusta el café. De día atiende la editorial, su casa ejerce de almacén. La creación tiene que ver con la última hora de la tarde y la noche. ?Cada vez me gusta mas corregir, eliminar, callar, el momento en que el poema empieza a hacerse es el momento en que empieza a prescindir de cosas?. La poesía es una mirada, puede hallarse en cualquier género?. Bebe tres CocaColas diarias, ?te vienes muy arriba?; tiene mantas de colores en el sofá, lámparas de papel en el techo y se pinta los labios de rojo, los ojos de verde. En su poesía, los colores se deshacen: l?amour est bleu. (Cultura|s, La Vanguardia)

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29 de marzo de 2016
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Herida abierta

Vidas despedazadas. Chicas de melena suelta y mochila de nailon a quienes la carretera les arrebató una vida por delante con todo lo que cabe en ella a los veinte años: sus noches de insomnio y sus fantasías amorosas, los libros y los amigos nuevos, las dudas metafísicas, el vértigo de pensar que algún día podrían ser madres. Vivían el prólogo de su libertad adulta, conscientes del goce y las incógnitas. Pero no pudieron pasar página. Sus padres las soñarán durante años; acaso se despertarán algún día y medio adormilados pensarán que todo ha sido una pesadilla hasta que la luz de la mañana los sacuda con violencia. Y de nuevo se dirán que todas las promesas puestas en ellas se desvanecieron en aquel quiebro de volante, una madrugada lechosa. Bélgica y los atentados. Jóvenes y adultos desnortados, aturdidos, heridos. Hemos visto sus fotos en los periódicos durante esta Semana Santa mientras se escuchaban, de fondo, los tambores y cornetas de los armados. El rito cristiano de la muerte de Jesucristo ha acompañado en el tiempo al funeral de esta Europa amenazada que sangra por los costados. El dolor no entiende de lógicas: su naturaleza es imperialista cuando invade un cuerpo, un autocar de madrugada, un aeropuerto, la ciudad de Bruselas, los sentimientos de sus ciudadanos. El dolor conecta con la médula de la soledad y aísla a quien lo padece. Fractura el tiempo, las horas carecen de sentido pero a la vez son las únicas aliadas para algún día poder recuperar el sosiego. Todos ansiamos ser fuertes. Recomponernos. Sacar pecho. Resiliencia ?la capacidad de sobreponerse a la adversidad? es uno de esos términos que hace apenas una década la mayoría de la población desconocía, excepto los psicólogos, por mucho que el ser humano se haya esforzado desde el principio de los tiempos por superar los embates del destino, anestesiando el sentimiento de que la vida es imprevisible, arbitraria e incluso ridícula. El desastre nuclear de Fukushima marcó un punto y aparte, y brotó de nuevo el término que ha servido para hablar del abismo de la crisis, la sinrazón de los atentados terroristas o los accidentes. Una sociedad resiliente es una sociedad de futuro, nos dijimos. Pero no nos resulta fácil sobreponernos a los reveses, aunque la teoría y los ejemplos heroicos de los que han superado cornadas sean ejemplares. Nuevos estudios ponen en duda que la resiliencia sea la respuesta más común en el ser humano. Lo escribía una lectora que había perdido a su hija en la sección de cartas de este periódico: esos padres tendrán que buscar la mejor forma de sobrevivir. Morir en la carretera. Morir en el metro en manos de fanáticos que extienden el terror fascista: azar o destino. ¡Cómo vamos a apelar a la resiliencia, al coraje o a la valentía! El duelo requiere tiempo, memoria y amor. También poder dejarse de preguntar: ¿por qué? Ninguna respuesta es válida. (La Vanguardia)

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28 de marzo de 2016
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El Boomeran(g)
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