Tienen elementos en común los rostros de hombres y mujeres con poder? ¿O bien es nuestra mirada, sombreada por la fantasía de lo que representan, la que advierte distancia, seguridad, impostura o decencia? El fotógrafo francés Olivier Roller ha dedicado años a estudiarlos tras su cámara, convertido en retratista de los mandamases: presidentes, militares, financieros internacionales, espías, altos ejecutivos, intelectuales, cirujanos, abogados, pilotos de avión y hasta modelos. “¿Por qué los poderosos?”, se pregunta Roller. Y él mismo responde: “Porque no les vemos nunca. Fantaseamos con ellos. Los imaginamos. Ellos encarnan esa zona decididamente sombreada, oculta, omnisciente. Son el célebre ellos del poder lejano”. De François Hollande, Manuel Valls o Marine Le Pen a Bernard-Henri Lévy, el ya fallecido “abogado del terror” Jacques Vergès o Rachida Dati , a menudo el nombre pierde al rostro, borra sus rasgos, que sin letrero podrían ser anodinos, vulgares, clichés. Pero el poder se huele y atrae, acercarse a él viene a ser otra forma de tocar el manto a la Virgen. Hombres y mujeres del montón han resultado investidos por todo lo que aporta la notoriedad, la vida cosmopolita, los teléfonos rojos y las cajas fuertes. Todo ello hace mella en un rostro, y de qué manera. Lo desvirga, lo inmuniza o lo atormenta. Pura erótica del poder –¿o acaso hay otra?– , sea el poder de la belleza, del dinero o de la influencia.
Hace unos años, el Museo del Louvre le encargó a Roller que capturase algunos de los bustos más significativos de la antigüedad, y así viajó por museos de todo el mundo disparando a césares, emperadores, reyes y filósofos. Ahora expone el resultado el Museo Nazionale Romano, confrontando a los antiguos poderosos nuestros contemporáneos, y logrando que Jeanne Moreau le aguante la mirada a Artemisa, o que las narices aguileñas de Luis XVI y BHL se batan en duelo.
Es asombroso comprobar visualmente cómo hay unas líneas constantes en la historia, y una de ellas es la representación del poder. Hoy los poderosos se siguen parapetando tras un rictus de seguridad, impecables vestimentas y buena luz; y si entonces contaban con el arte como aliado para difundir e inmortalizar su dominio, hoy son los medios quienes exhiben su pujante caché. Augusto, el primer emperador, utilizaba los bustos por doquier, y aunque era de talla pequeña y más bien enfermizo se hacía inmortalizar con gran majestuosidad. No es extraño que Putin se dejara fotografiar montando a caballo y pescando con el torso desnudo y lechoso, igual que el del mármol de Augusto. Aunque, de vez en cuando, surgen líderes bien alejados de la iconografía clásica. Rubicundos, contorsionados, aventados, como Donald Trump y Boris Johnson. Difícilmente darían para una estatua que no resultara deforme. Son los rostros temerarios del poder, que han llegado para quedarse.