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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La cicatriz del poder

Hillary Clinton, la mujer cuyo apellido ha llegado a pesarle tanto como le ha permitido volar. Hillary, a secas, la brillante abogada con gafas de cristal de botella y sonrisa de ortodoncia. Ya convertida en Clinton, la del voten ?dos por uno?, la que siempre aspiró a la presidencia de los EE.UU., en la sombra y el sol. La que asumió la infidelidad de su marido, como Claire Underwood en House of cards, porque los asuntos de Estado y la ambición de poder están por encima de las debilidades de la carne. La indignidad hubiera sido mostrarse rabiosa y perdedora. Cómo iba a abandonar el proyecto por el cual había sacrificado incluso la honra social. Lo hizo con naturalidad, en un talk show, a la americana. Y vaya si convenció. Escaló en las filas demócratas, apoyada por esa generación de feministas liberales de los sesenta y setenta cuya principal cruzada consiste en aupar a mujeres hacia las altas cúpulas. Y se puso el uniforme de Secretaria de Estado, ejerciendo la delicada diplomacia y midiendo siempre su discurso. ?Nos representa a todas?, dijeron los lobbies afines, creyendo ciegamente que si gana una, ganamos todas. No siempre fue así. El tópico es Thatcher, pero podríamos repasar una a una el patrón que se le exige a una mujer para ser creíble en política. Bernie Sanders puede encender a las masas a grito pelado, mientras que los asesores de Hillary le aconsejan que no parezca gritona ni enfadada, que ejerza no ya de madre sino de abogada del sueño americano. La campaña, desde sus propias filas, es acerada y compleja. Muchos jóvenes prefieren el coraje del socialista Sanders, que no acepta ni un dólar de las grandes multinacionales y se financiara con pequeñas donaciones. Expansión de los beneficios sociales, impuestos para los especuladores, control a las oligarquías económica y política? Sanders conecta con el espíritu libertario de los Thoreau, Whitman y compañía. ¿Y Hillary? ¿Reescribirá la historia de tantas mujeres que se preparan toda la vida para llegar a algo, y cuando lo tienen en la punta de los dedos, se les escapa? Las jóvenes no la apoyan, la sienten demasiado empoderada y a la vez símbolo de la mujer castradora. Ni el sentimiento solidario las decide, a pesar de que los republicanos misóginos la traten de ?perra?, o que aún haya retrógrados que la reciban con letreros: ?Plancha mi camisa?. Su modelo fue Eleanor Roosevelt, la ?presidenta? más popular de la historia de la Casa Blanca, que, como ella, fue humillada por la infidelidad de su marido. En ambos casos permanecieron a su lado para ser sus más solventes asesoras: Eleanor ejerció de vicepresidenta oficiosa en el gabinete de su marido y Hillary fue responsable del sistema sanitario público de la administración Clinton. A diferencia de la campaña de hace ocho años, en la que apenas quiso utilizar el factor ?género?, en su actual carrera busca a la desesperada el voto femenino. ?El lugar de una mujer está en casa, en la Casa Blanca?, reza uno de sus eslóganes. Sonreír, sudar, entrar en foros de internet, ese es el nuevo programa de la candidata para contrarrestar ese abultado pasado que le priva de frescura y conexión emocional. Algo que evidentemente no ocurriría si fuera hombre: de poco importaría su larga trayectoria, todo lo contrario, ni el dibujo mental que todos tenemos de ella como una mujer de carácter. Veremos a quién eligen los norteamericanos para que les gobierne: a una veterana de sesenta y nueve años, gata vieja, matrimoniada desde hace años con el poder, o a un hombre de setenta y cinco años que detesta el perfume de Wall Street y parece siempre estar a punto de ponerse a hacer flexiones en los pabellones mitineros. ¿De verdad que el sexo es lo de menos? (La Vanguardia)

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2 de abril de 2016
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El lápiz imaginario

Soledad Puértolas vive en una casa centenaria de Pozuelo, con azulejo español, patio con fuente e invernadero. Sus estancias tienen un aire de película francesa: la normalidad del sofá marrón intima con la bohemia y los recuerdos. Los libros tapizan las paredes del escritorio; hay chaquetas de lana en las sillas. Nos recibe luchando con su perro y anuncia que el can ladra porque quiere mantener relaciones sexuales conmigo, aunque parece que no se trata de algo personal: le ocurre con todo quisqui, incluso con el compañero fotógrafo. Al rato la escritora ha conseguido domeñarlo, y yace enroscado bajo la mesa mientras ella corrige, como si estuvieran solos. Pocas mujeres utilizan con tanta propiedad los pisapapeles como ella. Los de Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) no están para decorar. Elefantes de cuarzo, tortugas metálicas y piedras raras, no excesivamente grandes, aquietan varios montículos de hojas mecanografiadas a doble espacio y agrupadas en orden, o recortes de periódico pulidamente apisonados. En todos sus objetos se percibe una refrenda de su calmosa relación con el tiempo. Escribe con radio KUSC, una frecuencia de música clásica de Los Ángeles, porque no hablan: ?Me ha salvado la vida?. De pequeña escribía poemas oscuros, truculentos. Vivía junto al almacén de te las familiar, allí donde la abuela estafada le dejó un buen arranque literario: ?Ella era una mujer despreocupada que vivía la vida?. Las monjas la animaban a escribir, igual que su madre: fue niña enfermiza, y aún no ha conseguido deshacerse del dolor del cuerpo, indigente y miserable: ?Estoy muy harta, no lo quiero nada?. Se excita y confiesa: ?Me irrita la gente ala que no le duele nada, que no tiene compasión. Estamos enfermos cuando somos niños y cuando somos viejos, yen cambio vivimos de espaldas al dolor?. Puértolas pregunta poco, actúa desde la imaginación. Ha empleado poderosos diques frente al pecado del estilo: ?Estás muerto cuando tienes un estilo?, decía Dashiell Hammett poco antes de dejar de escribir. Lo analiza en La vida oculta (premio Anagrama de ensayo), donde afirma que, en la escritura, lo más sorprendente es el salto hacia los otros, el momento en que las palabras construidas en la soledad se convierten en un libro. ?El destino del secreto literario es precisamente su desvelamiento, y el escritor, me parece a mí, nunca está suficiente preparado para ello?. Como miembro de la Real Academia Española, agradece los trabajos con el diccionario; y, de hecho, suya es la iniciativa de ?reclamar? dos palabras consustanciales al sentimiento: nostalgia y melancolía.?La nostalgia es una dicha perdida, pero viene en el diccionario como? tristeza melancólica??. Y añade :?Te asombraría lo raro que está definida la palabra creación ??. Ni tímida ni timorata, empática, elegante y pudo rosa, nunca le ha interesado lo mediático ni ha escrito columnas en los periódicos .?No he sido ingeniosa para esto ?. La primera persona que lee sus originales es Polo, su marido :?Antes está oculto, no existe. Me están viniendo de maravilla sus comentarios. Quiero que termine este nuevo libro cuanto antes, por eso cuido tanto a Polo?. Convertir todo lo que le pasa en la vida en algo distinto enciende el motor de su escritura. Ya pasa del ahora de comer, su ritual sagrado: ?Un placer con sentido y nada perturbador? cuando Soledad, de la que por un momento creo que su fragilidad es una invención literaria, se despide. Pronto olerá la piel quemada de la berenjena. Luego escribirá tumbada en el sofá con ese aire de normalidad aparente. (La Vanguardia)

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31 de marzo de 2016
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Exhibicionistas

Cuánto hartazgo produce la colección de autofotos de personas que, imbatibles al desaliento, exhiben su ombligo, su corte de pelo o su trasero porque sí, o mejor dicho, porque hacerlo se ha convertido en un entretenimiento obsesivo. Digamos más: en una autoafirmación constante, en una manera de estar ?en sociedad?, sacar la patita y recibir palmadas en la espalda en forma de me gusta o de creciente número de seguidores. La vanidad es condenadamente humana, y a cualquier escala puede suavizar la maltrecha incertidumbre en uno mismo. Pero ¿por qué son tantos quienes se sienten o aparentan sentirse excepcionales publicitando su última ocurrencia? No sólo es un territorio de jóvenes, tan proclives a la omnipotencia: el nuevo exhibicionismo se extiende entre talluditos, incluso entre esas madres de los diabólicos grupos de WhatsApp del colegio, que aprovechan cualquier duda colectiva para hacer sentir malas madres al resto. El mundo de los adultos se ha puesto a dar grititos como los chavales, y presume de audacia, les copia sus tics, su verborrea emoticónica o su indolencia tanto casera como fonética. En los análisis sociales se utiliza ya el término ?epidemia de narcisismo? para analizar el pico de autoenamoramiento que reina en la aldea virtual. Los académicos norteamericanos Jean Twenge y Keith Campbell han demostrado empíricamente cómo los rasgos de personalidad narcisista han ascendido tan rápido como la obesidad desde la década de los ochenta a la actualidad. El problema de todo ello, lo que implica ese gustarse permanentemente, es la falta de realismo que se ha apoderado de un estado de ánimo global. Pero saltan chispas de frustración cuando se desvanecen los castillos en el aire y aquello que los hacía parecer importantes se tambalea. Algunos reconocerán que vivían en una farsa. Otros dirán: ?Qué mundo interesado, que sólo te respeta si tienes algo que ofrecer gratis. El día en que ya no puedas ofrecerles belleza, o influencia, dejes de dar cenas, de posar en ropa interior, el día en que dejen de hacer gracia tus chistes, te convertirás en un pobre diablo?. Estamos rodeados de pavos reales: de personajes que desde sus púlpitos digitales se aman y orinan perfume. Ahí están los petulantes talents o influencers, convertidos en medios por encima de mensajes debido a sus miles de seguidores. Lo excepcional y lo banal se dan la mano en unos tiempos en los que la palabra desafío se ha convertido en letanía porque la vida parece un concurso. Sin embargo, el mayor de los retos que puede marcarse un ser humano nada tiene que ver con el costumbrismo de la selfie. El verdadero reto es ser uno mismo sin que los demás se avergüencen de ello. (La Vanguardia)

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30 de marzo de 2016
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El verso lento

Flota un aire provisional en el apartamento alquilado de Elena Medel, en una callejuela tranquila detrás del Matadero. El sofá tiene una funda pistacho y el escritorio parece de estudiante, arramblado frente a la pared. En el tablón de corcho: fotos de Virginia Woolf, Jane Austen, Louise Bourgoise y una carta de Sophie Calle, su buen coro griego, junto a la huella de Sylvia ?los escritores podrían dividirse entre los que tienen un libro de Sylvia Plath en su estantería y los que no?. Debía de tener siete años Elena Medel (Córdoba, 1985) cuando apagaba el televisor para continuar el capítulo de dibujos animados por su cuenta. ?Les daba a los personajes de la tele y de los libros de El Barco de Vapor la vida que yo quería?. Porque Elena Medel sólo tiene 30 años aunque de su poética brote una voz en la que los metales de la existencia ya han penetrado los órganos vitales con resolución. Ha publicado seis libros de versos, pero ha sido traducida a doce idiomas, ganadora de varios premios, el Loewe el último. Asegura que ha habido épocas en las que ha llegado a escribir un poema al año. Y entre Tara y Chatterton pasó ocho años muda. ?Todos mis poemas me parecen una mierda, por eso tardo tanto en publicar, es algo muy femenino?. Ahora puede tener en marcha cinco o seis poemas a la vez. Su escritura es anárquica: puede que primero aparezca el título, después una imagen, o un quiebro que halla en la lectura de otro escritor y la hace saltar a su poema con un nuevo impulso. No le preocupa la lentitud. ?Los libros tienen que tener el ritmo que pidan. Si de repente me pongo a escribir es porque ha surgido esa urgencia?. A su favor cuenta con su juventud y su temple: se salvó de la precocidad, que no la devoró, trazó planos en perspectiva. Promueve la literatura a todas las escalas, ahora anda enfrascada en un Antología de cien poetas españolas y tanto el espacio físico donde vive como su escritura está rodeada de autoras femeninas que se antojan casi presencias vivas. ?Anne Sexton me ayudó mucho en Chatterton?, asegura. O ?después de leer el Y no de Idea Vilariño, lloré?. Acerca de los modelos femeninos, afirma que le costó encontrar los que la identificaran. Uno de ellos es Ángela Figuera: este año se cumple su centenario y se reedita su Belleza cruel. ?No es fácil encontrar a estas desconocidas que tuvieron vidas excepcionales; hay pocas mujeres con visibilidad. Los editores de poesía son hombres?. A ella el látigo del verso le llegó con Lorca: ?Me deslumbró, no lo entendí, pero me permitía soñar, me despertó las ganas de decir?. En el 2004 creó su propia editorial de poesía, La Bella Varsovia, con la que no pierde dinero y publica a jóvenes como Luna Miguel o Alberto Acerete y a veteranos como Ana Rosetti, de quien ha conseguido su regreso tras ocho años de silencio con Deudas contraídas. En una moleskine tamaño cuartilla anota a diario lo que se le ocurre, una idea, un verso, un cuadro, ?para ver si surge algo de ahí?. Se levanta pronto, entre 7 y 8, toma un té de lata Hornimans, no le gusta el café. De día atiende la editorial, su casa ejerce de almacén. La creación tiene que ver con la última hora de la tarde y la noche. ?Cada vez me gusta mas corregir, eliminar, callar, el momento en que el poema empieza a hacerse es el momento en que empieza a prescindir de cosas?. La poesía es una mirada, puede hallarse en cualquier género?. Bebe tres CocaColas diarias, ?te vienes muy arriba?; tiene mantas de colores en el sofá, lámparas de papel en el techo y se pinta los labios de rojo, los ojos de verde. En su poesía, los colores se deshacen: l?amour est bleu. (Cultura|s, La Vanguardia)

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29 de marzo de 2016
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Herida abierta

Vidas despedazadas. Chicas de melena suelta y mochila de nailon a quienes la carretera les arrebató una vida por delante con todo lo que cabe en ella a los veinte años: sus noches de insomnio y sus fantasías amorosas, los libros y los amigos nuevos, las dudas metafísicas, el vértigo de pensar que algún día podrían ser madres. Vivían el prólogo de su libertad adulta, conscientes del goce y las incógnitas. Pero no pudieron pasar página. Sus padres las soñarán durante años; acaso se despertarán algún día y medio adormilados pensarán que todo ha sido una pesadilla hasta que la luz de la mañana los sacuda con violencia. Y de nuevo se dirán que todas las promesas puestas en ellas se desvanecieron en aquel quiebro de volante, una madrugada lechosa. Bélgica y los atentados. Jóvenes y adultos desnortados, aturdidos, heridos. Hemos visto sus fotos en los periódicos durante esta Semana Santa mientras se escuchaban, de fondo, los tambores y cornetas de los armados. El rito cristiano de la muerte de Jesucristo ha acompañado en el tiempo al funeral de esta Europa amenazada que sangra por los costados. El dolor no entiende de lógicas: su naturaleza es imperialista cuando invade un cuerpo, un autocar de madrugada, un aeropuerto, la ciudad de Bruselas, los sentimientos de sus ciudadanos. El dolor conecta con la médula de la soledad y aísla a quien lo padece. Fractura el tiempo, las horas carecen de sentido pero a la vez son las únicas aliadas para algún día poder recuperar el sosiego. Todos ansiamos ser fuertes. Recomponernos. Sacar pecho. Resiliencia ?la capacidad de sobreponerse a la adversidad? es uno de esos términos que hace apenas una década la mayoría de la población desconocía, excepto los psicólogos, por mucho que el ser humano se haya esforzado desde el principio de los tiempos por superar los embates del destino, anestesiando el sentimiento de que la vida es imprevisible, arbitraria e incluso ridícula. El desastre nuclear de Fukushima marcó un punto y aparte, y brotó de nuevo el término que ha servido para hablar del abismo de la crisis, la sinrazón de los atentados terroristas o los accidentes. Una sociedad resiliente es una sociedad de futuro, nos dijimos. Pero no nos resulta fácil sobreponernos a los reveses, aunque la teoría y los ejemplos heroicos de los que han superado cornadas sean ejemplares. Nuevos estudios ponen en duda que la resiliencia sea la respuesta más común en el ser humano. Lo escribía una lectora que había perdido a su hija en la sección de cartas de este periódico: esos padres tendrán que buscar la mejor forma de sobrevivir. Morir en la carretera. Morir en el metro en manos de fanáticos que extienden el terror fascista: azar o destino. ¡Cómo vamos a apelar a la resiliencia, al coraje o a la valentía! El duelo requiere tiempo, memoria y amor. También poder dejarse de preguntar: ¿por qué? Ninguna respuesta es válida. (La Vanguardia)

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28 de marzo de 2016
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Las palabras de cada día

Me recibe en zapatillas de cuadros destaconadas junto a su mujer, María José, treinta años juntos y dos hijos mayores. Ella es alta y flaca, profesora, la primera en leer los originales de las 16 novelas que ha publicado Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960). Desde que he iniciado esta serie es la primera vez que entra en escena la pareja del escritor, sin duda un asunto muy interesante. Desprenden una cordialidad natural; la atmósfera es de piso de estudiantes. El escritorio ocupa un extremo de la casa y sus ventanales recortan una esquina del Eixample. Una escalera metálica de bricolaje se apoya entre los libros. Le pregunto si está allí para alcanzar los más altos :?No, no sabemos donde dejarla ?. El ordenador, un HP, está conectado aun disco duro externo. El miedo a perder sólo se combate actualizando la copia de seguridad: hace dos diarias. Escribe un folio todos los días del año. Se pone horario para no perder el tiempo en internet: de 14.30 a 18.00. Más le agota .?No le puedo pedir nada más a la vida: me dedico a escribir y a leer. Puedo despertarme tarde, leer tres horas cada noche, ir al cine, tomarme el tiempo de leer tres periódicos en los bares del barrio, escuchar conversaciones??. Se compara con un arte sano que cepilla la madera cuando revisa los párrafos ,?soy muy tiquismiquis, pero lo más bonito es corregir, rectificar como el sastre ?. Pisón se ha apropiado de un tiempo descomprimido :?Hay que tener horas tontas para poder dedicarte a escribir. Los personajes tienen que vivir en tu cabeza, no sólo cuando estás escribiendo; necesitas que pase mucho tiempo para que la historia crezca por sí mima?. Pisoncito le llamaban los mayores, Vila-Matas o Fernández Cubas, cuando ya era un autor exitoso con 36 años y sus Carreteras secundarias. Pronto dejó de ser ?un joven escritor que se buscaba a sí mismo?. ?Leer y escribir son dos placeres que están comunicados. Qué maravilla pensar que mi vida consiste en eso. Lo que me gusta es lo que me da el pan?. Cuando termina un novela ?cada tres años? no se queda vacío ,?me faltan días ?. En casa no fuma ni bebe, sólo en la calle, algo que se prohibió así mismo y le resulta fácil :?No se trata de voluntad, es un hábito, porque el hábito permanece, en cambio la voluntad puede fallar. El hábito es como el abrigo que te pones?. Martínez de Pisón se parece a su escritura: no le sobra ninguna palabra. Le pregunto si tiene manías léxicas .?Las palabras son gratis, pero algunas parecen caras y otras pura bisutería. La gente que no sabe escribir abusa de las caras. No me gustan los que creen que la literatura tiene que enaltecer la realidad. Hay palabras cursis que no forman parte de la vida real. Jamás me verás utilizar estío; me gustan las palabras de todos los días ?, afirma. El autor define un buen texto como aquel que desprende un conocimiento del alma humana poniendo en juego un oído fino, una característica que cree que guarda relación con el estilo en el vestir: ?Llevar muchas pulseras o pañuelos en la solapa es como si te pusieras muchos adjetivos?. Detesta los pero sin embargo y los yes que. No usa emociones porque ?es infantil?. Afirma que escribir bien es difícil: ?Hay prosas pedregosas y otras naturales, que permiten deslizarse por encima ?. Ignacio Martínez Pisón habla rápido y pregunta mucho. Enfoca su curiosidad. También reflexiona sobre el bypass al que fue sometida la tradición de la narrativa realista .?La literatura es una buena herramienta para interrogarnos sobre la época que nos ha tocado vivir ?. Por si acaso, él sigue leyendo los breves de los periódicos locales que traen historias de riñas de bar y timadores tristes.

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27 de marzo de 2016
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Johan Cruyff catorce

Ha muerto Johan Cruyff. Es mediodía, Jueves Santo, sol y pájaros en Madrid. Interrumpo la rutina, incluso esta serie de mujeres para dedicarle unas líneas apresuradas a quien forma parte de mi patrimonio sentimental y generacional. Porque Cruyff marcó época y estilo. Para tantos padres, como el mío, fue Dios. Le atraía su rebeldía, su libertad, su belleza en el juego y ese sex appeal que desprendía en una España estéticamente pacata (aunque a Cruyff siempre le incomodara reconocer su éxito entre las mujeres). Pocos días antes de morir de cáncer, un Viernes Santo, mi padre leía un libro sobre el holandés escrito por Sergi Pàmies. Y encontró una cita de una entrevista que le hice en 1992 para una revista femenina. Se le iluminaron los ojos, levantó los brazos, eufórico, y me abrazó. Fue nuestra última alegría compartida. Años más tarde, pude contárselo a Cruyff mientras asaba pescado en la barbacoa. Hablaba de forma suave. Decía quizás, con esa fonética suya tan personalísima como su carácter. Cruyff transcendió al fútbol. Fue un icono de estilo, con su flequillo rebelde y su juego rockero. De chaval, ya brillante, se plantó ante la Federación holandesa porque le obligaba a llevar una camiseta de Adidas y él pidió su parte: ?La camiseta es nuestra ?me dijeron?, pero mi cabeza es mía?, contestó. Junto a su suegro, Cor Coster, inventó el marketing en el campo y defendió a muerte los derechos del jugador. Pedía para él y para todo el vestuario. En las paredes de su fundación cuelga un cartel: ?Aspirar. Tener curiosidad. Crecer. Pensar?. Define su estilo. El del hombre que no podía vivir sin problemas y por ello se enganchó a los sudokus. Tenía mucha vida familiar, junto a Danny (la otra mitad de Cruyff). ?Danny piensa muy bien?, repetía. Los dos, de jóvenes, emprendieron labores sociales que siempre compartieron con los hijos. La suya es una familia holandesa, grande, bien avenida, con niños de pieles diferentes, parejas, ex parejas, todos muy concienciados socialmente. Cada navidad, él y Danny se iban a Zara Kids y compraban media tienda para niños de familias rotas e hijos de madres solteras en casas de acogida. Cruyff siempre quería aprender. No iba de sobrado aunque su independencia pudiera confundirse con soberbia. Recuerdo su forma de conmoverse al contar las historias de chavales que rescataban de la sordidez y los ponían a dar patadas a un balón. Hablaba con fervor de su progreso, de los campos que día a día construían en los barrios más desangelados del mundo, del fútbol como pegamento social. Fiel a sus orígenes, el hijo de la asistenta de la limpieza de Ajax arrojaba en esta causa la misma energía, convicción y optimismo que lo habían llevado hasta la cima del mundo. Su nombre es conocido por cuatro billones de personas. Decía que prefería no pensarlo. A los catorce, murió su padre. Hace dos años, en una larga entrevista para Icon me confesó que había hablado toda la vida con él. Que su muerte fue un gran problema, pero que acabó teniendo ?una relación perfecta aunque estuviera muerto?. Le pedía opinión sobre decisiones importantes. ?Un día le puse a prueba: yo creo que estás ahí pero muchos piensan que estoy loco, por qué no me lo demuestras y me paras el reloj. Me fui a dormir, y por la mañana el reloj no funcionaba?. Siempre hizo lo que quiso. Era apasionado. Rápido. Un sabio ingenuo. Sólo le tenía miedo a las alturas y al telesilla. Vivió sus últimos meses con el coraje de quienes disfrutan de la vida. Esperó a que llegara su hijo Jordi para irse con la paz de los que han amado. (La Vanguardia)

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26 de marzo de 2016
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El príncipe y el sapo

Pervive un estilo de adulación muy zalamero en la capital de España, que suele arrancar por el paladar, elogiando un buen rebozado, y termina en la punta de los zapatos, debido a que abunda la creencia de que la elegancia hay que empezar a vestirla por los pies. La sociabilidad castiza suele incluir algún signo, siempre audaz, que define el carácter del otro como condición del destino. Se trata de poner de relieve un detalle que pueda encandilar al interlocutor, de extraer algún sentimiento oculto para hacerle sentir por un instante una mina de talento, gracia o conocimiento. Reconozco que a mí se me ha pegado ese decir gozoso al admirar los aciertos ajenos. Y no me refiero al halago empalagoso, sino al cumplido. Cuando detectas una virtud, un brillo que te ofrece el otro, callarlo se me antoja una forma de tacañería y a la vez de inseguridad. El halago acostumbra a ser interesado, busca el propio provecho, mientras que el cumplido es más físico y pretende engrasar los rodamientos de la confianza además de reconocer los méritos del otro. El problema surge cuando se realizan como transacciones sociales y provocan la obligación de devolver el elogio o resignarse a cierto sentimiento de culpabilidad (pues sentirse en deuda es parte de su lógica). Un halago, en el fondo, es casi como un regalo, pero no una ofrenda de cariño sino de compromiso. Recibir un presente, como explicó Derrida, puede hacer que uno se sienta un deudor atrapado en un ciclo de intercambio. Aunque los hay que se crecen ante todo lo contrario: los puñales son lo que importa, se dicen, el más elevado símbolo de reconocimiento. Julio Camba escribió en su día una memorable columna titulada ?Los admiradores son un peligro? en la que ironizaba con su habitual destreza sobre el asunto: ?Hay un señor que me llama animal y otro que me anuncia un garrotazo en la cabeza. Creo que el éxito no admite dudas?. La muy halagada Ada Colau, a quien sus socios de Podemos le han dedicado perlas enamoradas como estas: ?Barcelona se merece una alcaldesa de la gente, una alcaldesa valiente como Ada Colau?, se ha sincerado en el libro Ada, la rebelión democrática, de Joan Serra. Y lanza un gancho en un momento estratégico ?en la segunda parte de la prórroga postelectoral?, acusando de arrogancia a los mandarines podemistas. Los tuits de sutil rectificación ya han circulado, matizando el revés. Aunque, en verdad, quien pone de manifiesto su arrogancia es la propia alcaldesa, juzgando a sus ?hermanos políticos? a fin de redefinirse por oposición a ellos. Las púas abiertas no entienden de lealtades; ocurre con el amor: cuando se desgasta, todos nos convertimos en sapos.

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23 de marzo de 2016
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El efecto gurú

Me desperté a media noche, revolviéndome contra los tres entonces que se colaron en mi último runrún publicado en este periódico. ¿Cómo había podido pasarlos por alto? ¿Qué descuidada había sido mi edición, sin podar debidamente las palabras ante la exasperación del sufrido lector? No era ninguna excusa que hubiera mandado el artículo desde el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, concretamente del baño reservado para las sillas de ruedas ?con la puerta abierta por si alguien requería sus servicios?, una vez el ordenador portátil resucitó lentamente gracias a la corriente eléctrica. Aquello más bien era una consecuencia del atropello diario, de un nomadismo disparatado que se ha convertido en habitual y que debes de sobrellevar sin melifluidades. De poco vale que te digas, que te digan, que equivocarse es humano. Es consolación de tontos, sobre todo cuando no has hecho bien tu trabajo y al terminar de escribir has incumplido aquel sabio mandato de Coco Chanel: ?Antes de salir de casa, mírate al espejo y quítate algo?. Somerset Maugham, autor de El filo de la navaja, advirtió que tan difícil es escribir con sencillez como hacerlo bien. Podar, mover, encajar, buscar el sentido y el oído. Ignacio Martínez de Pisón me contaba que al corregir se siente como un artesano, igual que un sastre rectificando una manga. La palabra escrita exige un tiempo calmo apaciguado por el amor al trabajo bien hecho, como el del ebanista o la bordadora. En el polo opuesto, se hallan los especuladores del lenguaje, que lo enaltecen oscureciéndolo y, aunque carezca de sustancia lo que tratan de expresar, provocan el llamado efecto gurú. Así denominó Dan Sperber la tendencia a juzgar profundo lo que no se ha logrado comprender. Enmarañar el lenguaje no es sólo patrimonio de esos oradores que juegan con las palabras como si fueran pegajosas nubes de algodón de azúcar. Algunos académicos son especialistas en vomitar un discurso impenetrable y a menudo irreproducible: ninguna frase permanece. El profesor Michael Billig ?conocido por su participación en experimentos relacionados con el paradigma del grupo mínimo? publicó el año pasado un ensayo titulado Aprender a escribir mal: cómo tener éxito en las ciencias sociales, en el que realizaba una virulenta crítica de algunos de los pilares de su propio campo. La política de palabras vagas también ha sido todo un clásico, a fin de ejercer el escapismo con una colección de sinsentidos. Ahí está el tan comentado tuit de Íñigo Errejón, en el ojo del huracán estos días: ?La hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales. Afirmación-apertura?. Y acaso una parte del electorado se sienta atrapada por tan elevadas expresiones, transportada incluso a un ágora soñada; mientras otros se preguntarán, una sola vez, ?¿Y, entonces??. (La Vanguardia)

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21 de marzo de 2016
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Lucidez sin adjetivos

Natalia Ginzburg cumpliría cien años el próximo mes de julio, pero su voz sigue regresando no solo a los catálogos editoriales ?Lumen reedita tres de sus títulos fundamentales: su autobiografía Léxico familiar; Todos nuestros ayeres, la versión ficcionada, y Las tareas de casa y otros ensayos? sino a la memoria que dejó tejida con fortaleza y seda. Fue una intelectual que nunca se dio importancia, capaz de transformar ideas procedentes del desorden del mundo en razonamientos luminosos nunca afectados ni petulantes. Testigo de excepción del auge del fascismo y la Segunda Guerra Mundial, mamó la política ya de bien joven, cuando su padre tronaba contra los conocidos que se habían rendido a Mussollini: ?¡Bellacos!?, vociferaba el doctor Levi, resoplando sin pudor alguno. El pulso literario de Ginzburg se apropió de una claridad refulgente. ?La memoria es débil, y los libros que se basan en la realidad son con frecuencia pequeños atisbos y fragmentos de cuanto vivimos y oímos? escribe en el prólogo de Léxico familiar, donde rehace el mundo del que procedía y que conformó: de las palurdeces que describía su padre, genio y figura, tan severo como refinado, que instruyó a sus hijos en la lectura, la naturaleza y la decencia moral, al frío que tan profundamente sentía su madre al trasladarse de Palermo a Turín. ?Mi padre apreciaba y admiraba el socialismo, Inglaterra, las novelas de Zola, la fundación Rockefeller, la montaña y los guías del valle de Aosta. Mi madre amaba el socialismo, la poesía de Paul Verlaine y la música, sobre todo Lohengrin que nos solía cantar cada noche después de cenar?. Educada en casa por tutores y maestros particulares, pues su padre estaba convencido de que en las escuelas podía contraer microbios, Ginzburg desarrolló en cambio, tempranamente, la bacteria que germinaría en el síndrome melancólico que su madre denomina ?sentimiento hebraico? de la escritura, alimentada por las lecturas a escondidas ?a pesar de la educación en valores y libros, ni su padre ni su madre la dejaban leer determinadas obras? de Proust o Colette. Su literatura trata de las pequeñas cosas, de los asuntos familiares, y sin embargo no puede estar más lejos de la pequeñez literaria. Ella se despoja de adornos para llegar a la médula de forma diáfana, sopesando melancolía y esperanza. Como los grandes, no solo ve aquello que los demás no vemos, sino que logra mostrárnoslo. En parte porque disecciona la tristeza ?no es extraño, experiencias vitales como dos hermanos muertos por su militancia antifascista y un marido torturado hasta morir hicieron saltar por los aires su mundo?, un tema con el que pocos (escritores y lectores) se atreven. Su vida, tanto literaria como política, fue de primera magnitud. Codo con codo con sus compañeras Elsa Morante o Dacia Maraini confraternizó con los Cesare Pavese, Italo Calvino, Carlo Levi o Alberto Moravia; la mítica editorial Einaudi le abrió sus puertas; ganó los premios más prestigiosos del país y tradujo a Flaubert, Maupassant o su querido Proust. Y en 1983 fue elegida parlamentaria por el Partido Comunista italiano y dedicó sus últimos años a la política activa. Sus ensayos están tamizados por esa luz modesta y a la vez valiente que siempre la acompañó: ?No llegaremos a ser ni sabios ni serenos, además nunca hemos amado la sabiduría ni la serenidad, en cambio siempre hemos amado la sed y la fiebre, las búsquedas inquietas y los errores?. Ahora, en su centenario, su aliento vivificador impulsa una poética realista que nos invita a vivir sin anestesia, con palpitante nervio. (La Vanguardia)

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19 de marzo de 2016
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El Boomeran(g)
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