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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El anarcopoeta mediterráneo

La casa de Masnou tiene un jardín abandonado y una vista muy italiana: copas de secuoyas y pin os, al fondo un mar de postal. Juan Antonio Masoliver Ródenas (Barcelona, 1939) lo mira cuando se cansa: “Me ha acompañado siempre, su placer y su misterio”, y añade: “También me gustan los cantantes del mar, aunque sus letras tengan algunos fallos: no puede ser eso del monte más alto que el horizonte”. Conversar con Tono –poeta, narrador, crítico literario en este suplemento y traductor– significa pasar de Joyce y su ininteligible Finnegans Wake aun jocoso comentario de texto de la letra de Mediterráneo .“Adónde iríamos a parar sin humor”, dice.
Pase a una mirada entre obstinada y atenta que se aposenta detrás de su nariz tan intelectualizada. Hila ironías y delicadezas con ritmo. Su escritorio se parece a él. Contiene el equipaje de un aventurero afanado en desafiar las convenciones que reúne mundos antiguos y modernos; el equipaje propio de quien ha tenido una vida alta desde pequeño. También es una alacena de libros: recibe treinta por semana. Presta atención a los escritores jóvenes. Hace donaciones a las bibliotecas. Pero los Dante, T.S. Eliot, Rimbaud, Carner, Borges, Freud, Catulo, Pessoa, además de los amigos: Octavio Paz, Ana M.ª Matute, Antonio Gamoneda y Enrique Vila Matas, descansan en el piso noble, junto a un órgano sobrenatural que toca la trompeta. Su padre le animaba a escribir, pero también le decía que mejor no fuera otro Eliot sino un buen abogado. “¿Alta burguesía? No sé si alta o baja porque eran todos pequeñitos, excepto mi hermano Joaquín y yo. Mi padre leía en inglés, era un señorito, el Telegraph o el Times, y me aficioné”. Los nombres caen del Parnaso. Prohombres. Leyendas. El tío Juan paseando con Pound. Dionisio Ridruejo. Buñuel. Pero su obra es un acto de desmitificación: hay nostalgia con dureza, trazada por una especie de navaja multiusos, de nácar como su lupa.
Poeta por encima de todo, ha escrito sobre el cuerpo femenino, la memoria y la muerte –habla una y otra vez de Jorge Manrique, que le hizo poeta a los quince años –.“El estilo es no tener ningún estilo preciso ”. Afirma que escribía igual en Inglaterra que aquí, donde vivió cuarenta años y fue catedrático en la Universidad de Westminster. Regresó, se divorció y se emparejó con Sònia Hernández, ya hace una década :“Es una vida nueva, la diferencia de edad te da una visión muy distinta; Sònia es una buena escritora, posee el gramo de locura que hay que tener para escribir”. Cuando aborda la creación literaria lo hace sin ningún ansia. Hay días en que es más feliz sin nulle línea.“A veces escribo poesía con resaca. Poca poesía se hace contento, aunque la felicidades un poco artificial. Hay que ser tonto para ser feliz”. Las únicas palabras que detesta son “poetisa” y“patria ”.
Tono Mas Oliver vacada día al bar del pueblo a leer mientras bebe unos vinos, al caer la tarde, de 7.30 a 9. Carece de urgencias. Detesta los grupúsculos de escritores que se envidian. Ama los lugares donde ha vivido. Le atra el agente extravagante.Es agnóstico pero cree en la espiritualidad :“La religión representa el conocimiento del o que nunca podrás conocer, y la escritura es un poco eso ”. Va un par de veces al mesa psicoanálisis y cuenta sus sueños. Tiene dos trucos para lograr dormir :“Estoy en un bar donde están sólo el dueño y un viejecito y va entrando gente que nunca toma nada, una monja desnuda, hombres, una cabra… Cuando no me funciona pienso en una invasión de toros en Masnou. Me ayuda a conciliar el sueño”. Lo cuenta sin pestañear, minutos antes de salir hacia el bar La Calandria .
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25 de julio de 2016
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Belleza de tertulia

De mayor, Emma Cohen seguía sosteniendo su cabeza con los brazos, los codos bien apoyados, la mirada atenta y a la vez expectante, igual que hacía de joven. Era un gesto muy suyo, tan entregado como indómito, encendido con su media sonrisa nunca complaciente. Un gesto que a finales de los 70 reflejaba una nueva compostura en una España pacata. Porque ella no se parecía a sus contemporáneas. Apenas se maquillaba, era una mujer de café y tertulia, y muy especialmente una letraherida con un tinte “proustiano” en su prosa. Escribió Umbral de su escritura: “Lo que aclara y agranda sus antárticos ojos es la burla, la decepción, la infancia y el cansancio”. Ella representaba otro tipo de feminidad sin crepar. Ni rastro de diminutivos agudos ni de una coquetería evidente, vestía con una sencillez que lucía igual que un traje de gala. “Siempre fue una mujer bellísima, de rostro y de alma” afirmaba Mario Gas tras su inesperado fallecimiento. Porque murió tan discretamente como actuó y vivió.
En la web de la agencia Carmen Balcells se resume así su biografía: “Emma Cohen abandonó la carrera de Derecho en la Universidad de Barcelona para dedicarse al teatro y al cine a tiempo completo. Considerada la musa del cine underground catalán de los sesenta, vivió el Mayo del 68 en París y después se trasladó a Madrid, donde colaboraba con la revista Mundo Joven. Además de actuar en varias obras de teatro y películas (algunas bajo las órdenes de Fernando Fernán Gómez, con quien se casó), ha dirigido guiones para el cine, la radio y la televisión. También ha ilustrado el libro Trece fábulas y media de Juan Benet, con quien mantuvo una larga relación sentimental”. Es curiosa esta última línea acerca de sus amores literarios. Pero aquel amor intenso con Benet, fue sonado. Fernán Gómez, a pesar de su fama arisca, le mandó un recado desde las páginas de Triunfo, en las que publicaba una suerte de autobiografía resumida: “En el mes de septiembre alterné el trabajo en la película de Gutiérrez Aragón “Maravillas” con las representaciones de “El alcalde de Zalamea” en diversas ciudades. Y por fin terminé la película y terminé la gira. A la vuelta a Madrid, mi compañera me abandonó. Aquí termina mi autobiografía. A partir de ahora empieza la autobiografía de otro señor”.Cohen, la que había sido siempre una rebelde, volvió a su lado. Rebelde en el sentido literal, en el de oponer resistencia a lo impuesto. Emmanuela Beltrán Rahola era hija de una pareja de abogados de la acomodada burguesía catalana, y se sublevó contra ellos y un futuro impuesto que empezaba por estudiar Derecho; en mayo del 68 fue detenida en París por su participación en la revuelta estudiantil y tuvo que ser su madre quien fuese a buscarla a la capital francesa para traerla de vuelta; como actriz prefirió a los alternativos, los contracorriente, los raros: rodó a las órdenes de Jorge Grau, Gonzalo Suárez, Jesús Franco, Eloy de la Iglesia, Glauber Rocha, Antonio Drove, Fernando Colomo o José Luis Garci. A ratos luchó contra el propio cine, sus cánones y miserias: “Yo me planteé que no podía sucumbir si me ofrecían una película apetecible y, para no dudar, me puse a ensanchar. Y engordé, y me pasé 15 años gordi, lo suficientemente gordi como para no hacer películas”. Por amor. Se situó detrás la portentosa sombra de Fernán Gómez, sin aspavientos. “Tuve la mejor vida posible porque intenté que la de él también fuera así” . Se casaron en el 2000, en el hospital de La Concepción, un amigo y una enfermera como únicos testigos. Fue libre, trabajó con los mejores, hizo de gallina Caponata, y, cuando quiso, se negó a desnudarse por exigencias del guión.
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23 de julio de 2016
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Fórmula TED

Sólo he visto charlas TED (tecnología, entretenimiento, diseño) en vídeo, pero su ambiente catártico me ha transportado a las arengas de los predicadores de Harlem, donde alguna vez acudí para dejarme asombrar por esos fieles enfervorecidos que le cantan spirituals a su Dios con palmas y blues, y en verdad gozan. En otra ocasión, en las afueras de Salvador de Bahía, no sé cómo conseguí asistir a una ceremonia de candomblé, de esas en las que se sacrifica un gallo y los médiums entran en trance con los ojos en blanco. Cuando el babalao pasó entre los bancos, azuzándonos con su bastón, me entró la risa. Una risa tonta y joven que tuve que tragar a borbotones, aunque exaltaba lo asombroso, y a la vez ridículo, exótico, alocado, que resultaba todo aquello si lo desproveías de su fe.
Fe es una palabra grande en su brevedad. Según la Biblia mueve montañas. Los que la tienen, y no solamente en Dios, parecen más a resguardo. Fe en ellos mismos, o en que lo mejor está por llegar. Fe en los afectos, en la familia, en las vocaciones que despiertan los sentidos. Fe en los libros, en la buena cocina, en el vino, en la belleza de los magnolios y el instinto fiel de los perros; aunque la fe en la humanidad tenga descosidos y el mal se escenifique una y otra vez como eterno compañero de la existencia.
Hay testimonios de asistentes a dichas charlas que aseguran que les han cambiado la vida: por fin han encontrado un camino, o una fórmula que les motiva y les alienta. Acaso probaron antes otras cosas, desde el coaching hasta los chacras..., pero todo acaba cansando. Una de las estrellas de TED es el psicólogo Dan Gilbert, muy seguido estos días porque se ha aventurado a resumir la fórmula de felicidad, eso es: “Sexo, música y conversación”. Dinero, lo justo. Familia y amigos quedan implícitos en la conversación. Y parece que el amor también. La cuestión sería qué ocurre cuando se tiene todo esto y se sufre. Las teorías alrededor de los grandes problemas de la vida suelen pecar de efectismo, nunca son disparates, pero en su generalización se pierde el factor clave: que cualquier huella digital, y por tanto cualquier identidad, es diferente la una de la otra. El vacío existencial es combatido por el instinto de supervivencia: la pulsión de vida. Cuando se señala la infelicidad de un colectivo, de una sociedad, se apunta sobre todo a la insatisfacción. Porque dos planos, el real y el virtual, se superponen cada vez con mayor riesgo. La vida en las pantallas es indolora. Todo parece posible con un clic, desde la amistad en Facebook o la creatividad en Instagram hasta el sexo por app. Pero en la vida real se bajan las persianas antes de apagar la pantalla, porque a pesar de la ola de calor no siempre hay aire acondicionado.
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20 de julio de 2016
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Los rostros del poder

Tienen elementos en común los rostros de hombres y mujeres con poder? ¿O bien es nuestra mirada, sombreada por la fantasía de lo que representan, la que advierte distancia, seguridad, impostura o decencia? El fotógrafo francés Olivier Roller ha dedicado años a estudiarlos tras su cámara, convertido en retratista de los mandamases: presidentes, militares, financieros internacionales, espías, altos ejecutivos, intelectuales, cirujanos, abogados, pilotos de avión y hasta modelos. “¿Por qué los poderosos?”, se pregunta Roller. Y él mismo responde: “Porque no les vemos nunca. Fantaseamos con ellos. Los imaginamos. Ellos encarnan esa zona decididamente sombreada, oculta, omnisciente. Son el célebre ellos del poder lejano”. De François Hollande, Manuel Valls o Marine Le Pen a Bernard-Henri Lévy, el ya fallecido “abogado del terror” Jacques Vergès o Rachida Dati , a menudo el nombre pierde al rostro, borra sus rasgos, que sin letrero podrían ser anodinos, vulgares, clichés. Pero el poder se huele y atrae, acercarse a él viene a ser otra forma de tocar el manto a la Virgen. Hombres y mujeres del montón han resultado investidos por todo lo que aporta la notoriedad, la vida cosmopolita, los teléfonos rojos y las cajas fuertes. Todo ello hace mella en un rostro, y de qué manera. Lo desvirga, lo inmuniza o lo atormenta. Pura erótica del poder –¿o acaso hay otra?– , sea el poder de la belleza, del dinero o de la influencia.
Hace unos años, el Museo del Louvre le encargó a Roller que capturase algunos de los bustos más significativos de la antigüedad, y así viajó por museos de todo el mundo disparando a césares, emperadores, reyes y filósofos. Ahora expone el resultado el Museo Nazionale Romano, confrontando a los antiguos poderosos nuestros contemporáneos, y logrando que Jeanne Moreau le aguante la mirada a Artemisa, o que las narices aguileñas de Luis XVI y BHL se batan en duelo.
Es asombroso comprobar visualmente cómo hay unas líneas constantes en la historia, y una de ellas es la representación del poder. Hoy los poderosos se siguen parapetando tras un rictus de seguridad, impecables vestimentas y buena luz; y si entonces contaban con el arte como aliado para difundir e inmortalizar su dominio, hoy son los medios quienes exhiben su pujante caché. Augusto, el primer emperador, utilizaba los bustos por doquier, y aunque era de talla pequeña y más bien enfermizo se hacía inmortalizar con gran majestuosidad. No es extraño que Putin se dejara fotografiar montando a caballo y pescando con el torso desnudo y lechoso, igual que el del mármol de Augusto. Aunque, de vez en cuando, surgen líderes bien alejados de la iconografía clásica. Rubicundos, contorsionados, aventados, como Donald Trump y Boris Johnson. Difícilmente darían para una estatua que no resultara deforme. Son los rostros temerarios del poder, que han llegado para quedarse.
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18 de julio de 2016
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‘Soft power’ con ritmo

No ha existido mejor lección de lo diferente que la de Michelle Obama en su paso por la Casa Blanca. No se ha parecido a nadie, ni lo ha pretendido.
Poco ha tenido que ver que con cualquiera de sus anteriores inquilinas, a pesar de compartir la vocación humanista de Eleanor Roosevelt –tan humillada en la vida privada por su marido infiel–, o con la sinceridad y el coraje de la pobre Betty Ford –que dedicó buena parte de su vida a combatir las adicciones que había padecido–, o incluso con la ambición profesional de Hillary Clinton, aunque Michelle sea más filantrópica que política: ha transitado del Let’s move al Let girls learn porque tanto la lucha contra la obesidad infantil –tan vinculada con la desigualdad– como la alfabetización de millones de niñas relegadas a ser esclavas domésticas o sexuales en todo el mundo han activado su grado de compromiso.
En sus viajes al tercer mundo, ha asistido a la violencia ejercida sobre las niñas privadas de un pupitre y lanzadas a la escala más perversa de la supervivencia. Después del secuestro de las estudiantes por parte de Boko Haram, comprendió cuál debía ser su foco: educar a una niña significa impactar en la cadena de progreso del país, la mejor arma contra la barbarie.
Michelle ha forjado un estilo basado en el aplomo y la naturalidad. Nada que ver con el bótox de Hillary –e incluso de Donald Trump–. Todo lo contrario: pone carotas, frunce el ceño sin miedo a parecer una angry black woman, pasea con majestuosidad ancestral sus caderas anchas, su piel brillante y sus hombros torneados y hasta ha conseguido inocular el lenguaje cotidiano en el discurso impenetrable del poder. Tampoco se ha parecido a las otras ex primeras damas en el papel que jugaban frente a sus poderosos maridos. Michelle ha sido cómplice, una igual, la mujer que ha llegado a confesar en público las flaquezas de Barack: “Por la mañana su aliento apesta”. En los momentos más adversos, de silencio opaco, como los funerales de estado o actos terroristas, ha sacado pecho y empatía, e incluso parecía refugiar bajo su ala al presidente de EE.UU.
Siempre ha hablado con orgullo de sus orígenes: tataranieta de Jim Robinson, nacido en Carolina del Sur, esclavo en una plantación; bisnieta de Fraser Robinson, sirviente iletrado que aprendió a escribir de adulto y se dedicó a vender zapatos y periódicos; hija de Fraser Robinson III, un operador de bombas en el Departamento Hidráulico de Chicago aquejado de esclerosis múltiple, y de Mary Robinson, pobres pero conscientes de que para que sus hijos fueran respetados debían de llevar en su currículum el nombre de Princeton o Harvard.
A pesar de su brillante formación, durante su reinado nunca ha ejercido de abogada pública, a diferencia de Hillary Clinton, que de first lady se ha transformado en lady first con sus collares de fantasía. Michelle lleva perlas, pero de forma bien diferente a la de Jackie Kennedy; su estilo nunca ha sido aristocrático, tampoco étnico. A menudo ha descansado en el patrón del new look de Dior, estrechando su cintura y afinando su mensaje, siempre con la mano tendida. Por ello encarna esa vía política que representa el soft power, el ejercicio de un poder sutil y flexible que trata de atraer a socios que comparten objetivos mediante el diálogo y cuya palabra clave es “influencia”. Michelle ha sido todo lo contrario a una primera dama plana. Barack, probablemente el presidente global más deseado de todos los tiempos, pasará a la historia de acuerdo a aquella vieja fórmula para perezosos: “Mejor planteado que resuelto”, mientras que su mujer ha conseguido sumar sus poderes: inteligencia, sensibilidad y ritmo. En un mundo con tanta sangre por los suelos, la letra entra mejor con swing.
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16 de julio de 2016
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Lo que esconden

Avanzan con un pie en la infancia y el otro en la vida adulta, por ello a veces se trastabillan; deshacen planes que habían preparado con la intensidad que supone el que casi todo llegue por primera vez, y pasan de la excitación al derrumbe, de los festivales de verano a una cama en penumbra. Están en la flor de la vida, decían los abuelos, conocedores de que la adolescencia representa la edad en que todos los deseos se antojan factibles. Parece que tuvieran un mapa en blanco delante, aunque con un rudimentario manual de instrucciones. ¿Cómo enfrentarse a una nota que cambia el color de su destino? O a la decepción del primer novio que no es quien decía ser. ¿Cómo digerir el silencio entre sus padres que se extiende como una manta mineral por el comedor de casa? Se apela a la familia, a los valores, a la educación, como garantes que aseguran su viaje al centro de la vida. Pero hay en su travesía un vértigo interior, y también una profunda soledad. Ahora, muchos jóvenes acaban de enfrentarse en nuestro país a la selectividad, y por tanto, al futuro adulto. En un periódico nacional leí una carta abierta de una madre: “Enhorabuena, hija, por tu nota en selectividad. Perdón por tu infancia perdida”. Qué bien resumía esa sensación de que el esfuerzo también provoca un vacío.
Hace unos meses, el Financial Times profundizaba en la desesperación de los jóvenes españoles que buscan empleo: ansiedad, depresión, apatía, incluso devastación, aseguraban los psicólogos, que ahondaban en la idea de una “adolescencia permanente”, lejos de la estabilidad y la seguridad que se obtiene a través de un trabajo, pero también de un núcleo afectivo que les refuerce. El paro juvenil hace estragos, pero antes de llegar a ser un número en el Inem cuya formación no encuentra hueco en el mercado laboral, el adolescente debe forjar su identidad. En su túrmix mental se mezclan las notas de corte con el acné, el rechazo del grupo con la presión familiar, la diversión entendida como un mandato y la desconfianza en poder enderezar un error como un precipicio.
Qué bien lo cuenta Celeste Ng en el que fue el mejor libro del 2104 para Amazon –y que ha publicado Alba Editorial–: Todo lo que no te conté. Trata de la vida de una chica de quince años que lucha contra la falta de aceptación por parte de sus compañeros y soporta estoicamente la presión feroz de su madre. Lydia calla, aguanta y siente sin encontrar las palabras para decirlo. Igual que tantos adolescentes que se encierran en su cuarto escapando del reproche adulto, el mismo que nunca es capaz de sospechar lo que en verdad ocurre, entre tanto silencio.
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13 de julio de 2016
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Al rebufo de Hemingway

Me siento profundamente extranjera de la palabra chupinazo y todo lo que representa. Cierto es que crecí ajena a ella: en catalán no tiene traducción y si la catalanizas su fonética te rompe el oído, aunque invoque el cohete pagano que desabrocha el pecado. La palabra no eructa pero sí su idealización. Recuerdo de mi otra vida cuando los chicos de la pandilla se iban a Pamplona a primeros de julio y volvían apestando a cerveza, impregnada hasta en los dobladillos de la ropa. Decían que iban “a hacer el bestia”. A ser niños de nuevo, pero borrachos y descontrolados. Nos desenamoraban.
El alcalde pamplonica de Bildu ha anunciado que las suyas son las mejores fiestas del mundo. Sus propuestas consisten, básicamente, en correr delante de toros bravos acorralados, bañarse en alcohol, perderse en una multitud sudada, gritona y resacosa, jalear lo que sea y enmascarar con la farra la derrota existencial. Claro que habrá vecinos devotos. Pero todo vale para agitar los instintos más animales, incluso entre quienes miran el espectáculo desde los balcones donde el miedo embiste a distancia. Como desde el que Ernest Hemingway, en el Gran Hotel La Perla, contemplaba los encierros poniéndole literatura y mitificando un rito que sitúa en las antípodas del progreso, con seres humanos y animales mezclados entre testosterona y meados. Más miedo tienen los toros que los hombres que los corretean por las callejuelas, pues su huida sólo puede ser hacia delante.
Hay quienes afirman que Hemingway no llegó a correr jamás delante de los toros en Pamplona, y lo cierto es que no existe testimonio gráfico alguno. Sólo se conserva una foto, en la biblioteca John F. Kennedy de Boston, en la que el escritor aparece entre las vaquillas que se sueltan al terminar los encierros en la plaza de toros. No parece temeroso, sabía mirar muy bien a cámara, pero son vaquillas y no miuras. Otros expertos rastreadores afirman por contra que sí corrió, y no una, varias veces. El caso es que la gloriosa publicidad que le hizo al patrón de Pamplona es, en parte, responsable de que los Sanfermines se hayan convertido en un rito de paso para millones de norteamericanos, canadienses, australianos, neozelandeses o británicos. Vienen a hacerse mayores, en lugar de comprarse un billete de Interrail. Puede que su ideal de exotismo incluya pañoletas rojas y txapelas, o bien sea la mezcla de animalismo, vino y sexo demente lo que les intrigue. El 56% de los corredores desde el 2014 son extranjeros. De ahí que se afine el turismo y se pongan en marcha campañas que pretenden detener las agresiones sexuales –que hace diez años también existían, pero entonces ni la sensibilidad social ni las leyes estaban de su lado–. Cuando escribo estas líneas ya ha habido una. Cinco contra una, en un portal, entre jaranas, vapores etílicos y una falsa exaltación del arrojo y la hombría. Un espectáculo turístico.
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11 de julio de 2016
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Cazadora de abismos

Hay que empezar a hablar de Diana Arbus por su ángulo más misterioso: su atracción por lo oscuro, por lo que la mirada acostumbra a temer. Y decir más: que sólo entre la alienación y la rebeldía, en la extrañeza más monstruosa, se encontraba segura. Se propuso una meta para escapar de si misma: perderse por las calles, por los lugares más fronterizos de la realidad en busca de freaks –travestis; enanos, gigantes y otros prodigios circenses; albinos o tatuados–. Llegó a sentir que ella era una más entre los que penetraron en el abismo. Creía que hay cosas que nadie habría visto si ella no las hubiera capturado. En una ocasión, en el MoMA llegaron a escupir a una de sus fotos, la de un travesti con rulos, un cigarro y una expresión que pasa por encima de ti como una plancha caliente. La desolación, la fragilidad y sobre todo el desarraigo íntimo afloraron en la obra de esta descomunal fotógrafa que empezó retratando el glamour, las parejas que no se hablaban en restaurantes, acaso a la manera de sus padres, emigrantes judíos que abrieron una boutique de moda en la Quinta Avenida y se hicieron millonarios. Escapó a los 18 años y acabaría fotografiando el infierno.
La vida de Diane Arbus acabó un 26 de julio –de 1971; este año se cumplen 45 años– tras ingerir una buena dosis de barbitúricos y cortarse las venas de sus muñecas en el histórico edificio de la Westbeth Artist Community, a orillas del río Hudson, en Nueva York. “La forma en que Arbus murió, como en el caso de la de poeta Sylvia Plath o, en una generación posterior, la fotógrafa Francesca Woodman, se ha convertido en parte de su legado artístico, como si su fin prematuro fuese el resultado inevitable de su trabajo”, escribe Andy Grundberg en The American Scholar a propósito de Diane Arbus: Portrait of a photographer, que acaba de publicarse en EE.UU. Las heridas secretas emergen ahora en la investigación de su obra adherida a su sensibilidad y cosida en harapos: “Arbus tenía muchos frentes psicológicos abiertos –una depresión, su promiscuidad sexual, el incesto, y una progresiva disminución de la capacidad de establecer y mantener relaciones sentimentales significativas– que nada tienen que ver con su trabajo o ambiciones”.
En su célebre ensayo sobre la fotografía, Susan Sontag carga las tintas con ella y su aura maldita: “El interés de Arbus en los monstruos expresa un deseo de violar su propia inocencia, de socavar su sensación de privilegio, de aliviar su frustración por sentirse segura”. Algo que ella misma reconoció. Nunca había conocido la adversidad: “Y sentirme inmune, por ridículo que parezca, era doloroso”. La fotografía mitigaría ese dolor, pero antes tendría que cruzarse con las dos personas más importantes de su vida: su marido, Allan Arbus, junto al que comenzó a disparar instantáneas y con quien trabajará para revistas de moda: Esquire, Vogue y Harper’s Bazaar, y la fotógrafa austríaca Lisette Model, la que proclamaba: “No disparen hasta que el sujeto que enfocan les produzca un dolor en la boca del estómago”. Tras su divorcio, Arbus se convirtió en la cazadora del abismo que siempre había sido.
Cuentan que el mismo día que encontraron su cuerpo sin vida en la bañera de su apartamento del Westbeth corrió el rumor de que había montado un trípode y una cámara para poder fotografiar su muerte. En su funeral, Avedon murmuró: “¡Cómo me gustaría ser un artista como Diane!”, a lo que Frederick Eberstadt le respondió, corrigiéndole: “No, no te gustaría”. Al final de sus días, cuando incluso le faltaba confianza para cruzar la calle, su rostro había absorbido los rasgos del desamparo de todos aquellos que había fotografiado.
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9 de julio de 2016
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¿De qué te ríes?

Tuvimos Navidad electoral y votamos comiendo los turrones, y ahora tenemos verano poscomicios, a pesar de que ya calcemos las alpargatas sobre el asfalto hirviente. Aun así arrastraremos la incertidumbre de cómo será gobernada España hasta bien entrado agosto. La temporalidad sagrada que hacía respetar sus paréntesis estacionales también se ha fragmentado. No hay tregua en el desenredo de la actualidad política a fin de devolver una estabilidad que contribuya a subir el ánimo y mover el consumo. “A recuperar la confianza de los mercados”, dicen. Pero la confianza se ha hecho añicos y aquellos que se han insultado a la cara deberán acordar cómo salir ganando a medias, cada uno con un montoncito. Cambiarán de parecer en algunos asuntos otrora “innegociables” por exigencias del guion pactista igual que las actrices cuando justifican un desnudo.
Las máscaras mandan más que las personas, y nuestros líderes desafían al acto reflejo que activa el área de la corteza temporal al contemplar un rostro y ordena a las comisuras que se levanten. La represión de la sonrisa es un efecto colateral del caos. Ocurre en los funerales: la gente al saludarse a menudo contiene su espontaneidad y reconduce los labios a la línea recta, pero hay quienes olvidan por unos segundos que están acompañando a un muerto, pues es imposible amordazar la vida que fluye, incontenible.
Un psicólogo polaco, el doctor Kuba Krys, ha profundizado en un fenómeno sociocultural etiquetado como “control de incertidumbre”. Las sociedades que puntúan bajo en esa escala tienen sistemas sociales inestables, y así sus ciudadanos ven el futuro más impredecible e incontrolable. “¿Por qué sonríes cuando tu destino es un lobo invisible que está a punto de despedazarte? Es muy posible que en los países con bajo control de la incertidumbre uno sea considerado incluso un estúpido por hacerlo”, escribe Olga Khazan en The Atlantic en un artículo sobre esta investigación, que también afirma que la sonrisa está igualmente mal vista en los países con alto índice de corrupción.
La polarización siempre asfixia sus extremos. De la feria al velatorio. De “viene la nueva izquierda” a “se queda la derecha de siempre”. Durante estos días uno de los asuntos que más nos han entretenido se refiere a la sonrisa de Pablo Iglesias. Nunca se había visto tanto interés en que la perdiera, a pesar de contar con 71 escaños.
En El nombre de la rosa el benedictino Jorge de Burgos afirmaba que “la risa es un viento diabólico que deforma las facciones y hace que los hombres parezcan monos”. Cierto es, son los únicos animales, con nosotros, que ríen. Y hay monos de feria capaces de dejar asomar sus emociones tras las rejas. Como nosotros.
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7 de julio de 2016
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Nosotros y los robots

Pertenezco al colectivo de personas torpes que en la habitación de un hotel luchan infructuosamente con controles robóticos para apagar todas las luces de la habitación excepto la de la mesilla de noche. Acaba siendo una pelea contra una misma, tratando de hallar la lógica que ilumina la estancia, la manera de deshacer la cadena de conexiones invisibles que encienden luces en cadena, incluso a través de un iPad cuyos pictogramas no lograrás identificar si tienes una visión literaria de la vida. Anhelas la presencia de un cable, el gesto seco de desenchufarlo de la corriente sintiendo su electricidad en el brazo. Qué fácil y qué físico. El estado mental de la robótica exige temple o juventud. Nunca le pido nada a Siri, me produce cierto sonrojo; creo que me haría sentir más débil, más víctima de la vida automatizada que ya ha abreviado los protocolos cotidianos lavando con lejía huellas, voces y sombras humanas. No hace falta sostener una mirada. No se interactúa. Basta con un botón. Las yemas de los dedos se han convertido en una de las partes más activas de nuestro cuerpo. Activamos la información con una pasada de pulgar y clicamos simultáneamente lo que queremos tener en mente a golpe de pantallazo. Hacemos callos en las falanges, bien distintos de aquellos que abultaban el índice cuando escribíamos a mano.
Hace años que sustituimos la solicitud por la eficacia. La vida se rige por control remoto gracias a las apps que controlan la calefacción de casa, monitorizan el sueño del bebé y cuentan las calorías que estamos a punto de ingerir en la cafetería. Las máquinas de paso a menudo nos exasperan: se tragan la moneda y no hay nadie al otro lado para reclamar. ¿Quién llama a un teléfono a dos euros el minuto a punto de perder un avión o un tren? Las voces huecas de las operadoras, no obstante, empiezan a adquirir inflexiones de tono para imitar las emociones y resultan aún más inquietantes. En Madrid todavía quedan más de 20.000 porteros físicos, que conviven en la misma escalera con robots que limpian la casa, se encargan de la compra y no salen en la foto de familia porque la disparan. El año pasado, la compañía SoftBank puso en el mercado a Pepper, el primer robot capaz de detectar la tristeza de su dueño, además de tener una presunta capacidad para recordar todo lo que sucede a su alrededor durante veinte años. Intuyo un tipo de omnipotencia limitada: cómo captará los matices, cómo detectará lo transcendente que a menudo no se ve ni se dice. ¿Alguien puede creer que no se escacharrará algún día y derramará la tristeza acumulada en sus tripas de titanio? Tesla Motors, líder global del sector de automoción eléctrica, anunció el viernes la muerte de un conductor de su Modelo S que viajaba con el autopiloto activado. El robot lo empotró contra un camión en un autopista de Florida. El hombre, mientras era conducido hacia la muerte, miraba Harry Potter.
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4 de julio de 2016
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El Boomeran(g)
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